Tras una película y media, dos pseudo-comidas, 6 horas de
un sueño algo frio y varias de conversación, pisamos la costa del Pacífico al
sur del Ecuador
Son las 5 de la madrugada, aún no ha amanecido (aquí, de
6 a 6 es de noche y de 6 a 6 de día).
Al amanecer impacta una capital difuminada en una niebla
alta y continua que no diferencia el mar del cielo; y que nos va descubriendo
edificios altos e insulsos que plantan cara al acantilado que se deja caer
sobre el océano.
Entre 10 y 12 millones, 1/3 de la población del país, se
distribuyen horizontalmente en varios municipios indiferenciados, continuamente
surcados por vehículos de todo tipo de pelaje. La ley del más audaz, del más
temerario, aunque sin graves accidentes evidentes, les hace fluir cansinamente.
Al acantilado que separa la ciudad del mar, lo intentan
contener con redes y plantas, sin demasiado éxito.
Miraflores, el
barrio más occidental (no geográficamente), tampoco se salva de la tónica
general. Más allá Barranco, el
barrio bohemio, y luego Chorrillos
con su faro y su pequeño puerto pesquero-deportivo.
Desde arriba llama especialmente la atención el
restaurante La Rosa Náutica, un
balneario muy parecido al que se encuentra junto al aeropuerto de Buenos Aires. Aunque ya nos advierten
que es mejor la imagen que su cocina.
Mientras preparan la habitación en el hotel, que está en Miraflores, cerca de la plaza Kennedy, más conocida por la de los
gatos, aunque hay aún más palomas que felinos, recorremos la costa para ir
desmitificando uno a uno todos los lugares que ensalzan las guías turísticas.
Llama la atención la profusión de carteles indicando el
peligro de tsunami y las vías de evacuación. Vías, por cierto, nada fáciles de
encontrar. Eso me hace suponer que aquí los tsunamis son más “relajados” que el
tráfico.
El centro de la ciudad lo determina la plaza de Armas,
como así será en absolutamente todas las ciudades y pueblos del país.
A partir de allí se aglutinan los edificios coloniales
más emblemáticos. Municipalidad, Parlamento y Gobierno, cuando los hay, pero
sobre todo Iglesias y Catedrales (de estas siempre hay en abundancia), todas
absolutamente de dos torres, lo que parece que quiere decir que están dedicadas
a la virgen (una, la que sea, porque como hay tantas; y eso que los libros
sagrados apenas hacen referencias a ellas).
Los agentes de la autoridad proliferan en el centro con
sus vistosos uniformes. Son sobre todo mujeres. Hago la pregunta y siempre me
responden igual: son menos accesibles a la corrupción.
No parece muy cierto que todo sea aquí relajado como nos
han dicho; al menos en la conducción. Intento que me respeten cuando cruzo un
paso de cebra y me resulta extremadamente difícil. Pongo la mano y me lanzo
temerariamente, y a menudo tengo que recordar cómo le di el tercer pase a
aquella vaquilla en la fiesta de comunión de la hija de un amigo, para llegar
con vida al otro lado de la calle.
El principal instrumento para conducir es sin duda el
pito (del coche), y cuanto más suene mejor; otra cosa sería averiguar por qué se
pulsa.
Voy a cambiar unos dólares a la oficina que mejor precio
ofrece y, por la tarde, me advierten y aseguran que uno de los billetes de 100
soles es falso.
Devolvérselo hecho pedazos a quien me lo dio sólo sirve
para relajar mi indignación. Ahora ya se diferenciar un falso de uno bueno.
En el tránsito de coches destacan los microbuses sin
puerta que van voceando sus destinos, a pesar de que los llevan escritos por
todas partes. Eso me recuerda a Java, donde me dijeron que lo hacían porque
todavía mucha gente no sabía leer el destino indicado sobre el parabrisas.
Comemos “ceviche” con vistas al mar y al parque del amor,
y descansamos ya en la habitación.
Al otro día nos recogen para visitar “Pachacamac“(una de las pocas ocasiones en las que hacemos visita
en grupo, el resto gozaremos de guía y transporte exclusivo). Interesante
complejo de edificios encaramados en una ladera hasta la que casi llegan las
viviendas de adobe y ladrillos sin enlucir, que conforman todo lo que no es el
centro de la capital. Tal cual un pueblo de nuestros vecinos del sur.
Desde este interesante lugar, donde hay un flamante
museo, se puede divisar la costa del Pacífico
y la “transamericana” que va desde Alaska
a Ushuaia.
Pachacamac recibe su nombre del ídolo (dios) inka del
mismo nombre. Es una palabra quechua que quiere decir “creador de la tierra”; y
probablemente también dios de los terremotos, una de las principales
preocupaciones de los habitantes del lugar, por su proximidad a las placas
tectónicas de Nazca. Parece que el
lugar era un centro de peregrinación y ceremonias.
No obstante, y aunque casi siempre se habla de cultura
inka, nos recuerdan que existieron hasta 87 culturas anteriores (preinkas),
siendo la más antigua conocida la cultura “lima”, probablemente la segunda más
antigua del planeta tras la mesopotámica.
En el lugar destaca la dedicación al sol, su principal
dios junto con la pachamama (la tierra). Aunque actualmente, y en general, sus
creencias se ven mezcladas con las de la religión cristiana, introducida a sangre
y fuego por los conquistadores, las originales no han desaparecido, a
diferencia de otros lugares también invadidos por los llamados conquistadores.
En el museo aparecen (y aparecerán siempre y en todas
partes) los tres mundos, representados por tres animales: el mundo superior por
el cóndor, el mundo actual por el jaguar, y el inframundo por la serpiente.
También vemos por primera vez cómo realizaban sus
enterramientos. Se han conservado muy bien a pesar de que no utilizaban ningún
tipo de tratamiento (embalsamamiento), debido principalmente a las condiciones
climatológicas. Una curiosidad es que se hacían en cuevas excavadas en las
montañas y en posición fetal. El objetivo es que fueran “semillas para el
futuro”; de ahí podría venir el nombre de cementerio: semen-eterio.
Para tener una idea de lo que fue el imperio Inka en el
momento de su máximo esplendor, hasta la llegada de los hispanos, contaba con
unos 12 millones de personas y tenía su capital el Puno, aunque sus orígenes lo
sitúan en Cusco (Cosco, que quiere decir ombligo del
mundo; privilegio que la mitología reserva para el lago Titiqaqa, así lo
escriben).
Salimos del museo para visitar el templo de la Luna. Construido de adobe (el adobe es
siempre una mezcla de barro con paja, moluscos o piedras), si bien para la
parte baja – cimientos - utilizaban solamente piedra, con el fin de proteger su
estabilidad.
