Dos amigos,
adultos, sensuales, libres (que no libertinos), alegres, cómplices, amantes de
la vida y del placer.
Ella,
repleta de una madurez eterna que derramaba con su sonrisa y transmitía con la
mirada. El pelo echado ligeramente hacia atrás apenas le reposaba en los
hombros, con la excepción de unos breves mechones que le acariciaban los ojos.
Colgando de los lóbulos nerviosas cadenitas de oro pugnaban por llamar la
atención. Falda negra amplia por encima de las rodillas y una blusa blanca cuyo
segundo botón se esforzaba en soportar la gravedad del pecho.
Echada en el
lateral del sofá con las piernas juntas subidas hacia un lado, se acariciaba
intermitentemente las rodillas con una mano, mientras con la otra acompañaba la
conversación cuando no sujetaba la copa conteniendo un rojo picota con ribetes
cardenalicios, frutas del bosque, madera y algo de canela en el paladar, delicioso
a juzgar por el brillo de su mirada y el gesto de los labios después de cada
trago.
Él, moderadamente
atlético, con serenidad forzada en el gesto y una mirada penetrante que
pretendía llegar más allá de lo visible. Por la abertura de su camisa dejaba
traslucir las canas de su bello pectoral, confirmación de que cada momento ya
resulta irrepetible.
Sentado
sobre la alfombra picoteaba lentamente los restos de la mesa acompañando los
sorbos de la copa, dejando su mirada flotar entre los ojos de ella y el segundo
botón de su blusa blanca, icono de sensualidad.
Afuera el
viento y la lluvia intentaban sofocar los acordes de la primera sinfonía de
Brahms sin conseguirlo. Mientras, los minutos pasaban más deprisa o más rápidos
de lo que ambos deseaban, depende de cómo se mire.
Un silencio
en la conversación hizo que ella susurrara una palabra ambigua que, tras una
larga mirada, hizo que uno de los dos cambiara de posición buscando una
situación diferente.
Roto el
equilibrio, él se sonrojó cuando se sorprendió encandilado en el segundo botón
de su blusa blanca. La timidez le llevó a aceptar sin oposición la disposición
de ella a marcharse a pesar de que la tormenta seguía arreciando. Ambos de pié,
ella respiró dos veces profundamente para aliviar la tensión dirigiendo
instintivamente la mirada a los labios de él que temblaban sin disimulo.
“Bueno”
(¡qué expresión más insulsa! Cuánto quiere decir y que poco dice en realidad),
dijeron los dos. La despedida, nerviosa, ocultaba lo que los dos querían decir
y ninguno se atrevía a pronunciar. Por eso se quedaron sin saber si coincidían
en los deseos. Sin saber si era superior el miedo a que fuera lo mismo o a que
no tuviera nada que ver el del uno y el otro.
Al poco,
ella se reconfortaba bajo la ducha cálida de su apartamento para recuperarse de
la violencia de la tormenta; luego, frente al espejo, dando brillo a su
bronceada piel con un aceite perfumado, comenzó a sentir una excitación
creciente, se vio más bella que nunca, capaz del placer más sublime del que
puede disfrutar un cuerpo. Se echó en la cama y continuó cultivando su imaginación
al ritmo de sus manos hasta el límite. La noche la acompañó sin timidez
haciendo sueños realidades y realidad los sueños.
Él se
devanaba la sesera formulándose mil preguntas sin respuesta que acababan
siempre en una: ¿he hecho bien?.
Al final, lo
sacó del laberinto la imagen del segundo botón de la blusa blanca de ella. Y
esa imagen fue suficiente para llenar temporalmente el inmenso vacío que sentía
en su cuerpo. Estaba tan excitado que hizo el amor con su mejor amigo, ese que
nunca le había negado el placer, ese ante el que nunca se había mostrado tímido.
Cuando la
realidad se escapa entre los dedos, hay que recurrir a los sueños para
conseguirla.
¿Alguna pregunta que
hacernos…?
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