Cuando
decidí nacer tuve que pactar algunos detalles. Yo no quería ser exactamente
así. No, no es que esté descontento, en absoluto, pero todo es mejorable.
Una
de las cosas importantes a las que tuve que renunciar fue al color de la piel.
Yo quería ser negro. Sí, negro como el betún, pero mi padre no lo hubiera
aceptado. La familia tampoco. Y es que ni en la familia de mi madre ni la de mi
padre había (ni hay) ningún negro; él tampoco. Y probablemente se pensaba que
no iba a ser bien visto en el pueblo. Además, no hacía mucho, había pasado por
allí Antonio Machín a dar un recital y, claro, podría dar que pensar.
Como
he escrito antes, yo quería ser negro pero no por capricho; quería ser negro
porque tiene muchas ventajas. A saber, soportan mejor el sol, no tienen
problemas de quemaduras en la piel por esa causa, no se suelen quedar calvos,
les pican menos los insectos y, de noche, pasan desapercibidos. ¡AH! coño, lo
más importante, tienen el sexo más grande (¿cómo se me podía olvidar eso con lo
importante que es?), lo que supone un argumento de peso (y longitud) a la hora
de relacionarse socialmente. Y el hombre es un animal social. Tampoco es
necesario dedicarle a esto más tiempo, es algo que todo el mundo sabe, intuye o
imagina.
En
el tiempo y lugar que me ha tocado vivir no hay grandes problemas de racismo,
sobre todo si la situación económica es buena o muy buena. Ya no se dice ni en
broma eso de que las tres cosas blancas que tiene un negro son los ojos, los
dientes y el amo. No, nada de eso. Como prueba ahí están Estevie Wonder (y eso
que además es ciego), Coby Brian, Bing Crosby y otros tantos, sin olvidar a
Encono, el legendario portero del Español, que tenía que jugar con pantalón más
abajo de las rodillas.
Pero
aún así, aquí estoy, más feliz que un mosquito en mis tobillos, embadurnándome
todos los días de crema solar, con gorra o sombrero hasta para ducharme y, por
las noches, poniendo a prueba a los fabricantes de repelentes de insectos.
¡Ay
papá! por qué no me dejarías ser negro.
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