Las ruinas ocupan una colina muy extensa, así es que
continuamos para observarlas desde una zona más elevada, puesto que no se puede
penetrar (están en restauración). Visualizamos lo que fue una ¿cárcel?
¿colegio? (¡qué eufemismo!) o algo parecido, donde se recluía a mujeres
jóvenes, escogidas por los sacerdotes desde niñas (a veces desde el vientre de
la madre), con el fin de que realizaran diferentes trabajos especializados. Y
también para los sacrificios que se realizaban para “aplacar” a los dioses;
cuando éstos enviaban terremotos u otras catástrofes. Era entonces cuando se
realizaban a tales barbaries. Y el que fueran mujeres vírgenes tiene (tenía)
que ver con que las mujeres son símbolo de fertilidad y de continuidad de la
especie. ¡Toma!
El “lugar” estaba vigilado por guerreros castrados, y a
él sólo podían acceder los sacerdotes. No se sabe si estos también estaban
castrados.
¡BUENO, BUENO! Qué enseñanza, por cierto bien aprovechada
en la actualidad por otras culturas. Con sus lógicas modificaciones para
occidentalizarlas. Con que se avisen por “whatsap”, ya se pueden elevar a la
categoría de normales.
Como aún es temprano y el hambre apremia, tomamos un taxi
a Mixtura. Se trata de una feria
anual de alimentación, ubicada en unas carpas frente a la bahía de la Madalena.
Hay muestras, venta y degustaciones de los productos que
producen estas tierras: frutas, papas, chocolates y todo tipo de raíces y
plantas poseedoras de todos los omegas, alfas, betas y gammas del alfabeto
griego.
Comemos, bebemos, departimos y disfrutamos durante más de
dos horas, hasta sentir que nos llama a voces la cama de la habitación del
hotel.
[Pasamos la tarde tomando TÉ y charlando con un amigo que
vive y tiene sus negocios en Lima. Él nos instruye algo más sobre estas
tierras.]
Cuando el día ni tiene pensamientos de amanecer, nos
avisan de que nos esperan para llevarnos al aeropuerto. Son las 3 menos cuarto.
¡UFF! Parece que huyen de los atascos de las horas punta, ¡y de qué manera!
Alrededor de las 7, un viejo 737-400 nos deja caer,
dormitando aún, en el aeropuerto de Arequipa,
la segunda ciudad de Perú, donde
viven más de millón y medio de andinos.
Hemos atravesado durante más de una hora un inmenso
desierto de montañas de media altura. Un paisaje duro y aburrido de tierra
arrugada por manos gigantescas, sobre la que el cielo nunca llora.
Arequipa es una zona sísmica, cruzada por un río que
recuerda los oasis del Atlas africano; sólo hay verdor junto al cauce.
La ciudad está vigilada al fondo por un pico de más de
6.000 metros (es la parte masculina), que no parece tan alto al estar la ciudad
a 2.400. Ahora sus crestas están discretamente nevadas; y enfrente, con algo
menos de altitud, un limpio triangulo, que recuerda al Puig Campana, al que se le atribuye la feminidad.
La ciudad es muy extensa, salvo un par de torres no se
superan los dos pisos, una forma de defenderse de los movimientos sísmicos, el
último hace dos semanas.
En la suave ondulación de su entorno se amontonan los
barrios de clase media, los pobres y los más pobres; mientras que las quintas
se reservan los privilegios, tanto en extensión como en ubicación.
En los edificios públicos que se distribuyen alrededor de
la plaza de Armas, hay andinos de piel tostada uniformados, para controlar la
entrada, o simplemente para abrir y cerrar las puertas.
Lo mismo ocurre en los bancos y grandes empresas.
Fijándome bien se confirma mi sorpresa de que son
clonados.
Voy al hotel y busco la horizontal hasta el mediodía.
Tengo que dosificarme.
Por la tarde gozo de una visita guiada por mi compañero,
el cual se ha instruido durante mi sueño. El lugar es el Monasterio de Santa Catalina, dedicado a monjas de clausura y actualmente
en activo.
La parte antigua la muestran sin recato (¡hay que tener
valor!), no así los aposentos y estancias actualmente en uso. Pero este
monasterio requiere de una explicación detallada y extensa, así es que quien
quiera que venga y lo vea.
Y con hoy van CUATRO días. Seguimos en Arequipa.
El desayuno en la terraza, lejos del estresante tránsito,
nos anima a averiguar en qué vamos a emplear el día.
Nos dirigimos a la plaza de Armas y, nada más salir me percato de que las polis también son
clonadas. Me sorprende que nadie se haya dado cuenta (quizá disimulan).
Tomamos té en la terraza del primer piso de un edificio
colonial desde el que se ve una panorámica muy interesante de la plaza, casi
totalmente peatonalizada, y de las montañas nevadas poniendo fondo a las torres
de una catedral (una, porque haberlas las hay, y en profusión).
Luego, tras un sutil regateo con el que conseguimos mitad
de precio, contratamos un tour de 4 horas por las afueras. De ellas al menos 2
horas se irán en traslados.
Vamos a tomar el famoso helado de queso (de sabor
parecido a la vainilla) con pisco, nada del otro mundo, y a continuación al
Mirador de los volcanes, desde donde se puede apreciar el valle Chilina, que toma su nombre del río Chili, que significa frío. Continuamos
el camino y nos van describiendo los diferentes edificios por los que pasamos:
iglesias de estilo barroco mestizo, en las que se mezclan los motivos inkas con
otros propios de la religión católica; la casa del Arzobispo Goyeneche (no, nada que ver con el excelente tanguista),
que fue un benefactor de la ciudad, pues incluso pagó la construcción de un
hospital (¡qué buenos son los padres escolapios…!).
Recaemos en la mansión del fundador de Arequipa, auténtico “pupurrí” de
objetos que han montado un grupo de espabilados; desde la que se ve la ciudad
en panorámica, y donde sorprende que desde tan extraordinaria quinta el
fundador no se avergonzara de lo que fundó. Nada que ver una cosa con la otra,
hasta el punto de quedar convencidos de que no era merecedor de sus aposentos.
Lo que más llama la atención del lugar son las pinturas
de la escuela cusqueña, todas ellas anónimas, como era preceptivo en la citada
escuela. También una enorme escultura en el jardín en la que se representan dos
toros en lucha, uno de los espectáculos más populares de Perú (está bien que
los que tienen cuernos luchen, pero entre ellos).
Nos cuentan que la mansión tuvo varios propietarios, por
causa de herencias, así como por tenerla que abandonar los jesuitas cuando
fueron expulsados por Carlos III de Sudamérica ¡Ay! Si Carlitos levantara la
cabeza).
