A principios del siglo pasado, mi tío
tenía una modesta fábrica de tejas y ladrillos. Bueno, decir modesta es casi
exagerar.
En ella trabajaban él y uno o dos
ayudantes. Y toda su tecnología consistía en sacar la arcilla de los bancales,
comprándola a los propietarios, mediante un labrado profundo y la criba de la
piedra. Luego la amasaban con agua, la ponían en unos moldes de madera sobre el
suelo duro y la dejaban secar al sol.
Mi tío no tenía ideología pero en el
país en el que vivía cayó el régimen político, abrumado por la corrupción y la
pobreza, y se instauró una república. Las necesidades de materiales de
construcción eran altas, pues era un sector estratégico para relanzar la
economía del país. Por ello, el gobierno le incautó la fábrica y procedió a una
modernización sin precedentes.
Pasados unos años, los errores
políticos y la ignorancia (mejor el cerrilismo) del pueblo propiciaron que las
fuerzas más conservadoras (¡qué palabra más mal utilizada!) con la complicidad
del capital y parte del ejército, y con el apoyo incondicional de la ideología
religiosa, iniciaran una masacre del pueblo, llamada también guerra, que acabó
con la victoria de los de siempre.
Restablecido el orden como dios
manda, a mi tío le devolvieron la fábrica modernizada.
El país estaba parcialmente destruido
por los bombardeos y la fábrica tuvo que trabajar sin descanso empleando a
varias decenas de personas.
Mi tío se hizo millonario y eso le
llevó sin remedio a definir su ideología política.
Fue el casual rumbo de la historia.
Porque la historia siempre ha sido hasta ahora “por casualidad”.
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