Tras cruzar las bellas
tierras navarras, Guipuzcoa me recibió con esa lluvia que sorprende a golpes
intermitentes, con su cielo gris y su pavimento acharolado; ese que hace que
parezca que todo es doble y la mitad invertido.
Instalarme en la bici
fue más complicado de lo previsto, primero porque esperé a que amainara, y
segundo porque el aparcamiento me resultó lo más parecido al laberinto de la
rata. Hubo un momento que como ella me sentí atrapado, pero como no me rindo,
al final salí. Confieso que lo volvería a conseguir, pero no del mismo modo,
con seguridad.
Para atravesar la
entrada que a modo de ría forma Pasajes aún hube de echarme la bicicleta a lomo
unos cuantos escalones. Por alguna razón la rampa está cortada y espero que
nada tenga que ver el que yo tenía que pasarla, aunque después de lo del
aparcamiento: no sé, no sé.
Llegar a Errentería ya
fue más fácil, no así alcanzar mi destino final en ese particular lugar, pues
nada menos que me lo situaron en lo más alto. Según los preguntados: ahí
delante. No les guardo rencor porque ninguno dijo: ahí abajo.
La tarde se reencontró
conmigo, entre la Concha, el Casco Viejo y sus crianzas, no exentos de cierta
chulería los crianceros.
Antes intento rodear El
Peine, que trabajo tiene hoy, pero hay unas obras que me lo impiden.
Cuando el sol ya ha
huido por mi espalda me vuelvo a la guarida; pero no debe de ser muy tarde
porque Arzak está todavía iluminado, y esto ya es un poco Europa.
El último día de mayo
es un disfrute para los amantes de las buenas olas. Los cuerpos, de ambos
sexos, envueltos en los neoprenos mojados invitan a la fotografía y no
defraudan.
Me queda tiempo para
visitar las exposiciones del Cursaal, una de ellas de un hermano de Chillida,
que era pintor (ahora me entero).
El resto de la mañana
paseo por una parte de la ciudad que nunca había visitado y juego a diferenciar
por los rasgos quienes son oriundos y quienes no. Los que más fácil me lo ponen
son los orientales y los pakistaníes.
Por la tarde ya somos
6, por lo que toca dejarse llevar, sobre todo por quien vio la luz por primera
vez en esta ciudad.
Y he aquí que
estrenamos el mes dedicado al dios Juno con la primera etapa. Con tiempo un
poco brumoso y un paisaje de fondo gris perla, que se mezcla con los verdes
húmedos de la vegetación, pedaleamos durante casi dos horas en dirección a
Ondarríbia.
Pasear su casco
antiguo, al tiempo que le pedimos al hambre que espere un poco, es uno de los
placeres urbanos más interesantes de este país. Es un lugar tan singular como
exclusivo.
Luego compensamos a la
paciente con una “trainera”, que no todos pueden acabarse. He llegado a pensar
que cuando es para ellos, nada que tenga que ver con la comida lo elaboran tan
exagerado; que es algo que hacen para intimidar.
Al llegar llamé a la
mujer que había en el bar por su nombre, lo que le hizo abrir los ojos de par
en par y quedarse muda. Luego pedimos, comimos y bebimos; cada uno hasta que
pudo, como dije antes, pero al ir a pagar volvió a preguntar cómo sabía yo su
nombre. Hubiera seguido el misterio si el oriundo no la hubiera sacado de
dudas, diciéndole que había sido en el centro del pueblo donde nos habían
indicado el lugar y su nombre.
Lástima, porque me
encanta el misterio. ¿Qué es la vida sin misterios?...
Como curiosidad, fue
justo en la parada de autobús que hay en la acera de enfrente de este bar,
donde ya hace algunos años, una noche lluviosa, permití que se expandieran
todos los gases de mi cuerpo, hasta el punto que al día siguiente hube de
comprarme otros pantalones. ¡Qué coincidencias!
Horas después con más
de 50 kilómetros de carretera bajo las ruedas, tras sortear algunos altillos y
un tráfico incómodo con pocas ganas de colaborar. Cierto que estamos en el país
gabacho y no hay que olvidar que llevan tiempo compitiendo con los sicilianos a
ver quien conduce peor. Ya han olvidado que inventaron el código de la
circulación, salvo que su intención fuera tener algo que saltarse.
