(Libanon depui 1946)
Un centenar de personas llevan más de una hora haciendo
cola para subir al avión, a pesar de tener ya el asiento asignado. El primero
de la cola, un hombre de poco más de treinta años, se mueve constantemente de
aquí para allá, golpea con el pasaporte en el mostrador y gira la cabeza a uno
y otro lado nerviosamente. Parecen no haberse enterado de que saldrá con más de
una hora de retraso.
Sorteando la cola pasan niños que buscan el vuelo a
Argel, viven con alegría su último día de vacaciones en familias de acogida.
Finalmente se llena el viejo A320 y comienza a rodar.
Apenas despega nos visita el anochecer; aún consigo hacer una foto por la
ventanilla recogiendo la luna en cuarto creciente avanzado y la punta del ala
del volador.
No vuelvo en mi hasta divisar allá abajo las luces de
Chipre, esa isla tan codiciada por los que entienden que el desarrollo es
destruir el planeta de forma irresponsable, tal como si ellos no tuvieran sus
pies en él. Y en pocos minutos más estamos en la terminal de Beiruth.
Poner los pies de nuevo en tierra se hace eterno; una
pelea hacia la mitad del avión, que hace que tengan que llamar a la policía, lo
bloquea todo, a pesar de lo cual tengo que agradecer que no se contagie la
beligerancia.
Salimos y allí está esperándonos Ibrahim, un hombre de
casi un metro noventa y tres cifras cumplidas cuando sube a la báscula, pelo
escaso pero largo y barba tan abundante como la sonrisa.
Nos recibe con tres besos que recibimos sin oposición;
besos que al final repetirá cuando nos despidamos, y que echaremos de menos
cada despertar a partir de ese momento.
Su potente Toyota Land-Cruiser recorre el trayecto hasta
el hotel sorteando los todavía numerosos vehículos que deambulan por las calles
de esta particular ciudad.
Cuando nos despedimos, porque la cosa no fue más allá de
los besos, nos dice que al día siguiente nos mandará un taxi para la excursión,
y que estaremos en contacto durante la semana para lo que necesitemos.
Al entrar al hotel nos sorprende una mujer vestida al
parecer de novia, culo en popa arreglándose algo de un zapato. Y mirando hacia
la otra parte de la amplia puerta veo otra pareja que por su atuendo, ella con
traje blanco de cola y él de negro, parecen estar también de celebración. Se ve
que aquí se casan en blanco y negro, y por la noche.
Son las dos de la madrugada y en la puerta del hotel todavía
hay varios taxi y algún que otro todoterreno.
Dormimos hasta el amanecer, pues aunque teóricamente hay
solo una hora de diferencia con la península, realmente debe de haber tres. Por
nuestra culpa.
Día 3 domingo.
Tras desayunar cumplidamente aparece el taxista; es un
hombre de pequeña estatura, que no articula ni una sola palabra en inglés,
tampoco en francés, y del castellano ni se me ocurre preguntarle.
Queremos ir a Byblos, con su castillo y anfiteatro,
ciudad de origen fenicio donde nació el alfabeto moderno; y también a Baalbek,
en el valle de la Bekaa, donde está el Templo de Júpiter.
Llegar a un acuerdo con él para el viaje resulta más
complicado de lo esperado. Y el resultado del no entendimiento se arrastrará
durante todo el día.
El hombre conduce con algo de miedo, en un país en el que
las calles y carreteras tienen tantos carriles como vehículos sean capaces de
meterse en ellas. Parece haber un acuerdo tácito donde el más rápido, incluso
en los atascos más descomunales, y el más atrevido, es quien consigue llegar a
su destino. No hay semáforos salvo en el centro de la ciudad (el down town) ni
a penas señalización, lo cual facilita mucho las cosas.
Llegamos a Byblos con un calor propio del lugar y
comenzamos la visita. Aún se nota, sobre todo fuera de la capital, que hasta
mitad del siglo pasado fue un país de influencia claramente francesa.
Actualmente la influencia yanqui va a saco, comenzando por el dolar. Las
guerras no se hacen para nada.
Su situación estratégica ha hecho durante siglos que se
haya acostumbrado a ser vapuleado por unos y por otros, y como consecuencia
también ha bebido de muchas culturas: fenicia, romana, griega, mameluca y alguna
más en el pasado, y ahora toca, como he insinuado antes, la cultura dólar. Es
la única palabra que todos conocen del inglés.
