Nunca había oído hablar de ello. Sí, sabía y sé que hay
innumerables formas de meditar, y que cada una tiene su propio nombre. Pero fue
al oírlo de boca de Candy, un amigo en el que creo, que me llamó la atención.
Y fue la segunda vez que lo mencionó, viniendo de una
excursión de montaña en el pirineo, cuando entré en internet, busqué la página
correspondiente y pedí ir a meditar en las fechas que más me convenía. Tuve que
rellenar un formulario con algunas preguntas algo inhabituales, contestándome
que estaba completo, que si me quería apuntar en la lista de espera. Dije que
sí.
Pasado un tiempo me solicitaron que confirmara si quería
seguir en la lista de espera, así como si estaría dispuesto a ir avisándome con
uno o dos días de tiempo. También dije que sí.
A las pocas semanas me enviaron un correo para
incorporarme en dos días. Yo ya lo había intuido, casi podría decir que estaba
seguro que sería sí; que me llamarían, seguro, y con dos días de tiempo. Como
si se tratara de un modo de confirmar mi interés por encima de todo.
Tomé el tren hasta Barcelona, y luego el rodalíes hasta
Palautordera; por cierto, pueblo feo donde los haya, probablemente para
competir con Cercedilla, y no me cabe duda que con otros muchos que por suerte
no conozco.
Me bajé en la estación abandonada que, entre pintadas y
cascotes, indicaba Palautordera, y me puse a andar. Un hombre que bajaba de un
coche, me vio y me preguntó adónde iba; le contesté que al pueblo y me
rectificó que era en sentido contrario. Di las gracias y cambié mi ruta, pero
insistió en su interés para con mi conducta y me informó que al otro lado de la
vía había una parada de autobús que llevaba al pueblo, que estaba a más de un
kilómetro. Nuevas gracias y crucé hacia un aparcamiento en el que los de allí
dejaban sus coches para tomar el tren a Barcelona y su zona industrial (o lo
que sea, porque para la industria que queda).
Estaba yo solo y me entretuve leyendo los carteles que
había pegados; me llamó la atención uno que convocaba a una carrera con perros.
Luego opté por dar patadas a las colillas que había bajo la marquesina del
autobús (preferiría decir del ómnibus, es más latino, más nuestro). Hasta que
llegó una señora con una maleta, se sentó en el banco de espera debajo del
toldillo, y se puso a fumar uno tras otro. Entonces, con mi exigua mochila
comencé a pasearme por la carretera y entre los coches aparcados.
Antes de que llegara el autobús, o mejor el ómnibus,
aparcó en su lugar una pequeña y desvencijada furgoneta, conducida por un
hombre de edad, de porte espigado, con un bigote blanco y grande, y andares de
una agilidad vacilante, del modo como andan los marineros, acostumbrados a
hacerlo así para compensar los vaivenes con que el mar sacude los barcos.
Nos saludamos y nos miramos varias veces a los ojos con
intención escrutadora, como intentando preguntarnos algo sin atrevernos. Me
parecía que iba a un encuentro secreto o algo parecido, y creo que él también
lo percibía así. Al poco llegó el siguiente tren, de él bajaron no más de 5 ó 6
personas, y entre ellas dos mujeres de edad por debajo de la mitad de su vida,
que se dirigieron al hombre preguntándole si era él el que las llevaría al
centro de meditación. Fue entonces cuando me acerqué y, antes de que llegara a
su altura, se dirigió a mi con una sombra de timidez para preguntarme si yo
también iba allí. Contesté afirmativamente y se apresuró a coger la maleta que
había en la parada del ómnibus, quizás influido por las voluminosas maletas de
mis futuras compañeras de meditación. Enseguida le paré para decirle que no,
que yo ya llevaba mi mochila. La maleta era de la señora que fumaba, que sin
duda esperaba al tren que iba dirección Barcelona.
