Todas las tardes acudía al café de la plaza y me arrebujaba en un rincón escondido, siempre en el mismo, para desde allí capturar algún momento singular, alguna imagen diferente o sugestiva que estimulara mi pobre mente de aprendiz de artista, para al día siguiente llevarla a mis cuadros; cuadros en los que hacía décadas que buscaba un estilo propio con poco éxito.
Unas veces era el apareo de unas palomas, otras el andar cansino de algún anciano con un niño de la mano y las más los gestos que algunas personas hacemos cuando no nos sentimos observados.
Miraba yo aquella tarde fijamente el lejano reloj de la torre, por entre las hojas del ficus de hoja pequeña que me acompañaba junto a la columna, cuando una imagen lejana me recordó algo que todavía tenía un hueco en mi memoria.
Se acercaba muy lentamente con aires de seducción y, aunque su figura ya no era la misma, los años pasados apenas le habían restado encanto. Continuaba teniendo ese algo diferente que me mantuvo tantas noches en vela, tantos días buscando entre la multitud de las calles en las horas punta, que me hizo llorar sobre las cartas no contestadas y que me sometió al inútil sufrimiento de la ignorancia.
Uno tras otro se me dispararon todos esos momentos de un solo golpe, como los vagones de un tren rápido vistos desde una estación en la que no se detiene, y pasaron delante de mis ojos de forma velada, quizá porque no querían impedirme ver su acercamiento, arropado en la nebulosa del recuerdo.
Entré en un sopor relajado y no sé si gocé o simplemente observé abstraído el tiempo infinito que la llevó hasta mi presencia.
Impecable, con un a abierta sonrisa en la mirada y un ofrecimiento en los labios; con su generoso escote volcado sobre mi mirada, estaba naturalmente fascinadora.
La miré de hito en hito durante largo rato tiempo, gesticulé con la boca de medio lado, sin levantarme de la silla y susurré suficiente para que me escuchara sólo ella: "es inútil, yo ya tengo a Raúl".
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