Seguimos a un curioso Molino movido por las aguas de un
canal, el cual continúa funcionando a la perfección, aunque sólo para
demostraciones. En el edificio hay varios aperos agrícolas ya en desuso, así
como unos corrales con alpacas, llamas, vicuñas y guanacos, con el fin de
completar el espectáculo. Al finalizar el hambre corroe, y hay que retener los
jugos ante los puestos de fritanga donde ofrecen papas rellenas de cebolla y
tomate, panochas de maíz de granos enormes con queso salado y otras extrañas
viandas. Y como el hambre sólo se aplaca dejándose llevar, pues: ¡hágase!
Luego, cómo no, también visitamos una tienda de prendas
de alpaca. Todos se afanan en ofrecer “alpaca baby” (la de primer corte), cosa
que o te lo crees o no te lo crees. Los precios son prohibitivos.
Cada vez que bajo del autobús (¿por qué no ómnibus?) me
esperan mis enemigos los mosquitos, en sus diferentes especies, y hasta
posiblemente género. Ni la esencia de té, ni la de eucaliptus, ni el “vicks
vaporub” ni tampoco la manga larga los disuade. ¿Qué tendré yo para las hembras
(de los mosquitos)?
En la tarde nos abandonamos a la equivocación entre
cuadra y cuadra, hasta que vemos un cartel que invita a una charla cobre
medicina Cuántica en el hospital General.
Con tiempo temamos un taxi, más que nada porque los mapas
a menudo no son fiel reflejo de la realidad, y porque una de las muchas
virtudes de los pobladores de estos lugares es que, a cualquier pregunta,
contestan con todo detalle, lo hacen de manera que resulta imposible ajustar la
respuesta a la pregunta. Esto nos deja boquiabiertos y no acertamos a decir
nada más que “gracias, muy amable”.
Llegamos puntuales, entramos en el hospital, preguntamos
por la charla y… nadie sabe nada. Insistimos y, finalmente, nos conducen por
intrincados pasillos de luz mortecina y pequeñas ventanillas vacías hasta un
inmenso teatro en el que apenas hay media docena de personas. No está ni el
conferenciante. Aquí si son fieles a su tan cacareada impuntualidad. Nos
sentamos en primera fila.
Al poco aparecen dos técnicos con ordenador y proyector
que pasan varios minutos intentando ajustar los artilugios, mientras va
llenándose la sala.
Por lo que habla el supuesto conferenciante con una
colega, entendemos que su lengua materna es el portugués, y que de castellano
anda flojillo.
Media hora después (a diferencia de nuestros guías, que
están con 10’ de antelación) comienza la charla en portugués, para cuya
traducción se buscan voluntarios (estoy tentado de ofrecerme para hacer una
traducción modelo “Tip y Coll”, pero desisto).
Como lo que aparece en pantalla está también en
portugués, pero son “corta y pega” de varios libros con la reseña al pie, me
basta con eso. Y así hasta que ocurren dos cosas: una, que un asistente
intrépido se autoriza a incorporarse al micrófono y le arrebata todo el
protagonismo al brasileño, y otra que les resulta imposible ocultar de que se
trata del acto de reclutamiento de una secta (religiosa para más INRI).
Hacemos un mutis por el foro, y junto a nosotros escapa
uno de los traductores del acto. Gracias a él conseguimos salir de aquel
laberinto de pasillos ya totalmente oscuros, que acaban siempre en puertas
cerradas.
Ya fuera, el improvisado guía se extraña de nuestra
presencia allí; ante tal pregunta nos apresuramos a averiguar algo sobre la
charla, y nos confirma que sí que es una secta.
Compartimos taxi al centro conversando y vamos a tomar
unos creps en un restaurante francés. El tipo no parece que sea una persona
estándar, pero como tampoco nosotros lo somos, la velada resulta interesante,
si bien no duele olvidarla.
El quinto día sí que podemos desayunar a una hora normal.
Aquí los desayunos son de 4 y 1/2 a 8.
Luego nos llevan a la estación de autobuses, vamos a Puno. Tras los protocolos de boletas y
tickets, nos sitúan en primera fila de la clase business del autobús. Delante
tenemos un panel negro que separa del conductor, del wáter y de la subida al
primer piso. Sólo puedo ver por la ventanilla.
El lugar es perfecto para que resulte un calvario para
mí; eso sí, de sólo 7 horas, con una parada de 5’ para cambiar de conductor, en
la que no podemos movernos del sitio.
Primero me entretengo observando el desierto que
atravesamos, con frecuencia lleno de mierda, y luego observando a lo lejos la
boca de un volcán que fuma su pipa echando largas bocanadas.
Pero no tarda en aparecer el mareo y sus consecuencias,
que llegan hasta el interior de la vesícula. ¡Todo un placer!
Tras esos 420’ paso el resto del día en la cama del
hotel, tomando muña (menta andina). Me propongo hacer lo necesario para no
repetir eventos similares. Y lo cumpliré. Ha sido un día aciago, sólo aliviado
por un masaje de más de una hora con que me ha regalado la fisio del hotel
antes de acostarme.
Puno, junto al lago Titikaka
(Titicaca o Titiqaqa, el nombre es
quechua, una lengua que nunca se escribió hasta el siglo XVI), es una ciudad
que crece más que por un desarrollo social y económico, porque la televisión es
muy mala.
Su puerto, abarrotado de lo que yo llamo “pateras”, tiene
una contaminación que no creo que se pueda medir. El nuevo presidente del país,
con apellido de la Europa oriental y nacido en EE.UU. ha prometido que
construirá 12 depuradoras (jejeje).
Así es que animados por un futuro tan prometedor, qué
pueden hacer los nativos sino llevarnos a Uros, a ver las islas flotantes
hechas de totora, y luego a disfrutar de la hospitalidad de Lidia en Amantani (su hija, una adolescente muy aseada da clases a los niños
de la isla, gracias a las donaciones de la agencia de viajes que nos ha
organizado el viaje. Está agradecidísima. Nosotros también).
El espectáculo en Uros
es totalmente turístico, como lo es en África el de los batusi o la visita
a los nativos en Etiopía; eso sí, ligeramente diferente a las reservas de
indios de los Unidos Estados del continente americano; porque esos sí que se
salen del tiesto (¡pobres!).
Subimos al templo del sol a ver atardecer en lo alto
(buen pateo), bajamos a cenar a casa de Lidia
y, por la noche, nos disfrazan para que bailemos y bebamos cerveza en el salón
del pueblo.
En estos actos, el comportamiento de las personas delata
sus orígenes de inmediato. Los mediterráneos se comportan (nos comportamos)
siempre igual, pero los centroeuropeos, incluidos los anglosajones, pasan de
una timidez preocupante a otra actitud más preocupante aún. Entonces es cuando
a mí me apetece irme a dormir. Enciendo el frontal y desando lo andado, aquí
siempre cuesta arriba.
Antes de las 6 de la mañana abro la ventana, desde la que
se ve allá abajo el Lago Titikaka,
para que penetren los primeros rayos del sol que ha prometido visitarnos a
nosotros los primeros.