Lo que en su día fueron grandes monumentos, hoy son en la
mayoría de los casos ruinas. Ruinas que salvo las que la Unesco pone algo para,
más que arreglarlas, evitar que desaparezcan bajo los cimientos de un edificio,
están ahí esperando.
Mezquitas e iglesias comparten poder, en ocasiones pared
con pared. Y no pasa nada. Muchas de ellas, tanto las antiguas como otras más
recientes, pueden presumir de una calidad arquitectónica muy considerable.
Al salir de uno de estos templos, un rayo de luz me
inundó, y aunque no escuché el “Saulo, Saulo”, sí comprendí una frase bíblica,
la cual se me transmitió en el momento añadiéndole dos palabras más “la fe
mueve montañas de dinero”. Ahora lo
entiendo todo.
Hay muchos más bancos de los que trabajan con dinero, que
los que sirven para sentarse. Desde los grandes que adoptan nombres que no
ofrecen dudas, hasta otros más pequeños surgidos del propio país, como por
ejemplo el lujoso Banco Audi, fundación incluida, cuyo origen viene de una
fábrica de jabones, que solo hace un par de generaciones inició una señora y
que ha heredado su laboriosa familia. Hay que caer en la cuenta de que el jabón
sirve para lavar.
Líbano ya fue hasta hace pocas décadas un importante
dentro financiero, y parece que tras las guerras que ha sufrido en los últimos
años, vuelve a tomar fuerza en el mundo de las finanzas.
Y dicho esto nos vamos a Baalbek. Un largo camino que nos
lleva a voltear la cadena montañosa y descender al valle de la Bekaa, frontera
con Syria.
Las montañas, que a principio del siglo pasado eran
bosques de cedro, ahora están mínimamente cubiertas de pasto para las cabras,
salpicadas de improvisadas “jaimas” para los pastores, y bien custodiadas a
cada paso por controles militares provistos de “bolígrafos extra-largos” y todo
tipo de parafernalia cuyo único objetivo es amedrantar a la población, porque
cuando hay conflicto de verdad solo sirven para hacerles fotos.
Al bajar al valle de la Bekaa, un inmenso espacio de
cultivo de frutas y verduras, nos encontramos con los improvisados
asentamientos Syrios, en los que no es posible ni siquiera estimar su cantidad;
mucho menos expresar el horror que allí se vive.
Cuando ya parece que no vamos a llegar, gracias a la
“antitemeridad” de nuestro chofer, llegamos a Baalbek.
Le decimos si quiere comer algo, y nos muestra su comida:
una jeringuilla con la que equilibra su nivel de azúcar en sangre. ¡Pobre!
Comemos frente al Templo de Júpiter; bueno, frente a lo
poco que queda. El lugar ofrece una gran variedad de platos, que cocina en el
momento, el único de los que allí hay que le gusta el fútbol, que nos informa de
que España le ha ganado a Italia por 3 a 0.
Se puede comer pollo con salsa amarilla, pollo con salsa
verdosa y pollo con salsa rosada; también unos filetes de pescado congelado con
diferentes salsas u otros vegetales como berenjenas y calabacines, con o sin
las salsas. Pero como el hambre ahuyenta las dudas, comemos.
A un lado y otro de la calle unos niños que juegan con
metralletas, lo que no deja de ser una forma de entrenamiento, y quien sabe si
un seguro de vida más adelante.
El Templo de Júpiter es (debió de ser) único. Por poner
un ejemplo, algunas de sus columnas tienen un diámetro próximo a los dos
metros. Cuesta imaginarlo, pero un grupo de ellas que se encuentran en
restauración, cuando se contemplan desde abajo transmiten algo singular.
Pasamos en él más de una hora.
Volvemos por un camino diferente, en el que solamente
empleamos cuatro horas y media. A veces por los atascos y otras porque tenemos la
impresión de que hemos atajado pasando por la vecina Syria. Hay controles
militares, vallas, concertinas y bolardos por todas partes.
Al llegar el taxista quiere que le demos más dinero, a lo
cual nos negamos. El precio estaba pactado.
