Partí
el 5 de julio sin pensar en nada. He adquirido el hábito de no pensar si no me
lo propongo, y me sienta bien. Sobre todo porque cuando pienso puede que
alguien, incluso yo mismo, pueda correr peligro.
Ahora,
a la vuelta, me pongo a escribir y enseguida desecho la idea de hacerlo al modo
tradicional. Para mí, tradicional es todo: descriptivo, heroico, romántico,
incluso si se trata de emular los folletos de divulgación que venden en las
librerías, que es lo habitual. Así es que voy a desparramar palabras, ideas,
sensaciones y todo aquello que ha quedado retenido en algún rincón de la
memoria, sin más pretensión que la de divertirme recordándolo.
La
noche del primer día estoy sólo y voy a darme un homenaje a Hondarribia. Alguien
me devuelve a la realidad con una simple pregunta: “¿solo?... no hombre, estos
momentos son para compartir”, al tiempo que la luna llena se hace un hueco para
echarme un ojo.
El
“consejo” provoca una pinzada en mi estómago, pero ya no hay tiempo, ni están
cerca las personas con las que me gustaría hacerlo. Así es que, sigo adelante
con el disfrute incompleto. Durante la cena, intenta la preguntita volver y
tantas veces lo hace yo la rechazo.
Llueve.
Corro a cobijarme en la parada del autobús y eso agita mi aparato digestivo. La
calle está desierta excepto un bar al otro lado, en lo alto, en el que un grupo
de personas comparten bebida y comida bajo un toldo.
Tengo
aires. Me relajo y los suelto todos juntos. La parada del bus hace de carpa y
los de enfrente paran las mandíbulas y levantan todos la cabeza a un tiempo.
Sus cuellos se alargan y sus ojos me dedican toda su admiración; es como un
nido de polluelos que han oído a la madre que viene con la comida. Parece que
el sonido de la lluvia no ha amortiguado nada. El tiempo juega a mi favor y
dejan de prestarme atención, por aquí ya hace tiempo que no hay atentados con
bomba.
Pero
el acontecimiento tiene consecuencias. Al día siguiente, nada más abren las
tiendas, hago acopio de un nuevo atuendo: unos pantalones y varios
calzoncillos, porque nadie está libre de que se repita. Suerte que están de
rebajas y no me sale caro.
Lo
que pretendo (pretendemos, ahora que estamos todos) hacer es intentar llegar en
bicicleta a Santiago siguiendo el camino de la costa hasta Oviedo, luego el
primitivo hasta Melide y finalmente el francés hasta Santiago; yo (nosotros,
porque tendré agradable compañía) me alargaré a Fisterra probablemente ya en
coche, a cumplir con un par de ritos culinarios. En Louro espera una fidegüá de
marisco y en la playa de Carnota un guiso de raya, y no me gusta que me esperen
(ni esperar).
Ya
ha llegado el resto de la cuadrilla, nueve en total aunque uno conducirá el
coche que lleva las bolsas de los que las dejen. Es sábado 7 de julio y
comienza la subida. Sí, digo subida porque la experiencia me dice que salvo
pequeños tramos, y digan lo que digan aquellos a los que se les pregunte, aquí
todo es subida.
Si
vas por caminos: barro, piedras o ambas cosas, cuando no mierdas de vaca, y si
vas por carreteras corres el riesgo de que los coches y camiones te tiren
fuera. Yo detesto la carretera, no he venido a eso.
La
lista de iglesias, conventos y cruces se hace interminable. Románico, gótico,
barroco o todos los estilos mezclados aparecen en portadas, torres y cualquier
forma arquitectónica. Empezando por la de Guadalupe y acabando en la plaza del
Obradoiro. No voy a hacer apenas mención a ellas, y no por desprecio al arte,
sino porque no es el objetivo de este relato, y porque ya están suficientemente
detalladas en mil y una publicación.
La
primera foto se la hago al espectáculo que ofrece el triángulo de las tres
ciudades desde lo alto: Irún, Hondarribia y Hendaya. En la última se adivinan
los cuerpos de los surfistas tabla en mano a la caza de la ola más grande. Una
belleza de atractivo múltiple.
Antes
de llegar a Donostia nos encontramos con Javier, un lugareño que ama aquellos
parajes y que se ofrece a guiarnos con su bicicleta hasta el Faro del Sol. Nos
vamos Jorge y yo y, en acabar, no lo lamentaremos. El camino es duro, empinado
y estrecho; Javier cae y se hace algunas heridas aunque dice que no le
preocupa. Está emocionado de hacernos de guía. En el camino nos cruzamos
(adelantamos y nos adelantan, sólo cuando el camino se ensancha) varios
ciclistas de la prueba “transpirenaica”. Cuando les adelanto les gasto una
broma y me recuerdan que llevan 900 km desde Girona. Son superhombres, no me
cabe duda.
El
Faro del sol vale la pena. El lugar, la vista desde él y el entorno.
Continuamos y llegamos a la playa de la Concha. Javier se hace una foto con
nosotros y se despide. Le invitamos a comer pero dice que va a volver, que su
mujer le espera. Son más de las dos de la tarde y es probable que le queden más
de otras dos horas para llegar a su casa por el mismo camino o por otro
similar.
Pepe
le llama a estos personajes “ángeles del camino”. Yo en cambio, seguro de que
existen, los identifico como figuras bronceadas envueltas en telas
semitransparentes que cruzan el puente frente al “Kusaal”, porque por momentos
me hacen creer que compré el “culotte” demasiado pequeño, y lo veo como un
milagro temporal.
Luego
de comer dejamos el peine de los vientos y subimos el Monte Igueldo, para
continuar hasta Zarautz con el fin de cumplir la primera etapa. Llegamos tarde
y no podemos quedarnos en el albergue porque el hospitalero dice que con coche
de apoyo no hay sitio. Dos días después, encontramos de nuevo a tres bicigrinos
andaluces que venían con nosotros y sí acepta el tal señor, y nos dicen que
durmieron solos en una nave grande. No entiendo nada de algunos comportamientos
de la sociedad actual, lo cual me enorgullece.
Dormimos
en el camping, un poco cutre, pero con buena orquesta nocturna que se prolonga
al alba con instrumentos diferentes. La tortura tiene infinitos medios para
agasajar a los seres humanos, lo curioso es que son ellos mismos quienes los
proporcionan.
Al
salir por el paseo de la bonita playa de Zarautz, Arguiñano, el bufón de los
cocineros populares, se hace una foto con nosotros urgiendo para no parecer “la
abuelita”. Es un buen cocinero, lo de bufón está dicho con cariño, por lo malos
que son sus chistes.
Enseguida
comienzan las subidas, para recordarnos a qué hemos venido. Acabamos el día
dejándo el cansancio en Markina.
Antes de eso… cenábamos en un restaurante de esa ciudad. Ocurrió que unas mesas más allá, justo frente a mí, una voluminosa pareja engullía plato tras plato. Y sentí miedo. Sí, miedo.
Miedo ajeno, miedo de tenedor. El hombre, cuyo perfil me resultaba imposible evitar, pinchaba los alimentos uno tras otro, los miraba fijamente durante apenas un segundo, abría la boca e introducía el tenedor hasta el mango. El gesto, de haber sido tenedor me hubiera preocupado bastante, pues parecía casi un milagro que a continuación pudiera sacarlo de aquella caverna, para volver a repetir el proceso. Sé que el tenedor es un objeto inanimado, pero aún así, confieso que sentí miedo por él. Y miedo de los posibles sueños en los que podría derivar aquella visión. Por suerte no fue así y soñé como siempre, esas cosas que sólo puedo revelar cuando escribo y con otro personaje como sujeto principal. Será por eso que duermo tan plácidamente.
Antes de eso… cenábamos en un restaurante de esa ciudad. Ocurrió que unas mesas más allá, justo frente a mí, una voluminosa pareja engullía plato tras plato. Y sentí miedo. Sí, miedo.
Miedo ajeno, miedo de tenedor. El hombre, cuyo perfil me resultaba imposible evitar, pinchaba los alimentos uno tras otro, los miraba fijamente durante apenas un segundo, abría la boca e introducía el tenedor hasta el mango. El gesto, de haber sido tenedor me hubiera preocupado bastante, pues parecía casi un milagro que a continuación pudiera sacarlo de aquella caverna, para volver a repetir el proceso. Sé que el tenedor es un objeto inanimado, pero aún así, confieso que sentí miedo por él. Y miedo de los posibles sueños en los que podría derivar aquella visión. Por suerte no fue así y soñé como siempre, esas cosas que sólo puedo revelar cuando escribo y con otro personaje como sujeto principal. Será por eso que duermo tan plácidamente.
