No se valorar cómo he disfrutado más con el sexo. Si en el momento de la relación. Larga o corta. Con las caricias de los preliminares o con los besos y el relax final, tendidos boca arriba y la mirada puesta en el infinito zenital.
Sí que cuando encuentro a la persona, de forma casual, con la que he compartido esos momentos, un extracto del pasado nos acerca y nos une a través de la mirada, de la posición de nuestros cuerpos, de una sutil atracción que parece querer evocar o repetir aquellos momentos.
Ayer fue un día de esos. Después de mucho tiempo la vi de espaldas. Su caminar. El movimiento de su pelo recogido en cola de caballo. Era ella.
Quise alcanzarla y lo hice lentamente para disfrutar aún más del encuentro. Nunca he sido impaciente. Ahora menos aún.
Pasaron varios siglos de placer inmenso hasta que llegué a su altura y rocé con mi brazo el suyo.
Volvió la cara con gesto serio, preocupado. En pocos segundos había recobrado la sonrisa. Una sonrisa que parecía traer de tiempo atrás. Que aunque no se correspondía con el momento, aún recordaba.
No nos dijimos nada. Continuamos caminando juntos mucho tiempo, aunque a mi me pareció un suspiro. Luego se paró. Nos paramos.
Ya frente a frente la miré por dentro. Esa mirada que sólo se puede hacer cuando conoces a una persona y le miras fijamente a los ojos durante mucho tiempo.
La suya se tornó acuosa. Sus lunares eran ahora verrugas y su pasión resignación.
La abracé. Nos abrazamos. Bajó la vista y siguió su camino. Yo me quedé mirando sus andares. El vaivén de su cola de caballo. Eso no había cambiado nada.
Varios metros después se volvió y me envió un beso con la mano.
Yo le respondí al saludo de despedida y me quedé maldiciendo a quien ha transformado sus lunares en verrugas.
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