Así las cosas, averiguamos el modo de movernos por el
país de otro modo. Acordamos intentarlo los días siguientes en unos microbuses
“discrecionales” que salen de Cola (un lugar junto a un mercado y bajo un
escalextric)
Salimos a pasear por el paseo que hay junto al mar (la
Corniche), paramos frente al Petit Café para tomar algo; y, debido a que se
encuentra junto a otros establecimientos similares, por error, inducidos por el
espabilado que hay custodiando la escalinata, nos metemos en otro. Cenamos
junto al mar, disfrutando de la brisa de las pipas de agua y del calor de las
brasas en la espalda. La cena está bien y el lugar también.
Luego paseamos entre grupos que se han traído la cena y
las pipas de agua de su casa, de una boda que está tirando petardos, uno de los
cuales se les escapa y casi se lleva por delante la cabeza de un paseante, con
las consecuencias que se le suponen al caso (una discusión fenomal), y con la vista
maravillosa de las rocas iluminadas que hay junto a la costa, objeto de
fantásticas postales que se ahorran todo lo demás.
Día 4, lunes y fiesta.
En la esquina del hotel pactamos con un taxi que nos time
para llevarnos a Cola. Nos cobra diez veces más de lo que nos costará ir en el
microbús a Tiro (Tyr o Sour), en el sur del país, ya junto a Israel. Que lo que
nos cobra sea asumible en euros nos hace picar esta primera vez. En adelante
pagamos como todo el mundo en microbuses y taxis, y para las excursiones
descubrimos Uber, cuyos precios son 3 ó 4 veces inferiores a lo que piden los
del lugar; además los coches están limpios, vienen a buscarte al momento y los
conductores ofrecen agua y pastas. Sin olvidar que no fuman y ponen el aire
acondicionado a la temperatura que se les solicita. Casi todos hablan inglés.
Llegamos a Tiro y encontramos dos hoteles, uno muy caro
que, en coincidencia con nosotros, no muestra ningún interés en acogernos, y
otro más asequible que deja mucho que desear. Pero como parece que no hay más,
aceptamos el segundo. Es solo una noche.
Comemos en Al-Fanar, junto al faro, un pescado que le
insistimos al cocinero de que no lo queme y cumple con ello. Curiosamente no
hay forma de beber ni vino ni cerveza en ningún sitio, salvo una cerveza sin
alcohol que es un refresco dulzón y Pepsi por todas partes, pero a cambio te
sirven un “cointreau” (40º) o un “tía María” y se quedan tan frescos.
Por la tarde vamos a las ruinas arqueológicas de la zona
Al-Mina, Patrimonio de la Humanidad, de épocas romana, griega, bizantina y
fenicia. Los restos de los poblados más antiguos, en los que los sepulcros
están junto a las casas, fueron en su día violados rompiéndolos a pesar de ser
de piedra, para saquear lo que en ellos pudiera haber; eso sí, dejaron casi
todos los huesos.
El paseo, con la puerta emblemática de Tiro, que aparece
en las postales, tenía 3 kilómetros de longitud y estaba jalonado de columnas,
pero se ha construido en una parte importante y columnas apenas quedan. El
hipódromo, en el que todavía no se ha construido, es inmenso y en él aún se
representan espectáculos de baile, en este caso en las escalinatas del palco,
mientras que a los espectadores los sientan en la parte baja. Todo un ejercicio
de baile y demostración atlética.
Allí conocemos a Nabil Fakih, un cirujano plástico que va
con su mujer y con dos amigas de ésta. Todos hablan castellano. Él estudió en
la Universidad de Navarra y su mujer es de Granada.
Dice que ha enseñado el lugar más de 20 veces a amigos
que vienen de otros lugares, y gustosamente nos acompaña. Vive en Tiro donde
tiene un hospital de su especialidad.
Luego de la visita nos invita a unos exquisitos zumos de
sandía y otras frutas. Vemos juntos esconderse el sol desde la zumería, y
también alzarse la luna a punto ya de formar un círculo perfecto.
Desde aquí se ven las luces de Israel a pocos kilómetros.
Le comentamos a Nabil Fakih lo que nos han dicho, sobre que si tienes la marca
en el pasaporte de haber estado allí no puedes pasar a algunos países árabes,
entre ellos Líbano, y nos comenta que, como los israelitas lo saben, ponen el
sello en un papel aparte del pasaporte.
Nos despedimos con pena, ha sido un encuentro agradable y
enriquecedor. Hemos aprendido, entre otras muchas cosas, que los dátiles hay
que comerlos en número impar, porque si lo hacemos en número par sus efectos se
anulan. Lo haré en adelante, porque me lo he creído a pies juntillas.
DÍA 5, martes.
El desayuno en este hotel que puede tener tantas
estrellas como una noche limpia, pero todas fugaces, es descorazonador. Los dos
camareros que deambulan por el comedor son un ejemplo, pues parece que se han
intercambiado los chalecos. A uno delos camareros le cabría otro dentro, y el
otro parece que deba de contener la respiración para que no le salten los
botones.
Los “croisanes” deben de haberlos sustraído de las tumbas
fenicias, y del resto prefiero ahorrarme la descripción.
Todo ello es bien recogido en la consiguiente queja al
pagar la cuenta, con la total esperanza de que no sirva para nada.
Cogemos un microbús compartido (taxi-group) para ir a
Sidón (Saida). Al lado me toca un oriundo que cuando le digo de donde somos
demuestra cultura y desparpajo. Me dice que tenemos los mismos orígenes, habla
del error que supuso la expulsión de los moriscos y de Al-Andalus. Todo ello
con una naturalidad que denota personalidad.
No tenemos forma de conseguir un plano de la ciudad y la
gente conoce las calles porque pasa por ellas y nada más. Ni pensar en
encontrar una oficina de información. Así es que el hotel que buscamos, un tal
Katia, quedará para siempre en el olvido. A cambio nos alojamos en otro que
está pared con pared con una de las 5 ó 6 mezquitas que hay en la zona vieja de
la ciudad.
Eso nos garantiza tener la llamada del muecín casi dentro
de la habitación, poder coger mangos por la ventana y ser visitados por varias
especies de mosquitos durante la estancia.
Se entra por un pasaje en el que, además de la entrada a
la mezquita, hay tiendas de cosas. Fuera en la calle se mezclan los tenderetes
con los coches que sortean hábilmente a los viandantes compartiendo el sabor
histórico del ambiente. Nada diferente a otros países asiáticos.
Como esta ciudad, de origen fenicio, tiene seis siglos de
historia y no vamos a rememorarla toda, nos centramos en la Fábrica de jabón de
la familia Audi, el Castillo del Mar que construyeron los cruzados en el siglo
XII, el Caravasar y finalmente en el posterior intento de ir a la isla que hay
a pocos cientos de metros a tomar el baño. Esto último se frustrará a la tarde porque
el sol cae al mar y los barquichelos dejarán de hacer el recorrido cuando
nosotros lo intentamos. La culpable, la siesta.
A un temprano medio día hacemos un alto para comer en el
restaurante que hay junto al mar. Nos ha despertado la curiosidad que en la
puerta luce un escudo del Rotary Club. Comemos y compartimos la pipa de agua
(shisa) que fuma la alta sociedad que nos rodea. Esto es general, todo tipo de
personas fuman la pipa de agua (algunos también cigarrillos); en restaurantes,
bares, o simples lugares de ese descanso casi permanente que se permiten algunos
en estos países.
Mientras comemos, una moto de agua pasa una y otra vez
cerca del restaurante, mirando fijamente a los que allí estamos, sin duda con
el objetivo de alimentar el ego, probablemente mermado por su tejido adiposo.
Nos entendemos con los nativos sin ningún problema,
puesto que absolutamente todos son poliglotas de una sola lengua (quiero decir
palabra). Dicen a todo que sí y contestan de forma que no te queda otro remedio
que dar las gracias a pesar de no haber entendido absolutamente nada.
Previamente han contestado también afirmativamente a la pregunta de si hablan
francés e inglés.
Por la tarde noche nos alejamos de la costa, sorteando el
tráfico ya más apaciguado, y una fila de camiones que, llenos de chatarra,
aguardan al día siguiente para acabar de cargar dos barcos que esperan en el
muelle. Y, durante el paseo, nos llaman la atención dos cosas, una espectacular
mezquita de nueva construcción dedicada a “los mártires”, en la que nos recibe un
imán muy correcto que habla perfectamente inglés, y nos invita a compartir sus
abluciones; y un lujoso edificio en el que se aloja Zara (éste establecimiento
aparece allá donde vayamos, en todo el mundo, en los mejores lugares).