El cielo está limpio y una pequeña embarcación va
bordeando la costa empujada por las lentas remadas de un hombre que permanece
erguido en la proa. Es una diminuta sombra oscura sobre el fuego con que van
tintando la superficie del lago los primeros resplandores. Fuera hace frio, y
dentro también. He dormido con tres mantas. Las ventanas cierran pero menos.
La llamada a desayunar alivia nuestra espera. El desayuno
es apetitoso y bien cocinado, como lo fue la cena. Siempre con productos de la
tierra. Para finalizar muña, la deliciosa menta andina o la siempre presente
coca.
Dejamos Amantani y
nos dirigimos a Taquile, otra isla en
este gran lago de más de 250 km de largo y otros 50 de ancho de media. Tiene
unas costas en Bolivia y otras en Perú. En sus altiplanicies se cultiva
la mejor “quinua” y su altitud lo hace único en el planeta.
Pasamos parte del día en Taquile, visitando una de sus principales aldeas. La plaza
principal, de tierra, está sembrada de jóvenes europeas que toman el sol
tiradas aquí y allá, como lo harían en cualquier playa del mediterráneo. Todo
un espectáculo.
Unos pequeños torreones de adobe, así como los edificios
que la rodean, también de adobe y ladrillos, le dan un aspecto pseudocolonial
por su forma. Al pie del torreón principal hay un hombre y una mujer vestidos
con atuendos de típicos, probablemente para suscitar los deseos de ser
fotografiados y también quizá para conseguir alguna propina a cambio.
A mediodía nos adentramos en el pueblo y vamos a comer a
un restaurante en el que volvemos a disfrutar de una comida agradable, entre la
que quiero destacar una trucha muy bien cocinada.
Luego, un hombre nos hace una demostración de cómo
obtener en un instante champú de una planta llamada “chujo”, así como lo suave
que queda el cabello tras ese tratamiento. A mi esos placeres no me interesan
en absoluto. Cuestión de casta (no caspa).
Bajamos hasta el puerto por una senda intrincada, pues el
pueblo está en lo alto, y tomamos de nuevo la barcaza hasta Puno.
Cubierta la etapa de la visita al lago Titikaka, nos
disponemos durante un día y medio a visitar dos lugares singulares:
Han pasado siete
días…
De entre el templo Fálico
en Chucuito (junto a una iglesuela casi románica), la necrópolis de Sillustani y Aramu Muro, me quedo con la última.
Nos lleva un conductor silencioso y un guía muy
reservado, aunque una vez que le manifestamos nuestro interés por conocer algo
más profundo, esotérico y espiritual, el guía comienza a hacerse un poco más
abierto y locuaz, pero sin elevar demasiado la voz.
Hijo de madre aimara y padre quechua, domina las dos
lenguas. Llegamos junto a la montaña y nos aleja un poco de ella para mostrarnos
la “puerta tridimensional” con más perspectiva.
Hablando de un modo impersonal y dejando lo que dice casi
siempre en boca de los pocos habitantes de un caserío próximo, pero sin dejar
de lado lo que la historia asume, no hace observar algunas similitudes entre el
perfil de la montaña y la carena de un cóndor o el perfil de seres gigantescos.
La puerta es una hornacina de forma trapezoidal,
suficientemente alta como para que pudiera pasar un ser gigantesco y de más de
un metro de ancha. Cuenta con una pequeña hendidura a la altura del ombligo y
con otras dos hendiduras verticales más profundas a lado y lado, distanciadas
60 centímetros aproximadamente de la puerta.
Cuentan (se dice)
que fue construida por seres gigantescos para pasar a otra dimensión, tras un
rito que suponía finalmente poner el ombligo en la hendidura central.
Nos dice que los vecinos del poblado cercano, algunas
noches, ven luces y oyen ruidos en el lugar.
Y un en un tono algo jocoso, cuando ven que alguien llega
a visitar el lugar, comentan: “si sólo hay una montaña y una puerta horadada,
¿vienen a ver los ovnis?”. Parecen estar acostumbrados a que ocurra lo que
ocurre, y a que algunos vayamos a visitar el lugar. No demasiados porque ahora
estamos absolutamente solos.
Mi compañero se aventura un poco a la experiencia “del
ombligo”, mientras yo observo desde lejos junto al guía. Finalmente vuelve
junto a nosotros sin acabarla a
disfrutar del relato del guía (tenemos pagados los hoteles y el vuelo de vuelta
y no quiere perdérselo).
Siguiendo con el relato esotérico al que alentamos al
guía, nos dice que el lugar pudo haber sido construido por una raza de gran
altura (5 ó 6 metros) y de sangre dorada. De la sangre de los que fueron
enterrados dicen que provienen las minas de oro.
Que su cultura fue “recontrasolar”, la cultura “muria”, un mundo anterior a la
Atlántida, de la cual algunos se mezclaron con los entonces “humanos”. Que
viajaban en naves y que en algún momento se petrificaron.
Una vez al año viene un grupo de seres humanos con sus
maestros a realizar una ceremonia. Pasan uno o dos días y los que están
preparados, son personas puras, dicen que su espíritu pasa a otra dimensión, a
un mundo mejor, al nivel 7.
Para ello hay que alcanzar aquí el nivel 6; y parece que
los más equilibrados de los humanos estamos (están, están…) en el nivel 3, pues
nos lastra el egoísmo y la envidia (seguro que eso sí es pura verdad)
Acusan a los conquistadores (invasores) y a las creencias
religiosas que traían asociadas de ocultar estos lugares, ritos y creencias.
Que fueron durante muchos años sus principios, y que habían permanecido vivas
durante sucesivas evoluciones culturales.
Finalmente, antes de partir del lugar, lugar que a mí me
parece totalmente singular y en el que percibo una sensación que no he olvidado
ni un momento, nos informa del alineamiento de esta puerta con otros lugares
míticos de sus ancestrales culturas.
Al volver cruzamos la capital aimara. El chofer nos
comenta con cierta congoja, que hace pocas semanas quemaron al alcalde; al
parecer su gestión no era la que esperaban. Y también con cierto pesar añade
que “los aimaras son muy brutos”. Mientras el guía permanece con la vista
perdida y en silencio.
Por la carretera, camino
de Bolivia, nos encontramos
dos parejas o tres de ciclistas, cargados con sus alforjas y algo separados. No
tengo ninguna duda de que forman parte un grupo. Me dan envidia.
Ahora comentaré algo de Pisaq. Y es que después de Aramu
Muro me va a costar darle importancia a cualquier otro resto cultural del
pasado.
Sobre un cerro muy suave se levantan varios cilindros,
con la base algo más grande que su parte superior, a modo de troncos de
pirámide. Las piedras que los forman están perfectamente acopladas, como la
inmensa mayoría de lo que queda de sus edificaciones importantes. Algunos
tienen una pequeña puerta de forma trapezoidal. Y parece que se trató de un
lugar funerario; aunque también dicen que guardaban semillas en su interior.
Llama la atención que algunos cilindros han sido
afectados de forma importante por rayos, porque el lugar es propicio a las
tormentas. Y eso hace pensar respecto del magnetismo o carga eléctrica del
lugar.
Desde esta elevación se puede observar meridianamente la
isla circular totalmente plana, como cortada por una cuchilla, que ocupa una
parte importante del misterioso lago
Umayo, que se encuentra a nuestro lado. El guía nos dice que la visitó hace
algún tiempo, que en ella vivió un tiempo con un conocido y maestro suyo, el
cual tiene escrito un libro. Nos habla del Mensaje de los Apus, de Rubén Iwaki
y de un tal Oscar Kaisi. Lo dice con excitada ilusión.
Volvemos al coche por la única calle que hay, flanqueada
por tenderetes de recuerdos. Vamos saludando a las vendedoras que ya recogen
porque el sol se va a la otra parte, que también lo necesitan. Y a la vuelta
nos resalta las diferentes formas de riego que aún se practican, lo que una vez
más pone de relieve la importancia que los pueblos anteriores a nosotros han
dado a la agricultura, a la tierra, a los astros, a las estaciones, y en suma a
lo único que permanecerá, aunque no sé de qué manera.
El traslado de Puno a Cusco decido hacerlo volando, desde
Juliaca, que Puno no tiene aeropuerto. El ómnibus contratado promete 10 horas
de viaje, aunque ahora si con alguna parada, pero no quiero correr riesgos.
La compra del vuelo por internet desde el hotel resulta
complicada (más de media hora de teléfono, y subiendo 20 € cada 10 minutos…
jejeje). Pero al día siguiente resulta que hay huelga de transportes de turistas
(es una forma de llamarla, pero sí, la hay), así es que contrato con el hotel
que alguien me lleve al Juliaca, a tiempo para tomar el vuelo (13:30). A poco
más de las 10 me recogen. Pero comienza el ir y venir de aquí para allá por
entre el caos de la ciudad, buscando pasajeros incluso tocando al timbre de sus
casas, que por cierto “ni caso”; y yo a ponerme tenso. Con ya un cabreo tamaño
“king sice” le digo al conductor que hay un compromiso de llegar a hora a
Juliaca, a lo que me contesta que sí. Pero incluso ya en carretera – hay 50 km
– la situación no mejora. Le digo que si pierdo el vuelo la vamos a tener parda
y parece que algo se acelera, mientras comparte un helado con una señora que
viaja junto a él leyendo un periódico sensacionalista (casi todos son así); en
la portada hay un asunto de sangre y faldas. Pero en Juliaca todo se pone aún
mejor, porque hay que esquivar a los piquetes de huelga.
Tras más de un centenar de vueltas por callejuelas, y
otras tantas preguntas mías de “cuánto falta”, llegamos al aeropuerto al filo
de las 13:00. Salgo disparado y me encuentro con una sola ventanilla y una cola
de unas 200 personas, la mayoría guiris. Como no había podido sacar el
“boarding pass” el día antes, busco a una azafata, le cuento la papeleta y me
toma la maleta para ver si tengo que facturar. Y sí, pesa más de 8 kg (11,5)… A
partir de ahí no sé qué le digo, pero me pide el pasaporte, va tras el mostrador
y me trae la tarjeta de embarque.
Le doy las GRACIAS más que merecidas y tomo el vuelo.
Otro viejo Boeing pilotado por alguien que, o tiene parkinson o nos lleva sin
despegar atravesando montañas. Lo bueno, que la tortura dura solamente 35
minutos. Miro el reloj, es martes y 13.
Cusco me recibe envuelta en una humareda homogénea que,
en nariz, da pie a afirmar que algo se quema. Y sí, la quema de los restos de
una cosecha se han trasladado a otras y a todo el secarral que encuentran alrededor, tras un largo y
seco invierno.
Desde lo alto, me faltan dedos para contar sus iglesias,
que luego comprobaré están adornadas de portadas de un barroco mixto, porque
mezclan sus dioses (normalmente animales) con símbolos de la religión de los
invasores europeos. ¿Quién era más salvaje?, eso está por acordar.
Las iglesias o catedrales son todas de dos torres, lo que
supone que están dedicadas a alguna virgen.
Todos los taxis me piden 20 soles para llevarme a “la
Casa de Fray Bartolomé” (el hotel), excepto un joven que me pide 15; me voy con
éste último, que por cierto acaba de estrenar un toyota comprado con un
préstamo. Luego le daré 20 soles y le diré que se quede con las vueltas.
Me instalo en el hotel cuando todavía están arreglando
habitaciones. Vuelvo a percibir que esta labor la hacen solamente hombres.
Seguro que hay un motivo, o si no que le pregunten a DSK.
El resto del día visitando la ciudad, especialmente el
enorme mercado. En él tomo un delicioso zumo de mango, fresas y jengibre (hasta
tres vasos) y me harto a escudriñar sus productos y sus gentes. Así hasta que
en la tarde llega mi compañero. Tras unas vueltas por la plaza de Armas
cenaremos pizzas en un restaurante un poco pijo, en el que la gente no se mira
a la cara, sino continuamente al celular.
Al día siguiente, ya reagrupado con mi compañero,
volvemos al mercado. Allí comemos una sopa de quínua y una deliciosa trucha,
sentados en un poco de uno de los bancos que se agolpan donde sirven las
comidas. Nos sorprende el lavaplatos que utilizan: un barreño con agua en el
que meten y sacan los platos. ¡Lo contentas que se van a poner mis bacterias
cuando vean personal nuevo!
Nunca he tenido problemas en ninguna parte del mundo; sí
un enriquecimiento importante de mi riqueza bacteriana. Sé que sin ellas no
podría vivir, de modo que hay que estar agradecidos.
Más adelante tocará
Valle Sagrado, con algunas paradas
de poca relevancia, entre las que hay que destacar la correspondiente a la
comida, en un lugar paradisíaco, que al parecer fue la residencia del
gobernador cuando se fijó aquí la capital. Cierto que lo que ahora es el
pueblecito tiene una estructura que no difiere en absoluto de los pequeños
pueblos de la Mancha o Extremadura. Una calle larga a lado y lado de la
carretera, y alguna que otra mansión o estancia separada a uno y otro lado. En
una de esas, fantásticamente rehabilitada, convertida en “casa rural” con
jardines y cómo no, su iglesia en un lugar privilegiado, es donde nos preparan
el “bufé-libre” (yo lo llamo “la bufa de la gamba”, por ser el lugar en el que
los centroeuropeos se manifiestan como seres desenfrenadamente hambrientos ante
una orgía brasileña. “Orgía brasileña” sólo hace referencia a comida, lo otro
es bacanal). ¡Dan pena!