El
segundo día, en cada recodo aparece la pereza disfrazada de miedo (o
viceversa), intentando que abandonemos o que, por lo menos, vayamos por otros
caminos menos complicados. Yo sé a lo que he venido y siempre que no me dejen
solo, y alguna vez incluso así, estoy por pisar barro y mierda con la bicicleta
a cuestas y el ánimo alto.
La
costa vasca es tan vasca, tan única, que exige respeto, dentro o fuera del mar.
Fuera porque es un continuo tobogán. Dentro ni lo imagino, sabiendo como me
pongo yo cuando me mecen las olas.
Ya
hay quien ha elegido elaborar un detallado informe de la calidad de las
cervezas, luego la sidra y en otros casos los cafés del camino, y como
confirmación basta sólo leer los sellos de la “credencial del peregrino” cuando
acaba el viaje. Unos pocos sellos tomados al azar dicen así: bodega Manolo,
Agote Haundi (traduce, traduce), bar Don Miguel, hostería Miguel Ángel,
Restaurante El Manquín, Sidrería Francisquín, bar Xestoso, pulpería… y vista la
devoción lo dejamos aquí.
Una
observación. Allá donde hay una iglesia, al lado hay un cementerio; bueno, casi
siempre. Un buen detalle para economizar desplazamientos. Habrá que tomar nota.
Si es que no hemos avanzado nada, o casi nada en los últimos siglos.
Me
impresiona Guernika y no sé por qué. La gente está en la calle, hay mucho
bullicio pero un bullicio silencioso y relajado, como el que hay en el duelo de
un personaje conocido. Quizá estoy condicionado por el día gris, por el nombre
de la ciudad, por su pasado, o en definitiva por su historia.
La
lluvia comienza en Bilbao, donde hemos de recorrer su larga ría para entrar y
también para salir al día siguiente, y nos acompañará con más o menos
intermitencia e intensidad durante más de tres días. La ría sin lluvia no es la
ría, más ahora que tiene como inquilinos el Guggenheim y la torre de
“Ibertrola”, ésta última un insulto a los usuarios de la compañía.
Para
salir de Bilbao hay que mencionar Barakaldo, Portugalete, el Puente Colgante,
desde el que parece que lo que se mueve es la tierra (y tiene razón), y su
actividad incansable que hace caso omiso de todo lo demás.
Es
cuarto día y llegamos a Laredo después de 60 km de ducha continua. Las gotas de
lluvia bailan en la parte frontal del casco antes de caer sobre la cara; pero
como hay más, otras golpetean los párpados hasta impedir mantener los ojos
abiertos. Acelero la marcha hasta ver el 30 en el cuentakilómetros, no importa
si es cuesta arriba, llano o cuesta abajo.
Al
final espera una inmensa playa desde la que en la siguiente etapa embarcaremos
para salvar otro pequeño paso marítimo. En total serán 3 a lo largo de las dos
semanas de viaje, el último hasta la poco motivadora Santander. Más que lógico
que no me motive, viniendo como venimos de Euskadi.
Desde
el primer día nos ha llamado la atención el color del paisaje (eso sí se
mantiene en todo el recorrido), las diferentes tonalidades del verde de sus
valles y sus montañas que parece que estén cubiertas de algodón del mismo
color. Esponjosas y llenas de vida. También la extraordinaria limpieza, sobre
todo en Euskadi, lo que demuestra que se sienten propietarios de su tierra y la
respetan.
Y
de Laredo nos vamos al pueblo de las tres mentiras: Santillana del Mar; porque
ni es “santa”, ni “llana”, ni tampoco tiene “mar”. Un pueblo bonito en el que
permiten que haya coches por todas partes para que no llame la atención
respecto de los demás. No hay aceras y los vehículos pasan por las carreteras
que lo cruzan como rayos. Que hay que igualarse por bajo para no dar envidias.