Después encontramos por casualidad un restaurante en el
que se compra el pescado a peso y te lo hacen como quieres. Comemos magres (o
mabra) y gambas acompañadas de sus salsas de tahín, ensalada y agua, ya que
rechazamos una y otra vez eso que llaman ellos cerveza sin alcohol.
Día 6, MIÉRCOLES.
Compartimos microbús para volver a Beiruth. El precio es
de 2.000 libras libanesas por cabeza cualquier trayecto, un euro cuarenta
céntimos aproximadamente. Lo mismo que nos cuesta un desplazamiento por la
capital si se regatea hasta la extenuación.
Como hemos reservado hotel nos vamos al Markazia en el
down town.
El centro de esta ciudad, que se supone que es la “place
de l’Etoile”, tiene las calles centrales tomadas por el ejército, con las
aceras protegidas por bloques de cemento y la entrada a las calles por
barreras.
Sus establecimientos son de un lujo sibarítico, por no
citar el centro comercial que podría ser la envidia de cualquier país del
primer mundo. Las joyerías, presentes en todo el país, aquí son de diseño; y
junto a ellas las marcas de coches de lujo, ropas (también Zara) y otros
complementos, comparten espacio con los restaurantes no menos emblemáticos (sin
faltar el starbuck coffe).
Comemos en un libanés, compramos por fin un plano de
Líbano y Beiruth en una librería francesa del centro comercial, y nos
disponemos a visitar las mezquitas, entre la que cabe destacar por su
grandiosidad y discreto lujo, la de Amir Munzer (1620), e iglesias, que aquí
son mayoría en número (es el barrio cristiano), aunque no sé si en
monumentalidad.
Cenamos en Angeline (fraquicia francesa), un agradable y
tranquilo café en una de las calles cerradas totalmente al tráfico. Y como aquí
no se prodigan a pie salvo en “le Corniche”, pues eso: casi solos.
Día 7, jueves.
Desayunamos en el hotel, y nos convencemos enseguida de
que no habrá una segunda vez. Soso, tedioso y poco variado; además de que no
está incluido en el precio.
Estrenamos el descubierto servicio de UBER, que por un
precio fijo y sin regateo (50 dólares), casi cuatro veces menos que los taxi,
te llevan a un tour por cualquier parte del país, te ofrece agua, ponen el aire
acondicionado y no fuman.
Vamos a Jeita Grotto, unas cuevas de las que se lleva
mucho descubierto, pero se presume que aún queda más. Alturas de más de cien
metros en algunos puntos y estalactitas de más de diez metros, con estructuras
que nunca habíamos tenido ocasión de contemplar. Unas dos horas de recorrido,
porque la parte de abajo hay que recorrerla en una barcaza.
Volvemos aún a tiempo de comer, aunque algo tarde. Lo
hacemos en el Gran Café. Ahora que ya hemos probado casi todo, nos parece más
de lo mismo, excepto el postre, que para una vez que lo tomamos, resulta ser un
misil en la “línea del flotador”. De bueno tiene que nos ahorra la cena.
Luego intentamos encontrar algún sitio donde comprar
recuerdos sin éxito. En las pequeñas tiendas, al estilo de las “epiceries
francesas” se venden refrescos (sobre todo Pepsi), patatas fritas y similares,
tabaco y chuches. Algunos más grandes se alargan con algo más, pero sin
excederse.
Otras tiendas, más a las afueras venden plásticos de
todos los colores y usos; y también en esas zonas hay espectaculares fruterías,
una con otra, en las que se ofrece gran variedad de frutas y verduras.
Descansamos y por la tarde nos adentramos en el Barrio
Este. Calles estrechas y aceras estrechas, casas que aún muestran las
consecuencias de los bombardeos, si cabe con más celo que en otros barrios,
intercaladas con otras nuevas o reconstruidas.
Hay algunas galerías de arte, bistrós y
panaderías-pastelerías que hacen que todo huela a la ya algo lejana influencia
francesa.
Me paro en un pequeño anticuario que expone en una
pequeña terraza un hombre, con aspecto de haber visto pasar muchos años con
satisfacción, e intercambio unas palabras con él. Habla un francés perfecto,
aderezado con una tenue sonrisa. No presume de lo mucho que sabe ni le inquieta
lo que le queda por aprender. Nos despedimos como si nos conociéramos de
siempre.
