Nos conocimos de niños. Ambos vivíamos en el mismo
barrio, en la misma ciudad e incluso en el mismo país, pero realmente nos
conocimos en el colegio, a pesar de haber infinidad de estos. Fue fácil porque
yo nunca fui al colegio.
Para situarnos, pensad que la isla del archipiélago en el
que vivíamos se encuentra en el centro del continente, más o menos entre
Filipinas e Irlanda. De modo que se entiende que al hacer mucho frío durante
todo el año, pasábamos la vida en la calle, calle que nunca me dejaron que yo
pisara.
Se llamaba (y se llama) Ferdinand, nombre de origen
quechua que le puso un mendigo que pasaba por allí el día que salió solo de la
nada por primera vez. Y era el hermano que ocupaba la posición central entre
los 5 ó 9 que eran. Nunca lo recordaré. Él tampoco.
Yo le envidiaba. Sí, le envidié siempre porque era
invisible. Fue así durante toda su vida. Hoy todavía es invisible. Cuando no
había nadie no se le veía, mucho menos cuando eran multitud. No recuerdo su
cara ni su estatura ni nada de nada. Recuerdo su nombre porque lo apunté.
A pesar de todo eso, o posiblemente gracias a, sabía
estar. Si necesitabas algo él te ayudaba sin que se notara, y si hacías un
esfuerzo y prestabas atención hasta dicen que podía vérsele. Estaba sin estar,
hacía las cosas sin hacerlas, pero nunca nada malo, por eso descartó enseguida
dedicarse a la vida pública. El mundo perdió su oportunidad y él ni se dio
cuenta.
Vivía en un castillo subterráneo y se desplazaba en una
vieja locomotora tirada por patos para no contaminar y para que no se le
notara. Pero la historia que quiero contar de Ferdinand está muy alejada de la
aplastante lógica que le rodeaba, y se relaciona con su último verano.
La familia pasaba los 8 meses de vacaciones en una villa
de una sola habitación, sumergida entre nubes, que poseían en otro lejano país
apenas distante unos metros del castillo. Allí tenían cada uno una silla de
enea y en ella se arrellanaban cómodamente hasta esperar que pasara todo.
Aquel verano, la familia desplumó los patos para que
corrieran más y así llegar antes a su destino, y a Ferdinand no le dio tiempo a
abrir todas las puertas y ventanas del castillo para que no entrara nadie,
antes de que la familia partiera. Él no se percató de tal situación e hizo lo
que siempre hacía al acabar, tomar el ascensor y apretar el botón de puesta en
marcha. Justo en el momento en el que el jardinero, que era quien conducía los
patos, desconectaba la energía. Siempre lo hacía así. Nadie se podía imaginar
en un castillo de una sola planta que alguien tomara el ascensor para irse de
vacaciones; si hubiera sido para quedarse hubiera tenido sentido, pero así…
Con las prisas, todos partieron a su magna residencia de
vacaciones, les encantaba estar allí casi 250 días mirándose los unos a los
otros. Y nadie, durante los casi 250 días se percató de que no estaba la mirada
de Ferdinand, pensaron que tendría los ojos cerrados.
Todo pasó en un soplo, porque cuando las personas nos
miramos a los ojos todo es más rápido. Tanto que llegó el día de la vuelta. A
los patos les habían crecido las plumas y el jardinero no se había traído sus
útiles de trabajo, de modo que los patos, todos emplumados, tardaron varios
días en llegar al castillo. Ya se sabe que ellos vuelan y nadan lentamente,
pero tirar del carro con plumas les cuesta menos.
La llegada fue apoteósicamente triste. Tenían que volver
a aquel inmenso castillo, cada uno a sus habitaciones, sin apenas poder mirarse
a los ojos, pero se resignaron. Y fue el más pequeño el que tuvo la feliz idea
de coger el ascensor para tardar más en llegar a su cuarto, con la consiguiente
alegría, pues allí se encontró el esqueleto de Ferdinand. Supo que era de él
porque el cocinero les había grabado a todos su nombre en el fémur y allí lo
ponía bien claro “éste fémur, que no otro, es de Ferdinand”.
Todos celebraron encontrarlo de nuevo, aunque a decir
verdad nadie se había dado cuenta de que faltaba. Era tan, tan invisible,
insonoro e insípido, que no cabía otra cosa.
Y es por eso que yo, desde que Ferdinand me lo ha
contado, me esfuerzo en que se me note. Salgo a la calle con traje, como en las
comidas, duermo en la cama y otras muchas barbaridades. Esos comportamientos
inhabituales ya me han costado varios arrestos. El último un año de viaje dando
la vuelta al mundo por ir por la calle con corbata; bueno, eso es lo que dijo
el ujier que había en la puerta, que es quien dictó la sentencia, pero en
realidad yo sé que fue por apedrear siete escaparates, y es que el número 7 les
sugiere malos presagios: "El Enanito y las 7 Blancas Nieves" (envidia del enano) o cualquier cuento chino a mano.
Pero yo prefiero disfrutar de esos arrestos antes que
correr el riesgo de aburrirme durante 8 meses dentro de un ascensor sin tener a
nadie a quien mirar a los ojos. No quiero acabar como el pobre Ferdinand, que
ya me dijo ayer, mirándome a los ojos, que nunca más subirá a un ascensor.
Me siento muy feliz de haber conocido a Ferdinand, aunque
nunca lo haya visto ni sepa si existe. Es lo que tiene pasar tan desapercibido,
que reinas en el mundo de la nada, como yo.
[Dedico esta poesía al Moro Muza, por su cumpleaños]
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