San
Vicente de la Barquera ha cambiado poco. Sus marisquerías, caras y con poca
calidad, continúan vacías, mientras que las pizzerías y los bares de pinchitos
hacen su papel, aunque a veces dé la impresión de que te dan la espalda. Aquí
la gente se levanta muy tarde, parece como si fuera destino del veraneo
mesetario, ese que identifico porque habla acentuando mal y arrastrando el
final de las palabras. Me encantan (;-D).
Pero ocurre algo diferente. En lo alto
del pueblo, mientras pagamos 1,5 € por entrar a una iglesia que me aseguran que
es singular, aparecen un grupo de conocidas ciclistas trayendo la alegría que
tanta falta hace. El breve momento lo inmortalizo con tecnología japonesa, pero
la energía que nos transmiten sus abrazos permanecerá durante mucho tiempo con
nosotros. No cito sus nombres por si me olvido de alguna, que no soy de fiar.
El encuentro nos carga de energía positiva. Para acabar la tarde, Jorge y yo
nos aventuramos a cenar en “Los Arcos”.
Al salir del tal señor de la Barquera,
los pelos se me ponen de punta (los que me conocen no sabrán cuales, yo
tampoco), y es que a lo lejos se puede distinguir con claridad el perfil de
nada menos que el “Naranco de Bulnes”. Siento una atracción singular hacia
determinados retos, y este es uno de ellos. Miro el pulsómetro y no es broma,
está acelerado y eso que aún no hemos comenzado la subida del siguiente puerto.
Esta es una de esas cosas por las que merece la pena vivir (todas las demás
también, pero…).
Ahora
le daré una de cal a Comillas, centrándome en el “Capricho de Gaudí”, el cual
visitamos Luis, Jorge y yo. Un palacete delicioso con detalles de libertad
artística que trasladan a otra concepción del mundo, del espacio y del arte. El
arte es como el amor (o si se prefiere el sexo, que qué más da), sólo es
posible practicarlo y disfrutarlo en total libertad, inventando cada vez las
reglas o mejor sin ellas. No tiene otro límite que el de la creatividad y la
entrega. Y Gaudí lo entendió así. Yo estoy en el camino, aunque me temo que es
largo. Habrá que tirar mano de algún principio budista para seguir adelante sin
perder el entusiasmo.
Otra
cosa que me llama la atención, casi desde el primer día, pero sobre todo desde
la salida de Euskadi, es la gran cantidad de mansiones “indianas”, incluso en
un pueblo que no recuerdo hay un museo “indiano”. ¡Toma!. Parece que son de los
aventureros que se fueron a “las indias” y, a saber qué hicieron por aquellas
tierras que, ya entonces, pudieron volver y edificar tamaños edificios para
presunción propia y envidia de sus conciudadanos (seguro que tendría algo que ver
con la “prima de riesgo”. Aquí cuando no va de primas va de primos). Aconsejo
que se lea a Fray Bartolomé de las Casas para valorar con más exactitud lo que
sugiero.
De
San Vicente de la Barquera a Ribadesella pasamos por los “Bufones de Arenillas“
que son patrimonio de no sé quien (estos no son todavía de la humanidad), como
todo aquello que es algo diferente de la rutina diaria. Vayan llevando pues
algunos cuidado ¿EH?. Bueno, se trata de que las rocas se han desgastado junto
al mar por la parte de abajo y cuando la marea entra por esos agujeros sale
hacia arriba con un rugido estremecedor. A veces el chorro del agua alcanza 15
ó 20 metros de altura y, claro, la gente va a verlo.
Cenamos
en Ribadesella, sin que importe la marca de la cerveza. Al día siguiente
hacemos el descenso del río Sella (hay que mojarse… el culo). Catorce
kilómetros con algunos rapidillos (que no rápidos), que cubrimos en poco más de
dos horas, contando el tiempo del bocadillo. Es sábado y hay sabaderos y
domingueros, por lo que hay que intentar alejarse de ellos, la estupidez suele
salir más al exterior los fines de semana. No es fácil, no obstante el
esfuerzo, librarse de los que se mojan con la pala o se cruzan para hacer la
“gracieta del día” mientras la inmortalizan con el móvil. Simplemente seres
humanos.