Merendamos solos en una lujosa pastelería francesa en la
que se agolpan las mesas vacías, bajo la atenta mirada de las dos personas que
la atienden, una con aspecto de ser el responsable, mientras que la otra nos
trae el agua y los pasteles.
Volvemos por la estrecha acera, esquivándola cuando
alguna cafetería ha situado delante una mesa con sillas. Algunas terrazas en
los últimos pisos se adivinan convertidas en salas de fiesta. Y la mayoría de
los bajos reconstruidos lo han sido con criterios de diseño moderno.
El día se consume poco a poco y se despide a la luz de la
última luna llena del verano.
Día 8, viernes.
Desayunamos fuera, pero como hoy también es “fiesta
política”, está todo chapado, así es que no nos queda más remedio que aceptar
las cookies del Starbuck coffe.
Volvemos a llamar a UBER para que nos lleve a lo que
queda de los bosques de Cedro, Reserva de la Biosfera, y un par de lugares más
que hay en la zona. Lo que ellos llaman “tour”.
Hacemos la solicitud y apenas nos da tiempo de salir a la
puerta donde ya nos espera el coche. El amable chofer nos ofrece agua y
madalenas, pone el aire y, como sí se maneja bien en inglés, llegamos enseguida
a un acuerdo de por dónde ir y qué visitar.
La carretera está bastante despejada, quizá por la
fiesta, y llegamos pronto a lo alto del bosque.
El bosque de cedro desprende un olor totalmente diferente
a cualquier otro. El olor característico de los cedros es además agradable y
revitalizador; al menos eso nos parece.
Los ejemplares de este reducto tienen un porte
espectacular. Llama la atención que apenas dejan crecer vegetación en su
entorno, lo que da al bosque un aspecto singular, alternando el color
blanquecino del suelo con el enorme porte de los cedros, el verde oscuro de sus
acículas y el azulado suave de las piñatas erguidas.
Damos un largo paseo haciendo fotos, quizá abrigando la
ilusión de que nos podemos llevar una parte con nosotros, cuando el único
disfrute está en el presente vivo.
Como sé que me tengo que ir, no quiero hacer la despedida
muy larga, no me gustan las despedidas; así es que tras una media hora de
caminar respirando profundamente, echo una última mirada al símbolo de mi
horóscopo celta y asiento con la mirada a mi compañero, en signo de despedida a
hurtadillas.
Al bajar aún nos para el conductor para que robemos una
última imagen a un ejemplar milenario. Siento algo que no soy capaz de
expresar, así es que guardo silencio mientras el coche serpentea esquivando los
retorcidos troncos una y otra vez, hasta que ya no se huele a nada. Otra vez
estamos en el mundo.
Tenemos hambre y le pedimos que pare en cualquiera de los
pueblos que aún nos queda por visitar: Beittedine, Deir al-Qadisha y Damour. Él
nos lleva a un restaurante que está rodeado de pequeñas caídas de agua, que
corre por aquí y por allá.
Comemos con prudencia. Mi compañero pide otro cuchillo
porque el que le han dado, muy bonito por cierto, no corta; el camarero, que
escucha atentamente, se lo lleva y le trae otro exactamente igual. Lo que
evidencia de que le ha entendido perfectamente, por eso le había dicho que sí a
todo.
Volvemos sin apenas dificultades en la carretera.
Por la tarde volvemos de nuevo al Barrio Este, con la
esperanza de descubrir algo más, seguimos creyendo en lo que escriben las guías
y las referencias que se pueden leer en internet.
Para ello procuramos abarcar más zona, sin que varíe
demasiado nuestra experiencia.
Merendamos en otro café afrancesado. Venden pan y
pasteles, sirven cafés y unos bocadillos muy sofisticados, e incluso nos
podemos tomar una sidra.
Pasamos más de una hora saboreando los últimos minutos en
este país. Ya hemos aprendido a ignorar la prisa.
Un nuevo UBER que por 10 dólares nos llevará al
aeropuerto, porque Ibrahim, que había prometido llevarnos, se excusa de que se
casa su hijo, nos dejará a merced de los interminables controles a los que
obligan los vuelos, sobre todo en algunos países.
La noche volando, la mañana cuidando de que no nos roben
nada en la estación de Sants, a pesar de que estamos alerta casi lo consigue un
“habitual” de esos quehaceres, y de nuevo aquí.
HASTA LA PRÓXIMA, Que será pronto.
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