Me dejó caer
y me deslicé rozando su piel hasta la cintura, donde me detuve un instante.
Giró sus caderas con un impulso algo cansado, que fue suficiente para que
acabara en el suelo casi sin darme cuenta.
Me cogió con
una mano y me levantó a media altura, me dedicó una mirada cariñosa lanzándome
a continuación sobre el butacón de la habitación, y acabó de desnudarse. Era el
mismo cuerpo; casi el mismo cuerpo, quizás ahora más seguro en sus movimientos.
Lo había tenido dentro de mí en suficientes ocasiones como para conocerlo. Lo
amaba.
Lo amaba
desde el día en que ella iba con paso algo acelerado, y aun así se volvió para
echarme una mirada por encima de sus gafas oscuras. Desde ese día deseaba
abrazarla. Quería pertenecerle y que me perteneciera.
Fue dos días
después, a punto de cerrar, cuando entró, se dirigió a la persona que atendía y
se dispuso a entrar en el probador conmigo. Antes de entrar aun se paró ante
otro de color negro brillante, le pasó la mano y pidió su talla para hacerle
competir conmigo. La sola posibilidad de que se decidiera por el otro casi me
hace perder los hilos que sujetaban el dobladillo. Fueron unos minutos eternos.
Se miró varias veces en el espejo y, tras una pequeña duda, miró por encima del
hombro al espejo, hizo un guiño pícaro acompañado de una sonrisa que ocultaba
más de lo que ofrecía y se decidió por mí.
Salí de allí
dentro de una lujosa bolsa de papel plateado y fue el principio de una convivencia
larga y feliz.
De todo esto
hace dieciocho años pero los dos estamos en
forma, no hay nada más que ver las miradas de admiración de envidia y de
deseo que hemos recibido hoy.
Ambos
tuvimos suerte, ella ha sabido lucirme y yo le he dado lo que ella se merecía.
Tengo tantos recuerdos… aunque a decir verdad creo que estoy exagerando, no han
sido tantos. Puede que haya disfrutado en su cuerpo siete, doce veces; no, la
verdad que no las conté. Y como durante
los años que he pasado en el fondo del armario he rememorado tanto los momentos
felices, he perdido la cuenta de los que son vividos y los que son sólo
recuerdos, y hasta imaginaciones mías.
Ahora eso
sí, las imágenes sí que las tengo todas grabadas. Cómo iba a olvidar un baile
en el que yo era su segunda piel. No llevaba ropa interior, a excepción de un
tanga; para mí como si no llevara nada. Esa noche se movió como ella sabe
hacerlo, sus caderas inventaban la música y yo la seguía gozando de cada ritmo,
de cada risa suya, del latir de su corazón, que tenía a pocos centímetros. Copié
cada pliegue de su piel y enjugué su sudor ligeramente salado durante horas.
Fue una noche eterna en la que no hubo mirada que no se recreara en mí, que no
me siguiera; bueno, nos siguiera, que no quiero pasarme de protagonismo.
Enseguida me
asalta otro recuerdo, aunque diferente. Me había dejado caer como ha hecho hoy
sobre el butacón de su habitación en un hotel singular, estaba echada en la
cama con compañía. Ambos se merecían. Yo a penas percibía una parte del lecho
pero lo oía todo. Oía las risas, sus risas, sus gemidos, sus besos y también
sus gritos de placer. Fue una noche larga y maravillosa en la que compartí sus
éxtasis desde aquel butacón estilo Luis “noséqué”; el butacón y su estilo no me
importaban en absoluto, me importaba ella, sólo ella, como ahora.
Habrían más
noches de placer; sólo alguna más conmigo, y gracias. Sí, me parecieron pocas,
pero tengo que reconocer que no paso desapercibido, y eso en mi caso no está
bien visto. No está bien repetir mucho.
Lo llevo con resignación y no me quejo.
También tuve
(me nace decir tuvimos) otros momentos que no fueron precisamente cañonazos de
placer; aun así fueron bonitos, sobre todo porque estaba conmigo, porque la
tenía nada menos que dentro de mí. Me viene a la memoria de mis costuras una
cena de trabajo en la que un centroeuropeo se afanó en lavar sus principios
luteranos con vino blanco y, de no mediar otros colegas, hubiera acabado por el
hueco de la escalera al salir, porque creo que la confundió con una lámpara con
reflejos bermellón que habían instalado para la Convención.
Y cómo no
acordarme de un acontecimiento familiar en el sentido amplio, en el que tuvo
que pedir prestado un pañuelo para apaciguar las miradas de la persona que le
había tocado delante; se trataba de evitar un conflicto sentimental y
posiblemente familiar, y nada más, pero fue una decisión prudente e inteligente.
Pero lo mejor
para mí ha sido el contacto de su piel cuando caminaba o mejor cuando bailaba.
Me encantaba cuando se ponía tanga y eran sus caderas las que me rozaban una y
otra vez; por no decir las escasas veces que me ciñó sin sujetador. Sujetar sus
pechos, sentir el golpe cada pisada de tacones, casi al ritmo del palpito de su
corazón, era precisamente con lo que había soñado desde el día que me miró de
reojo en el escaparate.
Hoy ha sido,
cómo no, un día maravilloso. Ya no hay envidias, ahora es sólo admiración y
orgullo. Lo primero por parte de los demás y lo segundo por la suya.
Y ahora yago
aquí de nuevo, sobre este sofá. Volveré al fondo de armario a recordar una y
otra vez lo vivido. Sé que será difícil que vuelva a salir, aunque quizá tenga
otra u otras oportunidades.
Ya vuelve
del aseo, va acostarse. Me va a dejar pasar aquí la noche; casi mejor, así
podré verla durante unas horas más. Ya que nunca he podido dormir con ella. Una
vez estuve a punto pero en el último momento alguien me la arrebató. Lo hizo con
dulzura y lo comprendí. Sí, creo que fue mejor para los tres.
Resistiré,
lo he hecho durante estos años sin perder en ningún momento la esperanza, y no
va a ser menos ahora. Es más, estoy seguro que sí, que volveré a abrazarla en
breve y que será sublime para los dos. Alguien me va a ayudar.
Y si no
fuera así, siempre me quedarán los recuerdos. He vivido de ellos y puedo seguir
viviendo de ellos. Estoy orgulloso de mi vida a su lado y de ser parte de su
fondo de armario.
Yo soy y
seré siempre su vestido rojo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario