Tras más de catorce horas de vaivén en un recipiente con
ruedas llamado autobús, soportando decenas de paradas para coger y apear gente;
subidas y bajadas de montañas con curvas de no sé cuantos cientos de grados, y
vendedores de fruta, agua y comida en bolsas de plástico, mientras intento
mantener erguida la cabeza que se siente atraída sin control por la gravedad,
llegamos por fin a Borobudur.
Primero nos dirigimos al Lotus 1, un supuesto lugar para
descanso y desayuno que goza todas las bendiciones de la guía Lonely Planet.
Como llevamos pesadas mochilas y hay más de un kilómetro, tomamos un triciclo
para que lleve el equipaje. El que pedalea, a pesar de ser primera hora de la
mañana, lo hace sin demasiada fuerza ni entusiasmo.
Llegamos al citado L-1 donde alrededor de una mesa, un grupo
juega a las cartas, come chucherías y bebe algo. A mi pregunta de “quién es el
responsable”, apenas uno o dos vuelven la cabeza. Insisto y, al fin, uno se
levanta y me acompaña a una habitación de primer piso donde dos personas ven la
tele echados sobre la cama. Pregunta si hay habitación y le responden que sí,
precisamente la que ellos están utilizando.
Le doy las gracias y nos marchamos al Lotus 2, no muy bien
clasificado por la misma guía. Éste está a unos dos kilómetros, a pesar de que
el triciclista toma un atajo y yo comienzo a impacientarme; sobre todo porque
su pedaleo es cansino. Harto, le digo que se baje, subo al triciclo y comienzo
a pedalear. Al poco, miro hacia atrás y lo llevo a más de cien metros; levanta
las manos pidiendo que me espere pero no le hago ni caso.
Cuando llego al L-2 veo que él y mi compañero quedan lejos,
aunque han acelerado el paso. A la puerta hay una anciana que me recibe con una
sonrisa y me dice que sí, que tiene habitación. Luego llegan mi colega y el
triciclista, que por cierto quiere cobrar más de lo convenido. No me perdona
que le haya hecho correr, no está acostumbrado a ello.
Nada que ver con el L-1 que aconseja la guía, cuyo relato
del recibimiento ya ha quedado claro. Así es que en él permaneceremos dos días,
Queremos visitar el templo budista de Borobudur, que promete ser uno de los
monumentos importantes de este largo viaje por el sudeste de Asia.
Al día siguiente nos levantamos muy pronto y enseguida
estamos en el Borobudur. Quiero comenzar la visita por lo más alto, ahora que
apenas hay una veintena de personas en el recinto. Si desde abajo es
impresionante este gran complejo, desde arriba te sientes fuera del mundo.
Cuando llego me encuentro con la agradable sorpresa de que
una veintena de monjes con su túnica azafrán y una decena de monjas con la suya
blanca están rezando el último piso. El ambiente es sobrecogedor. Se me erizan
los pelos de los brazos y me apresuro a sacar mi péndulo para medir los bovis;
entre 18 y 20.000 por el momento.
Cuando concluyen los rezos, ya de por sí energizantes del
budismo, comienzan a dar vueltas alrededor en sentido dextrógiro, por el escaso
pasillo que queda, donde precisamente me encuentro yo. El primero en pasar me
dice “sorry” mientras camina lentamente. Yo me aparto, pongo la espalda junto
al muro y continúo midiendo la energía. Algunos monjes miran de reojo el
péndulo que cada vez exige que suba la valoración.
Cuando paso de 30.000 bovis siento un estremecimiento por
todo el cuerpo, especialmente en la columna vertebral que hace que desista de
seguir. Estoy emocionado y muy excitado.
Acaban y se marchan. Yo tengo que esperar aún un rato para
continuar la visita, sin duda la más interesante de todas las que he realizado
en Indonesia y Thailandia.
En ambos países, entre budistas, hinduistas y también alguna
mezquita habremos visitado varias decenas de lugares, incluido el Prambanan,
por citar uno entre muchos, pero en ningún caso he llegado a medir niveles de
energía parecidos, ni tampoco sentido nada igual.
Continué durante varias horas más, recreándome en los
grabados, en su arquitectura y cómo no, en el bosque tropical que lo rodea.
Desde lo alto se divisan los conos de algunos volcanes y una atmósfera mágica
alentada por la neblina propia de su geografía.
Sí, la visita al Borobudur “valió el placer”.
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