Ayer
oí las muletillas con que mi familia y todas las familias inundaban mis oídos,
nuestros oídos. Y también hubo que darle a la manivela para arrancar el Balilla
o el Grand Paige, que qué más da, en el que nos hacinamos todos cantando al son
de la bocina que se tocaba más para llamar la atención que para ahuyentar.
Ayer
fui de nuevo a la escuela con la lección aprendida a veces y no tanto otras. Y
jugué en el patio como absorto, como esperando que pasara algo que me mostrara
el futuro. Sentía que estaba de paso, tenía prisa.
Ayer
le dije cochino al retratista porque no me gustaba que me hicieran fotos, fue
mi padre quien me dio licencia, y bebí cerveza con los mayores, aunque no me
gustó su sabor, era como meaos de caballo.
Ayer
comí tortilla con arena y me quemé la espalda mientras jugaba con los demás a
vencer las olas, pero siempre con la mirada puesta en Helena, explorando su
mirada y gozando de sus risas, que eran las mías.
Busqué
su roce casual, su conversación furtiva. La espié en sus silencios y en sus
gestos mientras me elevaba, y que mis pies no tocaban el suelo.
Tuve
miedo de contarle lo que sentía porque la herida de su rechazo podría ser
mortal. Siempre hay una primera vez.
Ayer
me bebí todo el mar del verano junto a Helena y no me supo salado sino a miel
de olivo con canela.
Todo
gracias a Julián Ayesta.
Hoy,
ya despierto, escribo mis recuerdos.
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