Subimos los cuatro al coche y nos dirigimos a nuestro
retiro. Agradecí la intervención del primer hombre, pues la distancia era
realmente considerable y no muy agradable el trayecto; una carretera fría y
desangelada, igual que la tarde.
Durante el viaje hablaron sobre todo las dos mujeres. Una
de ellas repetía estancia y estaba deseando volver, lo cual me animó; la otra
era también novata. El hombre apenas hizo alguna pregunta, limitándose a
conducir, como parte de una meditación.
Cuando llegamos ya era media tarde de otoño. Los hombres
íbamos en una dirección y las mujeres en otra.
Entré en una habitación larga y algo estrecha. Un cartel
avisaba de varias normas: silencio absoluto (nada de saludos, ni gracias ni por
favor ni nada de nada), no trocarse ni para darse la mano y cosas parecidas
(todo ello ya fue para mí un choque importante). Tras una mesa, un hombre nos
iba dando un formulario parecido al que ya había rellenado hacía meses por
internet, el cual había que firmar. Al cogerlo fui a darle la mano y me la
rechazó sin miramientos señalándome el cartel. El formulario exigía, entre
otras cosas, el compromiso de cumplir los 10 días de retiro. Pero lo que me
sorprendió fue que nos pedían el teléfono, la documentación (carnés, tarjetas y
dinero) y las llaves del coche, a quien hubiera llegado por ese medio, para
meterlo todo en una bolsa de tela con un número, dándonos a cambio una ficha de
plástico con el mismo número.
Ahora pienso que ese fue mi error. Tenía que haberme
negado, o ya dispuesto a tener la experiencia, haber ocultado en la mochila las
tarjetas y el carnet de conducir, lo que me hubiera dado seguridad, con lo que
probablemente hubiera sido diferente. Al final explicaré porqué.
Tras instalarnos en nuestras literas y tomar una merienda
cena frugal, nos reunieron en un patio cuadrangular a todos los que íbamos a
compartir los 10 días de meditación. En total algo más de 50, mitad hombres y
mitad mujeres, aunque no los conté. Sí que en alguna ocasión hice un cálculo
más exacto, cuando estábamos en la sala de meditación, y contando los
voluntarios (cocineros, asistentes y monjes o casi) estábamos en torno a las 70
personas, más o menos.
Al patio daban varias puertas, las de un lado
correspondían a los aposentos de los hombres y las del otro a los de las
mujeres. También en éste último se alojaba la máxima autoridad (desconozco su
tratamiento), que era una mujer.
Envueltos en mantas, pues la noche era fría, escuchamos
las normas a seguir durante los siguientes días, que había que añadir, por
supuesto, a las que rezaban en los carteles, y que eran más o menos: levantarse
a las 4 de la mañana e ir a meditación hasta las 7, luego primera comida,
pequeño descanso y otras tres horas de meditación. A las 11 segunda comida, y
última para los repetidores (los nuevos tomarían un té y fruta a las 17 horas,
o sea a las 5 de la tarde). Luego, pequeño descanso y nueva meditación. Después
de la merienda frugal, meditación hasta las 7 u 8 de la tarde, ya noche en
otoño, en que había una charla y meditación que concluía a las 9 de la noche
con el “toque de silencio” (no sé si era posible más silencio…) y la marcha hacia
las literas. Todos los eventos se avisaban con un gong que había en medio de la
parcela; un gong para las mujeres y otro para los hombres (¿).
La mayoría de las meditaciones eran en una gran sala con
el suelo de parqué y las ventanas tapiadas, pero había flexibilidad y una parte
de la meditación se podía optar por hacerla en la habitación, si bien no era
aconsejable.
Estábamos discretamente vigilados. Un casi monje (es que
no sé cómo llamarle) cuidaba de que tuviéramos los cojines, las mantas,
banqueta quien la necesitara, e incluso en algún caso silla para sentarse en la
parte posterior de la sala, los que no podían resistir en otra posición.