El Valle Sagrado
es realmente impresionante. Ante tal santuario natural no caben palabras, sólo
mirar y admirar.
Y finalmente OLLANTAYTAMBO.
Como todas las grandes construcciones Inkas, el lugar está inacabado. ¿Por
qué?...
Considerada como la mejor construcción Inka, tanto en
calidad de la ingeniería como en diseño, elección del lugar y un largo
etcétera; no escatiman en argumentos para justificar que quedara inconclusa.
Que si los lugares de las batallas debían de ser
destruidos (y allí se libró una), olvidados, ignorados o abandonados para
liberar el espíritu de los que allí morían; o que ante el riesgo de que no
fuera un éxito por el riesgo de que se desmoronara, tras contar con la alianza
de otros poderes, lo declaraban lugar no grato. Una incógnita.
Uno y otro argumentos son adoptados por diferentes
corrientes historicistas para explicar tanto esto, como cómo traían hasta el
lugar piedras de decenas de toneladas que luego encajaban perfectamente unas
con otras, sin que sus superficies fueran (sean) planas; es decir, que hacían
coincidir las partes cóncavas con las convexas. Y todo ello valiéndose al
parecer de piedras de río y poco más como herramientas.
Que si 10.000 personas trabajando ordenadamente, que si
troncos, arena o piedras de río para transportarlas (deslizarlas) ¿también
montaña arriba?, porque montaña abajo caen por su peso. Todo ello pretende
soslayar un completo desconocimiento de lo que fue y da abrigo a múltiples
teorías.
Ollantaytambo,
edificado sobre una construcción Guari,
pre-Inka, está orientado al este, y resulta un monumental espectáculo de
piedra, enclavado en una enorme vaguada entre dos montañas. Distribuido en
gradas muy bien diseñadas con drenajes y accesos insuperables; y una vez más
(no me canso) una sillería única por el tamaño de las piedras y por su
perfección. Nos dicen que está construido al 25%, y que fue abandonado ante la
amenaza de posible derrumbe (una teoría). Para ello Guachacute buscó la complicidad de los sacerdotes, ya que de continuarlo
y fracasar, podía suponer la muerte del inka.
No parece caber ninguna duda de que uno de los objetivos
principales era agrícola. La orientación, los drenajes y el acceso al
indispensable riego (agua), así lo confirman.
En las construcciones inkas siempre hay un binomio: piedra
y agua. Por cierto que esta última la conseguían de una laguna que hay en la
parte alta, que da un caudal actualmente de 4 m3/seg.
Cuando llegamos a lo alto se pueden ver las filas de
tenderetes abajo vendiendo todos los recuerdos que resulta imposible pensar que
estén fabricados aquí en Perú. Y es
que es así vayas donde vayas. Y al final todo, aunque no lo ponga, es “made in
RPCH”, para “disimular”.
Una reflexión final. Puesto que estos lugares parece que
tenían como objetivo la “investigación” para la mejora de los cultivos; es
predecible que aquí trabajaran tanto en la construcción como después, geólogos,
astrónomos, ingenieros, arquitectos y agrónomos.
Ahora sólo veo guías turísticos y vendedores de
recuerdos. Todo un avance de la civilización en los últimos 5 siglos.
Desde aquí parte también el “camino del Inka”, recorrido
que se hace a pie hasta Machu Picchu
durante 4 días. Si bien el record está en 6 horas menos cuarto.
El Décimo Día (DD),
tomamos el tren hacia Aguas Calientes,
ciudad más próxima a Machu Picchu.
La estación es pequeña y está perfectamente desorganizada por una veintena de
seres clonados. La cola es la que corresponde al lugar y a los que la forman
(¡ojo! hay argentinos).
El tren hace chu-cu-chu-chu-cu-chu y va junto al río.
Tiene el techo acristalado y sus azafatas nos ofrecen frutos secos, galletas y
té, durante la hora y cuarto que dura el recorrido.
Vamos por la parte baja del Valle Sagrado hasta Aguas
Calientes, desde donde a la mañana siguiente, nos llevarán hasta Machu Picchu en unos ómnibus
“ecológicos” (son viejos y ruidosos, pero potentes, Mercedes a gas-oíl que
aunque apenas huelen sus gases ¿dónde estará la ecología?). Suben y bajan
continuamente por la estrecha e intrincada carretera sin rozarse ¡Sorprendente!
Aguas
Calientes es una ciudad turística: tiendas de recuerdos, hoteles,
restaurantes, casas de masaje (ahora ya hay en todas partes, jejeje).
A primera hora del día siguiente (el décimo primero),
tras una larga cola nos embutimos en un ómnibus que ruge montaña arriba hasta
lo que el saqueador yanqui Bingan dejó de Machu
Picchu (se llevó más de 50.000 objetos a golpe de pico y pala; vamos lo que
Sancho Panza diría “joputa”).
Descubrir de nuevo el lugar tras 4 siglos perdido, fue
obra de un tal Arteaga, vasco, en 1911. Una de las tres familias que vivían
aquí. Él fue quien se lo mostró a Bingan, que buscaba la última ciudad inka, y
creyeron que era esta. Craso error, fue Bilcabamba, situada en el interior de la
selva y destruida por ellos mismos.
También colaboraron posteriormente en la destrucción los
sucesivos presidentes del país. Un obelisco situado en el centro de una
explanada fue retirado y se rompió, para que “aterrizaran helicópteros” en la
celebración de la conferencia de países “no-sé-qué-americanos” (orden de un tal
Alan García); otro presidente “de ojos rasgados” permitió que hicieran un
anuncio de cervezas y como consecuencia se cargaran una parte emblemática del
monumento al sol; y más cosas que nunca sabremos.
Al final vino la UNESCO
y lo hizo “Patrimonio de la Humanidad”,
al filo de ser privatizado por el presidente que ahora está en prisión
(pobrecito, entre ratas, y seguro que injustamente). ¡Qué ojo tienen los de
aquí para elegir gobernantes!, nada que envidiar al resto del mundo.
Bueno, pero, aun así, “el lugar es un espectáculo”. Fue
al parecer una universidad, un centro de investigación y quizá también un lugar
sagrado. Aunque a mí particularmente lo que más me impresionó, pasando por
encima de los casi 3.000 “homos varius” que me rodeaban, fueron las moles
montañosas que lo rodean. Sorprendido por los innumerables “selfis” de los que
me rodean, señalando con el dedo o levantando los brazos para echar a volar
cual “pato mareado”, me esfuerzo en escuchar a nuestro guía particular que se
ha instalado en la garganta una grabación monótona e insulsa y nos condena a
escucharla durante más de dos horas. No me aporta nada.
