miércoles, 9 de marzo de 2011

Así lo veo, así me veo

Soy el mayor de los tres hermanos vivos, así es que soy el más mimado, y creo que también deseado. Pero nunca pensé en eso.
Cuando fui consciente de mi mismo y de mi entorno, lo recuerdo perfectamente, me encontré con un grupo familiar muy unido a pesar de sus diferencias. Éramos una piña; bueno, eran, porque yo no pintaba nada o casi nada. Un grupo de mediano a grande, solidario, unido como decía antes, y reconocido como grupo familiar en el pequeño pueblo en el que vivíamos.
Aprendí de ellos a comer, primero, en cuyo aprendizaje fueron muy permisivos conmigo. No fui un modelo de equilibrio alimentario, más bien un modelo de capricho. También aprendí a ser un poco autosuficiente, desde comer solo a ir al retrete y limpiarme el culo con un trozo de periódico, que así lo hacíamos. El retrete estaba entre el pozo y la porchá, en mitad del patio. Era un agujero repujado con una piedra agujereada por donde dejábamos caer los excrementos, encaramados en cuclillas a la piedra.
Luego, hasta que tuve 7 años, pasé los días mirando por los cristales como jugaban en la calle de tierra las niñas del colegio de doña Fani, antes de la clase, después de ella y durante los recreos. Era el polideportivo, el patio y el salón de juegos de la escuela.
Cuando no, garabateaba con un lápiz apoyado en la ventana mientras miraba las gallinas, que picoteaban en el patio, y los gatos, acicalando con la lengua su habitual coquetería. También zurzía calcetines ayudado por una bombilla fundida que introducía en el interior; mientras mi madre y mi tía cosían y hacían comentarios sobre la comida, las vecinas u otros familiares.
Luego, aprendí a leer y a escribir durante las tardes de un verano en casa de una vecina que era maestra, aunque la realidad era que ya casi sabía. Lo había aprendido en mis soledades, por la lógica inercia que inspira la curiosidad infantil.
Y es desde ese momento desde el que recuerdo ser más consciente de los retos que se me iban a ir presentando, pues a la entrada del otoño recalé en el colegio público.
Nada más llegar me coloqué entre los primeros. Sabía leer y escribir, entendía lo que leía y lo que me decían, y para más gozo lo recordaba. Así es que todo fue sobre ruedas. Bueno, casi todo, porque pronto llovieron sobre mi los rechazos de los compañeros más activos socialmente. No, no me refiero a los más activos en redes sociales, entonces no existían todavía esas cosas. Me refiero a los que mejor jugaban a la pelota, los que ganaban jugando a pilla y los que acertaban cuando tiraban una pedrada.
Cuando uno de ellos se tiraba un pedo era una fiesta llena de risas, pero cuando me lo tiraba yo derivaba en una crítica feroz: “s’a cagao, cochino… jajaja”
No fue fácil sobreponerse a eso, pero poco a poco lo conseguí. Quizá ser el primero o segundo de la clase me ayudaba.
A los pocos años me alejé de aquella escuela. También del queso y la leche en polvo de la “ayuda americana” que nos daban en el recreo, y que yo tenía en mi casa porque nos la daba el cura, amigo de mi padre, que era quien la distribuía en el pueblo. Gracias a aquello se llenaba el estómago tres o cuatro veces al día, suficiente para estar casi sano, aunque quizá un poco escaso para competir en las olimpiadas.
Ingresé en una academia privada, África la bautizamos, donde pagaba con 200 pesetas al mes las clases de preparación para los exámenes libres en el instituto Alfonso X El Sabio de Murcia. No había más.
Al poco, mi padre dejó de pagarme las clases. No podía. De modo que, como yo quería seguir estudiando, me puse a trabajar cobrando los recibos de socio a los agricultores de todo el término municipal.
No tenía bicicleta así es que, primero desmoté pieza a pieza una vieja de mi padre, la arreglé parcialmente (no encontré los frenos) y la pinté. Me sirvió durante un tiempo. Aprendiendo a montar le pisé los zapatos a Ginés, el único guarda municipal que había en el pueblo, de modo que tuve que emplearme a fondo para dominar aquella “máquina perversa”. Poco después, obligado a cambiar, le quité el motor a una motocicleta vieja (un mosquito), y lo utilicé como bicicleta, ésta ya con frenos. Todo un lujo.
A los 15 años obtuve una beca que me obligaba a ser oficial en lugar de libre, por lo que tenía que asistir a clase en el instituto en Murcia.
Me fui a Murcia. La búsqueda de una pensión allí da para escribir un libro. Iba con otro compañero, hijo del sargento de la Guardia Civil, cuyo padre, León se llamaba para más INRI, fue el encargado de la búsqueda. Un hombre autoritario y con poco criterio que nos sometió a un calvario, no solo por los lugares en los que nos ubicaba en función de no sé qué criterio, como por el control absurdo al que nos sometía. Enseguida me di cuenta de que tanto él como mi padre tenían un único objetivo: que no folláramos.
Todo lo que tiene de raro su objetivo lo tenía de estúpido y, para nosotros, de extraño. Dos becarios que habían sufrido dificultades económicas y que vivían en un entorno autoritario y socialmente complicado, no perseguían otro objetivo que salir del agujero. La sexualidad quedaba limitada a los deseos y al onanismo que los tranquilizaba.