De
esta “aventura de bote” participamos todos, no hay mas que ver la pinta que
tenemos en la foto, con el pantalón corto, las chanclas, la pala en la mano,
tal que si fuéramos de safari, y el chaleco salvavidas cuyo tensor central toca
el arco del triunfo más de lo que sería de desear (al menos el mío). Una vez en
el agua, unos reman y otros simplemente “se dejan llevar…” . Yo, dada mi fama
de ser sociable, elijo un kayak de una sola plaza, para evitar ser una carga
para nadie. Antes de llegar al final, ya casi solo, veo que una pareja va y se
“pica”. Pero ¿de qué van?.
Mi
fibra sensible (suponiendo que exista) se activa cuando en la última parte
comienzo a ver miles y miles de salmones que ascienden hipnotizados sin
inmutarse porque mis remos les pasen cerca. Dejo de remar y me estremezco. Van
guiados hacia el nacimiento del río por una energía que les supera, y a mi me
han recordado que todos estamos un poco así… unidos por una misma energía, la
misma que nos traslada por el Universo a miles de kilómetros por hora sin
pedirnos nada a cambio.
El
domingo, se enriquece el grupo con la décima participante. Catalizador y
bálsamo dado que ya llevamos más de una semana de cansancio y en cualquier
momento una chispa puede ocasionar una explosión nuclear con daños colaterales.
Estelia es siempre una bendición: deportista y deportiva, pero sobre todo
amiga. Viene de hacer el descenso del Tajo en Guadalajara y da la impresión de
traer una mezcla de ilusión, curiosidad y miedo. Gracias por venir.
Aunque
no quería (ni quiero) hablar del camino puro y duro en plan turístico, hay algo
que es necesario decir y lo voy a hacer. En el camino no sólo hay cuestas
arriba y barro y piedras, e incluso en ocasiones zarzas y mierda; también hay
cuestas abajo, verdes caminos alfombrados de hierba, carriles bici que se
asemejan a autopistas con puentes exclusivos y varios metros de anchura,
carreteras secundarias sin a penas tránsito, y especialmente travesías de
bosquecillos que de no conocer las especies podrían pasar por ser de Nicaragua,
Costa Rica o cualquier otro país con frondosos bosques subtropicales.
En
el camino, además de su bella dureza y sus sorpresas, también hay conexiones
humanas. Adelanto a una mujer en bicicleta que le cuesta superar una pendiente,
pero ni se plantea abandonar. Me dice que es austriaca y le manifiesto mi
admiración por su tierra (poco tiempo después está en el mismo pueblo que
nosotros buscando alojamiento). En lo alto de una dura pendiente en la que
llevo el esfuerzo al máximo, una peregrina se lanza y me empuja hasta que
supero el desnivel (¡gracias, muchas gracias!).
Tengo
la impresión de que a diferencia de Asturias, Cantabria se acerca al mar con
timidez, ¿será por que es más mesetaria y teme su bravura?. Si es así, seguro
que se le cura comiendo avellanas.
Este
viaje comprende un mundo de sensaciones, complicidad, empatía, amistas, afecto
y hasta cariño, en raciones grandes, pues es para compartir.
Elegir
el camino en vez de cualquier otra ruta alternativa, siempre menos dura, tiene
premio. Unas veces por el paisaje, otras por la gente con la que se coincide y
siempre por la imprescindible solidaridad que precisa para concluirlo con
éxito.
Villaviciosa,
donde no soy capaz de encontrar ningún vicio que merezca la pena, Grado, Tineo
y Granda de Salima, con su descomunal y antiguo pantano forman parte de la
lista de destinos que vamos pasando, ya en el camino Primitivo.
En
Granda, donde después de más de 74 kilómetros y varios puertos llego totalmente
exhausto, tomamos la pensión más barata de las dos que hay en el lugar
(elegimos entre Jorge y yo). En el bar donde nos alquilan las habitaciones
comemos y bebemos lo que nos ponen sin saber de qué se trata. El agotamiento,
que es común a todos, no nos permite hacer distingos.