Al final, ya liberados, andamos (o anduvimos, que éste
verbo no se me da bien) hacia atrás una pequeña parte del camino del Inka. Una
maravilla, especialmente para dejarme muy claro que lo mejor había sido tomar
el tren. A juzgar por el puente final que se ha de cruzar para llegar, el
camino no es apto para adolescentes como yo. Hicimos lo correcto.
Cuatro horas después, tras una larguísima cola de más de
100 metros tomamos de nuevo el ómnibus tumba abajo.
Hemos hecho amistad con una joven brasileña que trabaja
en México en una empresa farmacéutica española (a eso ahora se le llama globalización),
y compartimos la comida en el primer restaurante que encontramos. Hay hambre.
La chica es muy normal, necesita un psicólogo, como cualquier ser humano del
mundo “occidental” (qué querrá decir esa palabra) que se mira al espejo un día
y se da cuenta de que está todavía vivo. Le damos algunos consejos de “grand father” (¡pá lo que hemos
quedao!) y nos despedimos (varios días después me dará por internet las
gracias. Si hubiera o hubiese gloria, que nasty
de nasty, nos esperarían con one enormous limousine).
La tarde es gris. Busco una camiseta que ponga “Since 1947” para tranquilizarme y no
la encuentro. Finalmente compro un sombrero que pone “Machu Picchu” y me conformo.
La tarde se consume entre paseos, pisco y picaditas.
Amanece un día espléndido, así es que vamos de caminata
por la vía del tren, junto al río, hasta un supuesto parque natural o reserva,
que tienen semiprivatizado. Cual pardillos, antes de entrar nos dirigimos a una
casa de madera que hay junto al río a anotar en el libro registro nuestros
nombres, por si desaparecemos en el la fronda boscosa. Allí, una joven que
apenas articula palabras en castellano, nos cobra 5 soles; y también nos
informa de que si desaparecemos nadie nos buscará. ¡Guay!
El lugar es interesante. Seguimos una larga senda muy
interesante que acaba en una cascada y una enorme poza. No puedo resistirme y
me lleno de energía en sus frías aguas, ante la sorpresa de dos parejas que se
abrigan al sol con gruesos anoraks.
Si alguna vez te preguntan ¿vudú o muerte?, elige vudú,
porque si eliges muerte primero te harán vudú.
La vuelta viene al pelo para comer y volver desde Aguas
Calientes al Cusco. En el tren nos tocan de acompañantes una pareja de ancianos
japoneses. El hombrecillo hace fotos y película sin cesar (hasta a una mosca
que hay en el cristal, en serio), y por la otra parte a una oriental que
trabaja en Río (de Janeiro), que viaja con una amiga, y una pareja de
novensanos mexicanos (ella embarazada), pero del norte de México; es decir,
norteamericanos. Todos hablan en muy buen inglés (excepto yo), también francés;
y las brasileñas portugués y algo de castellano.
El Cusco, antigua capital y sin duda el lugar más
importante del imperio Inka, da mucho de si. Allí visitamos con detalle el
Qoricancha (Templo del sol; “uno de los…”) y los sitios arqueológicos de
Sacsayhuman, Quenqo, Puca Pucara y Tambomachay.
Detenerme en detallar cualquier cosa de estos lugares requeriría
un largo texto posiblemente aburrido. Así es que sólo destacar que en su
mayoría están o inacabados o semidestruidos para utilizar las piedras en otra
construcción o para edificar sobre sus ruinas otro templo, palacio o catedral
(lo último lo más normal).
Y el domingo WARACHICUY.
Tras el Inti-rainin que se
celebra en junio, y es la fiesta más importante del Perú Inka, ésta, organizada
por el Instituto de Ciencias, es de notable espectacularidad.
Resumiendo, se trata de
competiciones que han de superar los jóvenes para ser considerados adultos:
casarse, ir al ejército, trabajar, etc. ¡Qué poco atractivo!
También les llaman “olimpiadas inkas” porque son pruebas
físicas, como por ejemplo que dos o más jóvenes se enfrenten en noble lucha
sobre un puente colgante, pasar de un lado a otro de un río colgado de una
cuerda utilizando las manos y otras más parecidas.
Tomamos un taxi muy temprano y estamos en la enorme
explanada de Sacsayhuaman cuando apenas hay organizadores y policías con perros
recorriendo el recinto. Nos sentamos en una grada; y allí nos localiza una
profesora del Instituto de Ciencias, que se encarga de la organización,
invitándonos a que nos pongamos en la tribuna. Se sienta con nosotros y
compartimos hasta que comienza el espectáculo, que se prolonga hasta las 2 de
la tarde; casi 7 horas desde que llegamos.
Es un espectáculo colorista hasta su máxima expresión,
con trajes, banderas (por cierto con los colores del arco iris, que es la que
agrupa a todo el “imperio”), disfraces, música, mensajes, canciones y, por
supuesto, la presencia del Inka y de “la inka” (¿), que presiden, dirigen y son
llevados en andas al principio y al final del espectáculo.
Pero yo me quedo sobre todo con el mensaje del INKA, con
lo que exigía a su pueblo:
NO
SER PEREZOSOS
NO
ROBAR
NO
MENTIR
[Con razón los
exterminaron, seguir esos principios supondría acabar con la sociedad actual]
Por la tarde nos despedimos de la ciudad. De la que nos
quedamos con una idea bastante completa, así como de lo que es el sur de Perú, la parte central
de lo que fue el Imperio Inka. Nos faltará el centro y el norte, éste último lo
echaré de menos sobre todo por la Cordillera Blanca.
Cuando al día siguiente comenzamos a volar la Amazonía,
envuelta en bruma y en el humo de los constantes incendios, no siento la
euforia que esperaba. Me centro en contar los meandros del río Madre de Dios,
que es uno de los nombres que recibe el que luego será el Amazonas. Los ojos se
me quedan a menudo pegados a las parcelas carbonizadas, aún más negras a causa
de la lluvia.
Tomamos tierra en la explanada que hace de Aeropuerto en
Puerto Maldonado. Nos espera una furgoneta zancuda, sin cristales y pintada con
motivos de la selva. Y nada más subir comienza a desplomarse la masa de agua
que permanecía colgada a pocos cientos de metros, para acabar haciéndolo de
golpe. Agua que penetra en el interior a pesar de que bajamos las cortinas de
hule y las sujetamos con las manos.
Cruzamos parte de la ciudad, nos parapetamos en una media
porchá y saltamos al cobertizo, donde lo primero que vemos es la clave del
wi-fi apuntada en la pared. El corro que se hace frente a ella me recuerda
cuando salían las notas en el instituto o en la facultad.
Durante la hora en que el agua convierte en ríos las
fangosas calles, disfrutamos de un silencio al que le hace coro el tintineo del
agua en el exterior. Todo el mundo mira una u otra pantalla, ajenos a cualquier
otra cosa.
