Casi jugando a la gallina ciega, con el objetivo de los
dólmenes de Carnac y de refrescar la piel, me largo a la Bretaña continental en
el momento más céltico del año, y sale bien.
El “amado líder” que nos toca (título made in “maceta del
sur”) y la cohesión casi libertaria de los homos y homas, aún siendo de
especies varias y muy diferenciadas, hacen la mayor parte. El escenario no
defrauda.
En cuanto a la lengua, y tras varios lustros de duro
trabajo, ya se decir “bon jour” sin pronunciar la “r”.
Las energías de los alineamientos de Carnac hacen su
mágico trabajo y ya no siento la rodilla, sí la pierna (aclaración: a los
dólmenes se les atribuyen poderes curativos y yo venía con la rodilla lesionada
del descenso del río Tajo en kayak).
En la habitación que me asignan la compañía no ronca,
tampoco se ducha ni estorba, ni ná de ná.
Durante todo el tiempo que pasamos entre bosques, islas y
costas apenas llueve, creo que no se atreve.
Por la noche, las gaitas toman confianza y nos
transportan de la sorpresa al gusto, del gusto a la indigestión y de ésta al
oído. Al final descubro que soy celta, corto pero celta.
La sidra bretona, los creps y las “galetas”, y, cómo no,
las ostras tamaño “king size”, ante las que temes ser engullido antes de
atreverte a atacarlas, sitúan rápido en éste “finis terrae”.
Seis días de olvido abierto, ver con otros ojos, oír con
otros oídos y sentir antes que esperar a que me lo cuenten con los ojos como
platos y una sonrisa estúpida que llega más allá de las comisuras de los
labios.
En las visitas a “l’ile d’Artz” y “L’ile de Houat”, me
quedo de la primera con los restos megalíticos y de la segunda con un baño
nudista en compañía de mi ego, en la cala de los “moules” (éste bautismo sí es
mío, al contemplar los millares de estos moluscos que me impedían ver el color
de la piedra). Sin despreciar su cuidada uniformidad arquitectónica y encanto paisajístico:
casas blancas con tejados empinados y cerramientos color azulete, envueltas en
flores multicolor, más próximas a cuento que a realidad.
Casi con miedo me quedan preguntas que no buscan
respuesta porque no quieren perder su halo de misterio.
Sobre los dólmenes y los menhires flotan las costumbres
de sesenta siglos, que pretendemos descifrar con criterios miopes, cuando ni
siquiera somos capaces de hacerlo con lo que hemos vivido apenas hace unas
horas. Una vez más la presunción inconsciente del hombre y la mujer
contemporáneos. Lo cual no les resta ni un ápice de interés, mucho menos de
admiración. Yo, que no me atrevo a más allá de miradas furtivas y gestos
etéreos, aún guardo en el pulgar de la mano izquierda los restos de un picazo
con el que me regaló un inferior (de tamaño) en el interior de la “Table des
Marchand”. Soy presa fácil y al parecer suculenta para los que sin duda nos
sucederán.
Para acabar, el ritmo de los bailes celtas, integradores
y colectivos, que amenazan con no acabarse nunca y que penetran hasta
convertirse en coro y balé recidivantes, fugaz recuerdo de los celtas y sus
gaitas, unen más al grupo acabando por compartir miradas de complicidad y
gestos más allá de la camaradería casual.
Gracias Asterix, gracias
Obelix. Panoramix, guárdame un poco de esa pócima, que la voy a necesitar.
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