Al final recalamos en la pensión Murcisol (precisamente a una calle del llamado barrio chino), donde compartíamos comedor con otros estudiantes de derecho, de comercio y de otras carreras, casi todos universitarios; aunque también había algún que otro trabajador más adulto. Allí nos enteramos por Lorenzo Lara Lara, de Villarrobledo, de que habían matado a Kennedy (poco después nos lo confirmaría la pequeña televisión en blanco y negro que colgaba de una esquina del comedor), y de otras noticias que hoy nos parecen historia o casi prehistoria.
De la comida de la Murcisol, de los bocadillos de atún con mayonesa o de mortadela que me pasaban por 1,50 pesetas las del kiosko del instituto, primas del sastre, mi vecino del pueblo, prefiero olvidar sus condiciones organolépticas y el germen de úlcera que sembraron en mi estómago.
Luego vino seguir con la beca, elegir carrera, trabajar y estudiar y hacer frente a la familia. Todo a la vez.
Probablemente fruto de una precipitación, pero también, de unas ganas terribles de salir hacia delante, de no temer al futuro, de ilusión, de constancia y de olvidarnos de nosotros mismos; pues en aquellos años no dejamos ni un minuto de nuestro tiempo, ni un céntimo de nuestros recursos y ni un ápice de esfuerzo para nuestro placer personal. Fue, a mi entender, el sacrificio de una generación para dar un salto adelante desde el punto de vista económico y social.
Ese salto hacia adelante que ahora se está dilapidando con la pasiva complicidad de todos.
Pero no es mi objetivo hacer una biografía ni nada parecido. He comenzado así porque me resulta extraño escuchar hoy en día decir que “la situación es muy mala” (prefiero no escribir la palabra crisis; pues sería demasiado estúpido por mi parte). Me callo pero por dentro me revelo porque tengo memoria y recuerdo el pasado de mi generación, que no fue en absoluto malo, pero que sí fue lo que he manifestado aquí, así como otras cosas que me guardo; y, aún peor, me imagino el de mis padres o el de mis abuelos.
Ahora reflexiono y me doy cuenta de que a lo largo de nuestra vida nos han ensañado, y hemos aprendido, a leer y escribir primero, luego matemáticas y otras disciplinas; finalmente una profesión, un trabajo o una carrera. Lo mismo me da que me da lo mismo. En definitiva, a ser responsables, a trabajar, a esforzarnos, a hacer las cosas lo mejor posible, a comportarnos socialmente (algunos hasta de forma solidaria) y muchas cosas más.
Y ahora viene la sociedad y nos dice que “se acabó”. Que no podemos seguir dentro de su engranaje, que no le somos de utilidad para sus objetivos. Objetivos que esa misma sociedad desconoce, a medio y largo plazo. También a corto, me temo.
Todo esto sin habernos enseñado qué es lo que tenemos que hacer ahora. Cómo hemos de comportarnos y a qué tenemos que dedicar nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestros conocimientos y nuestros recursos. Esos elementos que hemos estado entrenando y formando durante tanto tiempo.
Todo esto me obliga a afirmar categóricamente lo siguiente: “Ese ente impersonal, parte dominante de la sociedad, que nos coloca en tal situación, creo que nos está subestimando.”
Y hay una segunda parte que se traduce en pregunta: “¿Se apoyan para cimentar su comportamiento en la generación que nos sucede?”.
Vaya por delante que es una generación que me merece el mayor de los respetos. Una generación en la que tenemos una parte muy importante de responsabilidad. Una generación a la que, en contraposición con nuestra trayectoria, hemos arropado para que se deslice por la vida sin ningún tipo de dificultades, por lo que está probablemente falta de entrenamiento, a pesar de ser ya bastante adulta.
Su espíritu de sacrificio está algo desentrenado y, a menudo, se sienten mal, avergonzados, culpables y con baja autoestima.
No son conscientes de que el mundo son ellos, de que el país son ellos, de que el pueblo o la ciudad en la que viven son ellos. Están esperando que “alguien” venga a hacer algo por ellos, sin darse cuenta de que son ellos mismos quienes tienen que hacerlo.
Están centrados en lo que TEMEN en lugar de en lo que TIENEN. Y eso lo acusa el estado de ánimo, lo acusa el funcionamiento de su cerebro y lo acusa la sociedad. Son victimistas y conformistas, y se centran en las tímidas oportunidades de satisfacción personal que les brinda el hoy para aparcar el mañana. Parasitan temporalmente el legado de anteriores generaciones y se esclavizan a un destino inmediato poco alentador.
Faltan “ganas”, porque lo que tienen les ha costado poco o nada. Sus dos males principales son el miedo y la pereza.
La libertad, en la sociedad actual, es la capacidad del ser humano de ser autosuficiente. Si no estoy equivocado en esto, ¡qué poco espacio de libertad disfrutan las generaciones que en el momento actual tienen la responsabilidad de liderar el mundo!
Y finalmente me hago una pregunta: ¿despertará la sociedad europea occidental de este falso sueño que la conduce al abismo... o seguirá anestesiada esperando el más estruendoso de los fracasos?
Leed el minilibro “indignaos”, escrito por un luchador nonagenario (Stéphane Hessel, francés de origen alemán, luchador de la resistencia y redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), que tiene más sangre en las venas y más neuronas útiles en su cabeza que muchos colectivos juntos.
Él se dirige en su libro a las nuevas generaciones, de las que todos esperamos mucho, pero no hay que descartar que otros grupos encuentren en su invitación la forma de dar sentido a su existencia.
Así lo veo.