Cuando amaina, cruzamos a comprar galletas en un kiosco,
sorteando tuc-tuc y charcos de profundidad indefinida. Miro aquí y allá, donde
los edificios de una altura, en apariencia semi-terminados, están llenos de carteles;
sobre todo anunciando clínicas dentales.
De nuevo en la zancuda hacemos un recorrido por el
pueblo, que tiene un diseño similar a cualquier sub-sahariano, patagónico o del
sudeste asiático. Muy pocas diferencias. Luego cruzamos un puente espectacular,
construido para la carretera que une Pacífico y Atlántico a través de la selva,
y recaemos en un embarcadero donde nos espera la patera que nos llevará por el
río Madre de Dios a nuestro destino.
Durante la hora y media del trayecto podemos ver a los buscadores
de oro allá donde hay un recodo y la corriente deposita arena en las crecidas.
Ahora, cara al verano, el río lleva muy poco caudal, a pesar de lo cual tendrá
más de 300 metros de ancho de media. Sus aguas son de color marrón, tintadas
por la tierra y restos vegetales que arrastra.
Pasamos por algunas edificaciones de madera preparadas
para el turismo. Uno de los guías que nos acompañan nos dice al pasar por una
de ellas, que es de lujo, y que hace unos meses la alquiló Mick Jaguer para un
grupo de amigos durante un mes.
Le pregunto por los incendios y dice que son para
librarse de la paja de las cosechas y para conseguir más espacio para el
ganado. Cuando le manifiesto malestar me dice que las familias tienen que comer
y que no hay muchas posibilidades de hacerlo de otra forma. No le creo, seguro
que hay algo más que les induce a esas conductas.
El otro hombre duerme plácidamente apoyando la cabeza en
un travesaño. Una joven francesa y su compañero hacen fotos y miran con los
prismáticos, y yo hago fotos sin parar, pero sin cámara.
Nos dan unos plátanos y nos dicen que tiremos las pieles
al agua, que algo tienen que comer las pirañas (seguro que es broma; o no).
Cuando llegamos nos recibe un ejército de mosquitos
hambrientos y bien entrenados; y José, un hombretón maduro y guasón, de
ascendencia vasca, que es el encargado de conducir a los 14 hombres que
trabajan allí. Cuando nuestra relación se hace fluida me confiesa lo duro que
es pasar tres meses seguidos allí, sin mujeres, manejando a los 14 mentados. Me
dice que fue el responsable de un gran hotel de lujo en Lima, pero que al
hacerse mayor dejaron de “quererle”. Que sirvió a muchos personajes
importantes, entre ellos a Juan Carlos. Luego, con la ternura de un vasco, me
dice que tiene en Cusco una hija pequeña y una mujer 20 años más joven que él,
a las que echa de menos. Nos reímos.
Nos asignan una de las casas de madera, edificada sobre
pilares, con mosquiteras y doble puerta, todo para evitar serpientes u otros
animales no deseados; está al final de uno de los largos pasillos de madera,
también sobre troncos, que se distribuyen a uno y otro lado del pabellón
principal. Comemos frugalmente, y aún damos un largo paseo por la selva con uno
de los guías hasta que nos abandona la luz. Lo que más ilusión me hace es verme
rodeado al anochecer por infinidad de luciérnagas voladoras, que adornan el
aparente desorden de la selva.
A la vuelta, apenas hay luz (sólo cuentan con energía
solar), y nos advierten que de 10 de la noche a 5 de la mañana no habrá ninguna.
Llevamos frontales para indicar a los insectos donde nos encontramos. Hay que
ser solidarios.
Hasta que ponen la cena nos entretenemos jugando al
ping-pong y al futbolín; en el primero casi hay que adivinar la pelota por la
poca luz. El francés juega mejor que yo, y el belga y el italiano juegan como
el francés. ¿Entendido? vamos, que ni la que juego a dobles.
Después de cenar salimos en un bote a sorprender caimanes;
con poca suerte pues sólo nos encontramos con dos. Sus ojos brillan
sorprendidos a la luz de nuestras linternas.
El día siguiente, que empieza cuando sale el sol, a las 6
de la mañana, comienza nuestra andadura con el desayuno. Luego pasaremos la
mayor parte del día caminando por sendas y remando por los canales que se
adentran en la selva, para fotografiar tarántulas, caimanes, tortugas, aves, a
las pirañas saltando y, finalmente, la selva desde un mirador a 40 metros de
altura. En los canales no hay mosquitos; el guía me dice que porque estos
canales son ácidos.
Tras la comida cruzamos a la isla de los monos a darles plátanos. No comprendo cómo no los han
aborrecido, todos los días plátano.
Y más futbolín y más ping-pong.
La comida es original y muy agradable. Frutas, papas y
todos sus derivados. Y entre los pocos que somos nos relacionamos bien (la
pareja de franceses porque son guay, el hongkonés porque no habla y los belgas,
porque se fijan mucho y nada más); hasta con los alemanes de otro grupo que
están celebrando un cumpleaños gastamos bromas… ¡y yo que creía que estos en
vez de cumplir años lo que tenían era fecha de caducidad!
La vuelta en patera a Puerto Maldonado es suave y
relajada. El vuelo a la capital hace escala y resulta más largo, y luego Lima
ya no da para mucho.
Visitamos su horrendo y sucio mercado, y de nuevo la
plaza de Armas, precisamente en un día de huelgas en que lamento no llevar la
cámara de fotos.
Para controlar a un grupo de huelguistas con pancartas,
el parlamento está rodeado de antidisturbios con todo tipo de recursos (nos
colamos porque el taxi hace una maniobra temeraria). Mientras, frente al
edificio del gobierno una banda de música toca ritmos sudamericanos tras las
rejas, con los instrumentos recién abrillantados y los uniformes de domingo.
Bailo bachata con una voluntaria junto a un grupo de mirones que hacen fotos a
los músicos. Luego me llaman la atención, separados en una esquina, dos hombres
de riguroso luto, con un toque blanco en el cuello de la camisa, y con unas
chaquetas varias tallas menos (se ve que aquí los sastres no se atreven a
decirle a los clientes que han engordado), que encandilados por la música,
miran embobados el baile.
Con la visita a un museo y comprar algunos recuerdos se cierra
la mañana. A la noche, la cena en un restaurante de lujo, cuyo menú parece pensado
para Obelix, nos ayuda a deshacernos del dinero restante. Otra cosa es la cara
que pone el camarero cuando le pagamos con las monedas amontonadas sobre el mantel.
¡Lástima que tampoco llevo la cámara!
Y de nuevo aeropuerto, interminable vuelo medio dormidos,
tren y regreso.
Sólo ha sido: un poco de Perú.