Desde
la ventana de nuestra habitación se ven los tejados de la iglesia, los cuales
forman un dibujo que me resulta artístico. Frente al bar, unos jóvenes (y
jóvenas) esperan sentados en el bordillo. Al día siguiente nos enteramos de que
el bar, a partir de cierta hora se convierte en el “pub” del pueblo; y eso
puede que dé explicación a otras cosas…
Antes
de dormir, a pesar del cansancio, ponemos unos minutos la tele y, para ello,
apagamos la luz zenital y encendemos la de la mesilla. Cual es nuestra sorpresa
cuando ésta se revela como una tenue luz roja que da un ambiente cuanto menos
sospechoso a la habitación. Son las metamorfosis del camino que aparecen en
cada recodo. Nuestras carcajadas resuenan en todo el edificio. Nos cuesta
parar. Buen ejercicio de relajación después del esfuerzo para abordar un
profundo dueño que nos llevará a la siguiente etapa. Al otro día nos enteramos
de que nadie más encendió la luz de la mesilla; bueno, ¡ellos se lo perdieron!
De
Granda a Castroverde, 71 kilómetros, la cosa no mejora; me refiero a los
puertos. Superamos cuatro, dos de ellos de más de mil metros. Sólo porque
sabemos que ya estamos en lo alto creo que tenemos ánimos para hacerlo. Hemos
ascendido al macizo gallego y eso tiene su precio (lo de macizo es por la montaña,
abandonar cualquier tentación respecto de otro significado). Pero de aquí en adelante,
como ya he dicho, presumimos que todo va a ser diferente, que no puede ir a
peor. Probablemente sea porque olemos el pesebre (me refiero al pulpo, al
marisco y, cómo no, al albariño).
Y aquí viene la "oportunidad perdida", en un tramo en el que el camino va paralelo a la carretera, vamos a buen ritmo, a una hora próxima al mediodía, un mediodía de sol gallego, yo voy abriendo la marcha para alcanzar cuando antes un camino frondoso y sombreado, pero de repente aparecen junto a la carretera una muchedumbre de Protección Civil y Guardia Idem; me hago un hueco entre ellos y me encuentro de frente con "el Feijoo". ¡Jóder! qué oportunidad. Pero el tío va, se aparta, y dice "perdón señor". Yo le doy las gracias y sigo, pero ya no hay solución. Me voy pensando acabo de abortar una gesta heróica y si alguien me lo habría agradecido. Desvaríos.
Y aquí viene la "oportunidad perdida", en un tramo en el que el camino va paralelo a la carretera, vamos a buen ritmo, a una hora próxima al mediodía, un mediodía de sol gallego, yo voy abriendo la marcha para alcanzar cuando antes un camino frondoso y sombreado, pero de repente aparecen junto a la carretera una muchedumbre de Protección Civil y Guardia Idem; me hago un hueco entre ellos y me encuentro de frente con "el Feijoo". ¡Jóder! qué oportunidad. Pero el tío va, se aparta, y dice "perdón señor". Yo le doy las gracias y sigo, pero ya no hay solución. Me voy pensando acabo de abortar una gesta heróica y si alguien me lo habría agradecido. Desvaríos.
De
Castroverde a Melide, pasando por Lugo, donde comemos, el trazado es muy
diferente. Una jornada singular. Singularmente digna de recuerdos, porque un
día más habíamos elegido el camino. Esta vez éramos Luis, Estelia y yo. La
etapa era la penúltima. El camino era bello, muy bello. Toda la
frondosidad de la fraga gallega nos inundaba y nos hacía olvidar el cansancio,
el calor y el hambre; a lo que había que añadir que estábamos perdidos. Bueno,
parcialmente perdidos del resto del grupo. Al final supimos que íbamos por
delante, que los demás estaban afaenados devorando plato tras plato, y
decidimos que en el próximo lugar que consiguiéramos tomar algo no lo
dudaríamos. Y no tardó en producirse la ocasión. Al poco, una casa rural
rodeada de un jardín frondoso apareció casi por sorpresa, y en la porchá de la
entrada, nos esperaba un hombre maduro que desbordaba amabilidad y al que no
tuvimos que esforzarnos en darle muchos detalles.
Nos dejamos caer en las sillas y enseguidateníamos frente a nosotros una bandeja de huevos fritos con salchichas, carne asada y una monumental ensalada; amén de las correspondientes jarras de agua y de vino. Y hasta ahí recuerdo. No sé si nos ofreció postre, si tomé té, ni nada más.
Lo siguiente que puedo escribir es que abrí los ojos acostado en la hierba porque alguien me llamaba. Al rato distinguí a Estelia… por fin alguien conocido. Y fue cuando le pregunté dónde estaba y porqué me llamaba (o quizá fue ¿para qué…? no lo sé). Cuando me convenció de que yo era yo, me explicó que llevaba más de una hora durmiendo, que estábamos haciendo el camino y que debíamos continuarlo.
