Hace
días que las ramas desnudas del laurelcerezo me filtran la luz de la mañana con
un regalo que invita a alejarse del solsticio de invierno. Sus incipientes
flores rosadas van apareciendo en las puntas de los pollizos sin timidez.
El
petirrojo que me visita cada mañana parece sorprenderse y se acerca a ellas
como si fuera capaz de captar la radiación de su crecimiento. Que lo es. Adorna
sus movimientos con un canto algo más agudo y mueve la cabeza con nerviosos
giros, alternando entre el suelo, las flores y mi presencia. Luego se va
emitiendo un largo silvido como despedida; algo así como “hasta mañana”.
No
puedo acercarme suficiente para ver el punto rojo de su ojo izquierdo, que le
da el privilegio de ver cosas que yo no veo, pero me lo creo.
Tampoco
puedo ver como crecen los pétalos de las flores. No tengo paciencia. He venido
para poco tiempo, y, quiero estar en tantos lugares y percibir tantas
sensaciones, que me pierdo la mayoría buscando la siguiente.
Me
quedo inmóvil durante un largo rato para darle al laurelcerezo, al petirrojo y
a mi mismo el cariño que nos merecemos. No sé cuanto tiempo estoy así, quizá
porque el tiempo es un invento.
Muerdo
una hoja de olivo para compartir su amargura. Me da placer y se lo agradezco.
Las
yemas del ciruelo comienzan a engordar, preludio de una explosión primaveral,
la estación más yang que tanto se anticipa en nuestra latitud.
Le
hablo al ciruelo, al olivo, al laurencerezo y al petirrojo, sin esperar otra
respuesta que su compañía, la belleza de sus floraciones y sus cantos; el
anuncio de las estaciones.
Luego,
reflexiono sobre si tengo que darle las gracias a algo o a alguien, y sólo
alcanzo a dármelas a mi mismo, por formar parte de la naturaleza, por compartir
la expansión del “big-bang”, que ahora se llama aquí “la puerta de la
primavera”.
1 comentario:
precioso, me encanta la primavera, aunque más yang todavía es el verano.
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