Los vigilantes llamaban discretamente la atención cuando
algún comportamiento se salía de las normas (una vez me quedé dormido en la
litera entre meditación y meditación y vino a preguntarme si me pasaba algo), y
estaba a nuestra disposición para aclarar dudas; que digo yo… ¿qué dudas?.
Aunque la meditación, a diferencia de la que yo practico,
era con los ojos cerrados, yo los mantenía discretamente abiertos. Miraba
normalmente hacia delante, pero varias veces me fijé en el perfil de una
japonesa que había dos o tres filas más allá, a mi derecha. Me apeteció mucho
dibujar su perfil, tan diferente a los occidentales a los que estoy
acostumbrado los jueves por la tarde en las sesiones de dibujo.
Bueno, dibujar me apeteció muchas veces, así como
escribir, pero eso estaba también totalmente prohibido. Tengo que progresar yo
mucho para entender tantas cosas, que voy a tener que priorizar.
Entre meditaciones podíamos pasear por el terreno que
rodea los edificios, los hombres a una parte y las mujeres a otra, todo muy
separado. Eso lo hacíamos todos, cruzándonos una y otra vez sin ni siquiera
mirarnos a los ojos; los que tenían el coche aparcado al otro lado del seto lo
miraban como se mira un objeto de deseo al otro lado de un escaparate. Aunque
ahora hablaré de ese terreno que he citado.
El terrero, 4.000 ó 5.000 metros cuadrados, muy poco cuidado,
estaba (estoy hablando en pasado como si ya no estuviera, pero seguro que está)
relativamente poblado de pinos, algún frutal ocasional (almendro, granado) y
arbustos, con una constante “que todos se encontraban extremadamente
endémicos”, retorcidos los troncos, vegetando mal, con los frutos secos antes
de madurar. Vamos, como si estuvieran torturados. Ante esta perspectiva, saqué
varias veces con disimulo mi péndulo de madera e hice preguntas con resultado
desolador. Allí había pasado algo NO bueno en el pasado y el terreno no había sido
limpiado.
No fui capaz de averiguar qué. Pregunté si matanzas, si
un cementerio, alguna tortura, así como otras preguntas y ninguna me dio
resultados “totalmente” positivos; algo sí que me sugirió, pero ya me guardaré
yo mucho de afirmar una sugerencia del péndulo. Sólo una certeza, que en el
subsuelo había varias corrientes de agua cruzadas, aunque me sorprendió que no
hubiera hormigas, quizá, ante la proximidad del mal tiempo ya estaban en sus
cuarteles de invierno.
Otra cosa que me llamó la atención es que en el entorno
había algunas casas, al parecer no habitualmente habitadas, y que varios perros
ladraban continuamente en varios puntos, tanto de día como de noche. Los perros
son muy sensibles a los lugares geopatogénicos.
Vamos que allí se estaba mal, siendo prudente en el
calificativo.
Yo me pasaba la mayoría del tiempo dando patadas a las
piñas que habían caído de los pinos, observando las plantas con sus frutos
endurecidos antes de llegar a la madurez, mirando al exterior, cosa harto
difícil porque el seto lo impedía; porque nada de ejercicios físicos, que no
eran bien vistos.
La primera noche caí rendido por el viaje, por el cambio
de hábitos y por el frío. A las 4 de la madrugada sonó el gong y, sin apenas
asearme, me fui a la meditación.
Tardé casi tres días en encontrar la postura correcta,
posiblemente porque lo poco que he aprendido está dirigido a la meditación Zen,
que es muy exigente en la postura. La encontré cuando, al ver que había
banquetas, pedí una para mi. Pero sin y con la banqueta tuve varios episodios
de sueño en los que estuve a punto de clavar mi testuz en la espalda del
meditador de delante.
Las meditaciones las dirigía con su presencia una mujer
que salía a escena bastante tiempo después de que estuviéramos meditando, con
un aire un poco místico y se sentaba en la posición del doble loto frente a
nosotros; a uno y otro lado, en perpendicular, se sentaban los cuidadores,
mujeres y hombres (les diré casi monjes) separados a izquierda y derecha.
Y cuando digo “con su presencia” lo hago conscientemente,
pues apenas decía algunas palabras y enseguida conectaba una grabación.
Grabación que fue sin duda uno de los dos o tres detonantes de mi decisión
final.
Tres tipos de grabaciones tuve que soportar: una en la
que una voz pastosa que arrastraba gorgoritos en la garganta emitía cánticos
indescifrables, sin duda pensados para reforzar nuestro autocontrol (si
aguantas eso durante horas, ¿qué no vas a ser capaz de aguantar?); otra en la
que la misma voz nos instruía en el modo correcto de ir profundizando en la
meditación, con los ya consabidos sistemas de concentrarse en la respiración,
repitiendo las instrucciones una y otra vez en inglés; inglés que era a
continuación traducido al castellano con otra voz más timbrada pero también
grabada; y finalmente, la tercera grabación era el discurso de la noche, que
durante más de una hora, ahora sí solamente en castellano, nos contaba
historias con la estrategia sibilina de orientarnos hacia el budismo. Por
suerte, la voz de éstas últimas grabaciones era la misma del traductor al
castellano de la anterior.
Aguanté los tres primeros días porque prometían que si
pasabas el tercero todo cambiaba. Yo sólo hacía que recordarme de lo que me
había dicho Candy, que allí te dejabas toda la mierda que llevabas, así es que
yo esperé hasta el tercer día sin ducharme. Visto lo visto, al cuarto,
aproveché el tiempo después de la segunda comida, la de las 11, y tomé una
ducha procurando no atascar el desagüe.
Entonces apareció de forma espontánea otra promesa que
apuntaba al quinto día. Eso del “quinto día” me traía a la memoria una novela
que leí hace algunos años y que me dejó buen recuerdo, así es que esperé.
Habían pasado los días de forma lenta, con lluvias diurnas y nocturnas, con el frío de una geografía casi prepirenaica en otoño,
paseando y meditando, sin cruzarme ni una mirada con mis compañeros de retiro,
y sumergido en las malas energías del entorno. Soportando en los oídos los
ladridos de los perros de por alrededor, que no cesaban ni de día ni de noche.
No había encontrado mi sitio en la meditación y mis expectativas, que no sé
realmente las que eran, no se veían mínimamente cumplidas.
Yo miraba a mis compañeros durante los paseos y las
comidas sin preguntarme nada. Unos tenían aspecto de ejecutivos medio-burgueses,
otros de víctimas de la crisis y los menos de monjes iniciados. En cuando a la
comida, había también de todo. Algunos comían como si fuera su última voluntad
antes de la muerte y otros siguiendo una dieta estricta con la mirada perdida.
En cuanto a los voluntarios de la cocina, que entraban y salían como autómatas,
o mejor con el semblante inexpresivo, tenían aspecto de venir de cruzar el cabo
de Hornos. Bueno, a mi me lo parecía así.
En estas estaba yo, cuando apareció la promesa del
“séptimo día” en la charla de la noche, en la que se decía, que si llegas al
séptimo día de meditación y régimen de silencio, tu objetivo se reencuentra
contigo.
La superior, cada dos días, después de una de las
meditaciones de la tarde, nos llamaba de 6 en 6, nos poníamos ante ella y con
voz tan suave que apenas podías oír, nos hacía uno o dos preguntas: ¿meditas
bien?, ¿te duele algo?, y poco más. Yo, el día anterior le había dicho que me
dolía el menisco de la rodilla izquierda, que lo tengo roto; hizo un gesto que
no supe interpretar y ya está.
Había otras entrevistas que aparecían cada día en una
pizarra que había en el comedor, pero yo nunca estuve allí mencionado.