El hotel que nos acoge
en San Juan de Luz es agradable. Una vez más me sorprende que quienes lo
atienden sólo conozcan su lengua materna. Cada vez tengo menos dudas de que fue
en centro Europa donde se erigió la Torre de Babel, porque la misma sensación
la he tenido en la Selva Negra, donde en ciudades que han sido alemanas y
francesas varias veces, sus habitantes hablan una sola lengua sin entender de
las más próximas ni siquiera el saludo.
No debo de ser yo buen
entendedor, porque mi vara de medir es tan diferente que no dejo de
sorprenderme aquí y allá.
Cuando escribo esto
acabo de llegar de Paris donde me alojé con otros colegas en un hotel que ya no
estaba en Paris. Claro que ir y venir una o dos veces al día nos costaba más
(amén del tiempo), que si nos hubiéramos alojado entre el Maxim y Le Martignon.
Pues igual me pasa con la comida, buscar durante una o dos horas el menú más
barato es azuzar el riesgo de tener que engullir los restos del día anterior de
un bareto que está a punto de dejar caer la persiana. Así entiendo a quien dice
que “como en casa en ninguna parte”.
Pequeños detalles
aparte, San Juan Luz es una villa atlántica que tiene encanto. Es País Vasco,
francés y peninsular, me gusta. Sus gentes no sé, todavía no me han dejado que
les conozca. Algunos que creía que sí me estoy dando cuenta que aún no; y no sé
si lo conseguiré.
El siguiente día
partimos del nivel del mar, y eso se nota porque ya el primer kilómetro hay
quien ha de empujar a la bicicleta porque sola no quiere avanzar. Cuando a
pocos kilómetros, en un cruce y tras haber bajado una fuerte y pedregosa
pendiente, aparece un letrero que marca más de 900 metros de altitud, se
entiende el sufrimiento anterior. Un tobogán en el que lo de menos eran los
descensos nos ha traído hasta aquí.
Poco después, paramos
en Zucarramundi a tomar un poco de queso
con tortilla de chistorra. Y, cómo no, dejarnos rodear de la energía de sus
brujas, que se sienten aquí y allá.
La fuente de la Herriko
plaza nos da buen agua y una llovizna suave nos alivia un poco el esfuerzo de
la mañana.
Al llegar al caserón
que nos acoge, que huele a carcoma y humedad, siento que desde Zucarramundi
venimos acompañados. Y eso le da más ambiente al lugar, apegado a un pasado que
ya no existe porque se ha olvidado de si mismo.
Es tan grande y tan
viejo que resulta imposible apreciar si retiene algo de la belleza de lo
antiguo.
El ama desaparece y
sólo vuelve a aparecer a la hora del desayuno. El pueblo está desierto; sólo un
tractor cruza el pequeño puente romano que hay frente al caserón. La fuente de
la plaza gotea cansinamente su agua fresca, fija en el agujero que la engulle
apenas caer. Todo es una foto fija que sólo se altera con el chirriar de las
bisagras al abrir y cerrar la puerta de la verja que nos separa del empedrado
irregular de la calle, camino o carretera.
Sí, han venido con
nosotros, no tenía dudas pero ahora estoy seguro.
La noche deja paso a un
día al que no dan la bienvenida ni el canto de los gallos. Todo sigue igual,
inmóvil.
El desayuno me
despierta para poner las alforjas a punto y continuar el camino. Apenas 30
kilómetros en los que hay que incluir casi 500 metros de subida y un tercio de
bajada, para arribar a lo que fue la puerta de Navarra, San Jean Pied de Port.
Aquí, la última vez que
estuve venía del balneario de Cambó les Banys, y me encontré con la Feria del
“Gateau, salé y sucré”; donde por suerte no faltaba el buen vino. Tengo buen
recuerdo de aquellos días.
El alojamiento está
frente a la iglesia de un barrio que hay a la entrada del pueblo, y pegado a
ésta el cementerio, como corresponde. Desde el balcón, con un poco de pericia,
podemos contar las cruces que marcan los enterramientos, y si es noche de luna
nueva, quien sabe si los calores del verano no nos pueden obsequiar con algún
fuego fatuo. Si así fue me lo perdí, vencido por un sueño dulce, y eso que ni
aquí he conseguido las famosas “lacajou” que tanto me recomendó Armand. No sé
que pasa que o no las conocen o se han agotado.
