No
recuerdo con exactitud pero sí que estaba a caballo entre los años cincuenta y
sesenta del pasado siglo. Yo hacía poco que había cumplido los 16 años, que
aunque no era ni es mayoría de edad, ya nos dejaban entrar en mi pueblo a los
bailes del casino.
El
baile de noche vieja iba a ser mi estreno. Durante el verano habíamos bailado
profusamente el grupo de amigos y amigas, en casas de unos y de otros. Maricarmen
llevaba el pic-up y discos, nosotros poníamos refrescos y algo de picar, y al ritmo
del incipiente rock sudábamos la camiseta, reíamos y disfrutábamos rozándonos.
Eran los “guateques”.
Me
puse para esa noche mis mejores galas: un jersey que me había tejido mi madre,
unos zapatos que acababan de ponerles medias suelas bien lustrados de crema y
unos pantalones que mi madre me había cosido de unos viejos de mi padre. Los
pantalones tenían un zurzido a la altura de la rodilla que no se había podido
evitar y, antes de entrar al baile se me había rasgado un poco.
Entraron
mis compañeros sin problemas pero el conserje que custodiaba la puerta me miró
de arriba abajo y me dijo: sin chaqueta no se puede entrar (yo no tenía
chaqueta, sólo el jersey), a lo que yo le contesté: “esto es una chaqueta
aunque sea de lana”. Movió la cabeza de un lado a otro y volvió a mirarme de
nuevo. Y entonces fue cuando me dijo: “pero no con los pantalones rotos”. Un
sudor frío de resignación me bañó por dentro. Me tragué varios litros de
tristeza en forma de saliva y me dí media vuelta.
Pasé
la noche con mi madre y mis hermanos. Nos comimos las uvas que nos había traído
mi abuela escuchando las campanadas de la Puerta del Sol que narraba un tal
Matías Prat con el mismo tono con que radiaba las corridas de toros y los
partidos de fútbol.
Al
día siguiente escuché con tristeza y envidia lo que me contaban mis amigos del
baile de la noche anterior. No tardé en olvidarlo.
Ahora,
más de cincuenta años después, concretamente ayer, me vino todo a la memoria.
Se puso delante de mi como si fuera hoy. Lo reviví y al hacerlo no pude evitar
una risa nerviosa que acabó en carcajadas que tuve que silenciar para no llamar
la atención. Todavía no sé de qué me reía pero quiero suponer que del ser
humano, incluido yo, por supuesto.
Y,
¿por qué?... porqué ocurrió.
Estaba
invitado a una fiesta y acompañé a una amiga muy especial. Una amiga
distinguida que también se podría calificar como “cool” como “pija” o de
cualquier otra manera, pero sobre todo es una amiga. Tiene imagen, cuerpo,
sonrisa y estilo, y puede disfrutar de todo junto.
Pues
bien, quedamos una hora antes en su casa y, nada más entrar me dice: “qué te
parece esta camisa…”, era de color fucsia (nunca he sabido qué color es el
fucsia) con un hombro al descubierto, enseñando el tirante del sujetador blanco
y le sentaba bien. Se lo dije. Enseguida añadió: “lo que no soy capaz es
de encontrar unos pantalones que le vayan”. Se puso unos, luego otros y
finalmente dijo: “vámonos, pasaremos por X (omito el nombre para no hacer
publicidad) y me compraré unos pantalones”. Íbamos en la moto, así es que no
tuve problemas en aparcar a la puerta y entrar con ella. Mientra elegía me
entretuve mirando una revista de moda en la que aparecían modelos muy serias
sin apenas formas en su cuerpo y, por supuesto, sin nada de pecho. No fue mucho
porque ella enseguida encontró lo que buscaba, unos pantalones de vaquero,
actualmente “blue jean” muy gastados y con varios rotos. Pagó por ellos algo más
de 300 € porque como es cliente le hicieron descuento.
Salió
de allí luciendo una luminosa sonrisa, además de la blusa, los “blue jean” y su
piel bronceada allá donde se dejaba ver. La fiesta fue una más, mucha gente
amiga (mejor conocida, amiga es otra cosa) de mi amiga y eso que llaman
“glamour” que tampoco sé qué quiere decir.
Conversé,
bebí y me lo pasé bien, sobre todo porque su compañía es agradable. Con ella no
tengo que fingir y me acepta como soy, lo que no es poco.
Pero
en un momento de la fiesta, mientras miraba los destellos del cristal de
bohemia de una original lámpara que colgaba en un lateral, me acordé de aquella
noche vieja en la que no pude bailar con mis amigas porque los pantalones que
me había cosido mi madre de unos viejos de mi padre, tenían un zurzido que se
había desgarrado.
¿Será
que cambian los tiempos o será el ser humano el que cambia?. Bueno, deben de
ser los tiempos; los seres humanos no cambiamos nada, continuamos siendo igual
que antes. Igual de estúpidos, claro.