Hoy quiero celebrar algo, si ya se ha celebrado o se está
celebrando, pues me uno a ello.
Hace ya años que hago montaña, nada digno de mención
especial, pero montaña al fin y al cabo. Me gusta la naturaleza, sus sonidos
que son el silencio del espíritu, sus olores que son los olores de las noches
estrelladas y sus colores que son los colores de los sueños mágicos.
Al principio de esta costumbre de perderme en la
naturaleza, que en realidad era perdernos, porque a menudo solemos ir en grupo,
apenas nos encontrábamos con nadie y, cuando esto ocurría, parábamos y nos
preguntábamos para cerciorarnos de que íbamos por la ruta correcta. Poco
después, los clubes de montaña, algunas administraciones y montañeros
voluntarios íbamos marcando las diferentes rutas: GR, PR y otros, con sus
colores o simplemente haciendo montones de piedras, poniendo flechas o
letreros indicadores.
Pero en los últimos años, como se ha popularizado eso de
ir a la montaña a contarles en voz alta a los compañeros y a todo el que quiera
oírlo (o no pueda evitarlo), el último viaje a la Conchinchina, la excursión de
hace varias semanas o lo bien que me lo pasé el pasado finde, además de a
llevarse todas las flores, pájaros y cosas raras que no se encuentran en los
semáforos o en el centro comercial, grabados en las gigas del último modelo de
cámara digital, y, cómo no, a comerse el bocata rodeados de naturaleza (eso sí,
echando de menos la cervecita fría, que se me olvidaba), pues hemos quedado
liberados del mantenimiento de las señalizaciones.
¿Por qué? pues porque basta seguir los kleenex que va
dejando la mentada marabunta dominguera para llegar sin riesgo a cualquier
destino. Estos maravillosos instrumentos son dejados caer estratégicamente, a
veces como si estuvieran jugando al escondite y otras allí en medio, una vez se
han utilizado para higienizar los diferentes agujeros con que la madre
naturaleza ha dotado al “homo loquesea”.
Gracias nuevos montañeros, gracias Mr. Kleenex.
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