El sexto día por la noche me acosté intranquilo. Pensé en
que me había dejado arrebatar de forma pasiva y estúpida la identidad (la
documentación, el teléfono, las tarjetas, la llaves…), que una vez más había
actuado sin pensar; eso me molestó. Además de que estaba fuera de la ley y
atentaba contra mi dignidad como persona. No dormí en toda la noche.
A las cuatro, cuando sonó el gong, me fui directamente a
la sala de meditación, pero en lugar de colocarme en mi sitio busqué a mi
“interlocutor”; al sentirme junto a él se alarmó; interrumpió su abstracción
unos segundos y me indicó que iría después a hablar conmigo.
Más o menos una hora después me hizo señas para que
saliera fuera, me llevó a un lugar apartado, y allí le dije que tenía que
marcharme, que la rodilla me tenía destrozado y que necesitaba cuidados
médicos. Para reforzar mi argumento, que era verdad a medias, o menos, fui cojeando. En la corta conversación que tuvimos me pidió varias veces
que bajara la voz, puso cara de contrariado y me dijo que iría a comunicárselo a la superior (es que aún hoy sigo sin saber cual es su tratamiento). Me dijo
que fuera a desayunar y que después hablaría conmigo. Sobre las 7 tomé la
primera comida y me fui a la litera a poner en mi mochila las pocas cosas que
había llevado. Estaba yo allí solo, en aquella habitación con las ventanas
tapiadas, hacinada de literas y posiblemente acechado por algunos insectos,
chinches y pulgas, porque tenía las piernas picoteadas desde hacía algunos días
y me picaban a rabiar. Pensé que también era una forma de meditación, ¿o no?.
Salí fuera y me senté en un banco que había en la puerta;
ya no llovía. Al poco pasó un compañero con aspecto jovial y me preguntó en
valenciano que qué me pasaba. Le conté lo de la rodilla y se sentó a mi lado,
me dijo que era de Canals y que era la segunda vez que iba. Hablamos unos
minutos, suficientes para gozar del sonido de una voz humana y para que me
deseara una pronta recuperación. Él también repetía, era la segunda vez.
Al rato vino mi cuidador-vigilante con mucho misterio y
me dijo, no sin recriminarme con cierto tacto que tenía que haber previsto que
me iba a encontrar mal para no ir, que la superior le había dado permiso para
que me dejara ir (¡Qué cosas! Que me dejara ir… ni que fuera Sing-Sing). Le di
la chapa con el número y le pedí mi documentación, pero me dijo que me la
darían en el coche que me iba a llevar a la estación. Rechacé el coche
aduciendo que llegaría también andando aunque tardara más, que no quería
ocasionar más molestias, pero insistió.
Un hombre de unos cuarenta años, uno de los voluntarios
sin duda, me llevó a la estación; en el camino, él también lamentó que no
hubiera yo acabado los 10 días, arguyendo que el resultado es espectacular,
cosa que no percibes si no acabas. ¡Vaya por dios!.
No sentí ningún deseo de desandar el camino para volver
al retiro desde la estación, más bien sentí alivio de encontrarme en aquella
desvencijada parada del rodalíes de Barcelona. Le di las gracias y a los pocos
minutos estaba sentado junto a una ventana del tren viendo pasar los restos de
antiguas zonas industriales, las obras sin acabar del AVE a no sé dónde con los
hierros oxidados, los depósitos de coches esperando ser vendidos y varias
ciudades dormitorio desperezándose.
En el interior, cada loco con su tema, unos – los más –
manipulando su artilugio electrónico, otros leyendo el periódico, y algunos
conversando, o castigando al compañero o compañera de viaje con razonamientos
obsesivos, con el único objetivo de oírse a si mismos. El tren se fue llenando
hasta vaciarse casi de golpe al llegar a Barcelona.
Todo tan distinto, pero tan auténtico. Eso, nos guste o
no, es la realidad con la que hay que lidiar cada día.
Ni lo uno, ni lo otro. Pues a ver cómo arreglamos esto.
2016 – A. Nonimus ©
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