Nos despedimos del amable “hospitalero” sin conseguir que nuestra cara de satisfacción y nuestro agradecimiento superara los suyos. Supimos que, casualmente, era primo de la amiga que nos esperaba en Melide. Otra casualidad. Maravillosa casualidad.
Ya en Melide hacemos acopio de proteínas a base de ese animalito de mar al que tantas veces he envidiado en algunos momentos de mi vida. Y el viernes, con el pulsómetro más acelerado que los pedales, ponemos las ruedas en ese complicado cruce de corrientes subterráneas que es la catedral de Santiago, aunque nuestro viaje no ha acabado. Es simplemente un hito obligado por las energías que atesora.
Nos dejamos caer en las sillas y enseguidateníamos frente a nosotros una bandeja de huevos fritos con salchichas, carne asada y una monumental ensalada; amén de las correspondientes jarras de agua y de vino. Y hasta ahí recuerdo. No sé si nos ofreció postre, si tomé té, ni nada más.
Lo siguiente que puedo escribir es que abrí los ojos acostado en la hierba porque alguien me llamaba. Al rato distinguí a Estelia… por fin alguien conocido. Y fue cuando le pregunté dónde estaba y porqué me llamaba (o quizá fue ¿para qué…? no lo sé). Cuando me convenció de que yo era yo, me explicó que llevaba más de una hora durmiendo, que estábamos haciendo el camino y que debíamos continuarlo.
Nos despedimos del amable “hospitalero” sin conseguir que nuestra cara de satisfacción y nuestro agradecimiento superara los suyos. Supimos que, casualmente, era primo de la amiga que nos esperaba en Melide. Otra casualidad. Maravillosa casualidad.
Ya en Melide hacemos acopio de proteínas a base de ese animalito de mar al que tantas veces he envidiado en algunos momentos de mi vida. Y el viernes, con el pulsómetro más acelerado que los pedales, ponemos las ruedas en ese complicado cruce de corrientes subterráneas que es la catedral de Santiago, aunque nuestro viaje no ha acabado. Es simplemente un hito obligado por las energías que atesora.
Luego
ya viene toda una cascada (cambiaré la palabra porque se puede malinterpretar);
quiero decir una sucesión de placeres al amparo del primer objetivo cumplido:
cena de chupetón (son cosas del corrector ortográfico, quise decir “chuletón”)
con un pozal de vino ribeiro, descanso nocturno, singular fidegüá de marisco en
Louro, para mi no es una primicia (Rogelita, la cocinera, ya tiene varias
proposiciones formales mías; pero siempre me dice que con un error en su vida
ya tiene bastante), baño en sus playas; al día siguiente visita a la playa de
Carnota, subida al monte Pindo con sus 625 metros de desnivel y las
maravillosas vistas del cabo de Finisterre y la playa de Carnota en toda su
extensión, guiso de raya acompañado de un líquido frío, que hace que me despierte
después de no sé cuánto tiempo, en una playa desconocida con la marea bañándome
los pies. Luego de un tiempo me entero de que estoy en Galicia todavía.
Y
al otro día la vuelta. Volvemos porque sabemos que es la única forma de
emprender una nueva aventura. Hacia dónde… qué más da si es nuestra.
Como
resultado del esfuerzo realizado, estamos mucho más en forma, tenemos un color
de piel más bronceado, hemos disfrutado de la satisfacción de ser capaces de
realizar un esfuerzo notable, y hemos engordado una media de 3 kilos, sólo
falta averiguar dónde se han localizado para decidir dejarlos o quitarlos. Toda
una tarea que me parece que no es bueno hacer en solitario.
Gracias
a todos (a unos más que a otros) y SALUD para emprender la siguiente aventura.
1 comentario:
Cèsar.
Yo todavía recuerdo cuando cogí la bici y pedalee desde Santander hasta Santiago siguiendo el recorrido que rememoras (mucho mejor que describirlo). Menuda experiencia y ¡¡que rememoraciones¡¡. Leyendo lo he vuelto a pedalear por momentos.
Fue en el 95 y ahora no recuerdo cuantos días fueron pero si que hubieron unas cuantas noches ...
SALUT
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