Cada tiempo, da igual que sea un mes que una semana, donde se deja la ropa para planchar, o simplemente para organizar y distribuir, aparecen calcetines sin pareja que, por mucho que dilatemos su eliminación, acabamos por tener que tirar.
Es un “misterio” que nunca he sido capaz de desenmascarar, y que creo que no es exclusivo de mi casa.
También es algo que se acepta con normalidad, de modo que quizá requiera de alguna investigación pero no de preocupación.
Pero últimamente hay otra cosa que sí que me ha dado que pensar, aunque no mucho. Pues, a partir de que uno ha visto ya unos cuantos miles de amaneceres, apenas se preocupa por las cosas que no se pueden explicar de forma fácil; el bagaje de la vida nos orienta hacia lo difícil, hacia lo que nos puede proyectar hacia la inmortalidad. Lo demás es irrelevante.
Y esa cosa es que, de vez en cuando, pues esto no ocurre todas las semanas, aparecen en ese mismo lugar donde se acumulan los calcetines sin pareja, calzoncillos que todos los hombres que pertenecen al entorno de convivencia censado rechazan como suyos. Y es mejor no insistir, es mejor que a las primeras de cambio nos deshagamos de ellos y continuemos nuestra rutina sin más.
Entre otras cosas, o sobretodo, porque son de un tamaño descomunal. Mucho más grandes de los que usamos por aquí. Y ¿para qué complicarse la existencia a estas alturas?, sobre todo cuando eso no nos va a proyectar hacia la inmortalidad del cuerpo, mucho menos del alma (o lo que sea).
Sería estúpido arriesgar cuando no hay beneficio posible en ello, más bien lo contrario, a juzgar por el tamaño de las prendas.
Y ahora que lo pienso, a lo mejor sobran el resto de los argumentos y basta con la última reflexión. Mira por donde me podía haber ahorrado gran parte de la exposición, pues todo era cuestión de tamaño.
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