Junto a mi cama, dejada
caer sobre una estufa apagada hay una foto en blanco y negro con un mensaje
maravilloso, imposible de describir. No me canso de mirarla; es una lástima
pero me la tengo que quedar para mi solo.
Bueno, aunque ya me doy
por dormido, volveré un poco atrás para recrearme en los paseos de la tarde por
el pueblo. Porque éste San Juan Puerta de Navarra, o no es como yo lo recordaba
o quizá y más bien ya no me acordaba de él, como corresponde a mi instintiva
costumbre de recordar sólo algunas cosas de las que veo o vivo.
Su Ciudadela, sus
murallas y otros restos recuerdan que fue centro y motivo de luchas entre los
reyes y nobles franceses y españoles; eso sí, ellos cada uno en su castillo y a
partirse el cobre los de siempre. Pero todo ellos hoy es simplemente un espacio
para los negocios de hostelería, los souvenirs y otras varias tiendas con
productos para acumular en la cintura, en el culo o en otros lugares
detectables hasta en las fotos carnet, depende lo que le toque a cada uno.
Los días que paso en
grupo son para mí días de convivencia y de aprendizaje. Somos animales sociales
que si no practicamos nos quedamos sólo con la primera parte.
El enriquecimiento
personal viene siempre desde la humildad, que nos humaniza y nos hace más
tolerantes.
Y hoy, que ya es otro
día, toca llegar a Roncesvalles. Ahora sí por camino, camino, camino. Que como
estamos en plena ruta jacobea, en el llamado Camino francés, son numerosos los
albergues, recuerdos y carteles alusivos, que nos aparecen aquí y allá. Sin
hablar de los peregrinos que se dejan ver con vieiras colgadas al cuello y
diferentes atuendos. Algunos deben de hacer el camino a lomos del Ave Fénix, al
menos eso parece a juzgar por la imagen que ofrecen.
La Colegiata de
Roncesvalles, en la que me entretengo bastante tiempo, merece un viaje
exclusivo para ella, e incluso un libro extenso. Una obra gótica maravillosa
que reúne toda la magia de esa arquitectura: su armonía, su técnica y su
“magia”.
Pero fuera de esto,
Roncesvalles no va más allá de unos cuantos edificios arropando a la Colegiata
y nada más. La historia se guarda para sí todo lo demás.
Al atardecer hace frío;
lamento no haber cogido algo de manga larga para dar el paseo y estoy deseando
volver.
El día siguiente
amanece igualmente gris y lloviznando. Salimos temprano carretera abajo hasta
encontrar el camino que vamos a compartir con los peregrinos.
Un sube y baja
constante, pedregoso y a menudo que avanza el día más concurrido. Grupos
interminables de personas de todas las edades, nacionalidades y colores. Van
andando, en bicicleta y a caballo.
Con algunos entablo
conversación al parar a beber agua en una fuente o a tomar simplemente un
respiro. Dos mujeres jóvenes vienen de Hungría, otros dos hombres de Suiza, un
grupo de franceses y así interminablemente.
El barro, la llovizna y
las pendientes no nos impiden llegar a Pamplona a buena hora.
La mano me duele cada
vez más. Sé que he venido con el quinto “meta” roto aunque no desplazado. Voy
apoyándola en el manillar desde el primer día, con la arte de la palma de la
mano que hay junto al dedo gordo, también llamada “monte de venus”; así es que
decido ir a la estación de autobuses (no hay tren) y comprar un billete para
San Sebastián. No más sufrimiento.
Al día siguiente me
levanto antes de que nadie haya despegado los ojos. Salgo con sigilo y pedaleo
hasta la estación subterránea donde están los autobuses.
En San Sebastián
almuerzo. Luego me voy rodeando la costa y a continuación por un carril bici
que acaban de inaugurar, cruzando un parque hasta Pasajes.
A medio día ya estoy
frente al garaje, saco el coche y comienza a diluviar. Espero en el coche hasta
dos horas, las de más lluvia, y voy después a devolver las llaves del garaje a
los amigos que me las prestaron.
Como en un bar cercano
y emprendo la vuelta a Valencia.
Al acabar de cruzar las
bellas tierras navarras ya es de noche.
Sí, “Era de noche, y sin
embargo llovía”
Junio_2016 # El
Guerrero del Antifaz ©
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