Siempre he vivido junto al mar, pero si quisiera ser más
estricto, cerca, muy cerca del mar.
No obstante, han pasado días, semanas, e incluso a veces
más de un mes, sin que mis ojos se llenaran de su azul, sin oler su humedad
salada y huérfanos mis oídos de ese éxtasis tan especial que producen las olas
al golpear el litoral rocoso, o de manera más dulce al lamer las arenas de la
orilla.
Sonidos ambos de inigualable encanto secreto, del que nos
resulta difícil prescindir a los acostumbrados.
Fuere del modo que fuere, yo, como cualquiera que está
atrapado por el mar en sus orígenes, solo necesitamos saber que está ahí; y no
nos importa el abandono temporal, que no lo es tal, porque ambos sabemos que
nos tenemos al alcance de la mano.
Ahora me doy cuenta de que he repetido su nombre en
masculino, cosa que hago cuando escribo, a diferencia de cuando hablo que digo
la mar.
Ese doble género siempre me ha fascinado, su posibilidad
de ser lo uno y lo otro, de serlo todo.
Lo que me lleva a un objetivo nuevo, a aunar una cosa con
la otra; por una parte el no tener que estar siempre junto a él, o junto a
ella, para sentir que está cerca, y por otra a disfrutar de su riqueza de
géneros, de su energía.
Días pasados ha ocurrido algo único y no deseado, aunque
inevitable, encuentro el doble sentido entre la mar y el triste acontecimiento.
La vida abandonó a mi madre, a la que tampoco yo llamaba
todos los días ni iba a visitarla, pero que ambos sabíamos que estábamos, como
lo sabe la mar.
Aprendiendo a vivir
sin ella, asocio a su necesidad la del género femenino de la mar, y me siento a
su orilla dejando que la vista se pierda en la fina línea que la separa del
cielo.
Porque todo lo demás está vacío.
Marzo-2018 (c)