Han pasado décadas desde la primera vez que lo observé y, a
pesar del tiempo, no he progresado a la hora de descubrir los motivos o las
razones por los que la mayoría de los seres humanos, hurgan en su interior una
y otra vez, concentrados, con la vista perdida, absortos y ajenos a lo que pasa
a su alrededor. En ocasiones pueden incluso llegar a correr riesgos sin que den
la impresión de ser conscientes de ello.
Podría poner ejemplos de situaciones que recuerde hayan sido
las más relevantes, pero son tantas que no sé si voy a ser capaz de elegir.
Se me pasa por la cabeza el último día que fui a la sauna. Yo
prefiero el baño turco del balneario al que voy porque la sauna no tiene
posibilidad de añadirle agua (humedad); es totalmente seca. Pero estaban
reparando el techo y no tuve más remedio que entrar en la sauna.
Entré y sólo había una persona. Un hombre de entre treinta y
cuarenta años sentado en el escalón superior del fondo. Saludé y me puse en el
mismo escalón a discreta distancia. Apenas el reloj de arena había comenzado a
desgranarse cuando me llamaron la atención sus movimientos nerviosos; pero no,
no parecía ser una enfermedad ni tampoco un estrés momentáneo. Se trataba de
que alternando las manos y también los dedos, jugueteaba con ambos orificios de
su nariz, a la vez que absorbía aire de forma sonora y acompasada. Bien mirado,
esto era mejor que expulsarlo.
No sé si por costumbre o para disimular (no me atreví a
preguntárselo), sus dedos alternaban el interior de sus fosas nasales con el
exterior, pero era evidente que lo que más le interesaba era algo que había en
el interior, porque allí era donde se concentraba; tanto que llegué a pensar
que lo que buscaba pudiera estar en el cerebro más que en las propias fosas
nasales.
Yo tenía la vista fija en el reloj de arena con la esperanza
de que al vaciarse toda ella, mi solitario acompañante decidiera dejarme gozar
de la soledad y del silencio durante algunos minutos. Aún así no podía evitar
que el rabillo de mi ojo percibiera sus afanosos movimientos; así como los ya
mentados sonidos, mi: martillo, yunque y estribo.
Cuando ya me encontraba yo abandonado a la suerte de Vulcano,
hizo hacia mí un somero gesto de despedida y anduvo hacia la puerta mostrando
sin recato el tatuaje que cubría toda su espalda. Nada menos que un dragón con sus ojos abiertos hasta casi salirse de las órbitas echando fuego por la nariz. Comprensible.
Lo que son las cosas, ahora me estoy acordando de otra persona
que merece que dedique un poquito de tiempo a describir lo que, al menos el
tiempo que estuve a su lado, era una de sus costumbres favoritas. Fue mi jefe y
compañero, y ambas cosas las ejerció con acierto. Cuando marchó de allí lo hizo
para ocupar un puesto de muy alta responsabilidad, en concreto director general
de un banco.
Se llamaba Arturo y era cántabro (bella tierra donde las
haya). Entre su despacho y mi puesto de trabajo había un pasillo: a un lado la
pared y al otro varios compañeros trabajando, un mostrador y el público (los
clientes). Pues bien, él recorría ese pasillo con pasos largos y nerviosos
varias veces al día, para darme ordenes o para compartir información.
Lo curioso es que ahora, cuando recuerdo su imagen, no puedo
evitar que más que fijarme en su acuosa mirada penetrante, en su chaqueta
abierta que parecía que quería ayudarle a volar o en su escaso pelo
ensortijado, lo que veo es el dedo índice de su mano derecha viajando
alternativamente entre su nariz y su boca. Sin ningún recato. Como parte de su
toma de decisiones.
Y así y todo, allá que se fue de director general. La verdad
es que da que pensar.
No quiero alargarme, pero tampoco acabar sin relatar
brevemente otra experiencia visual más reciente acaecida en el metro, apenas
hace unas semanas. Se trataba en este caso de una mujer (afecta por igual a
sexos, edades y niveles culturales) de
una treintena de años, alta, morena, con una mirada abstraída (algo tienen que
tener esas interioridades que “abstraen”) y con el dedo meñique de la mano
izquierda (se ve que era zocata) enzarzado en un minucioso trabajo de búsqueda
nasal.
En un momento me pareció que fijaba su mirada en mí, pero ¡qué
va!, más vale así. Es que no miran. Ni miran ni ven, ni oyen, pensar creo que
tampoco; bueno, lo que no sé es si existen durante el proceso.
Deben de ser muy felices, y eso tiene un cierto atractivo.
Cómo diría… puede llegar a ser “una tentación”, eso. Es como si nos estuvieran
tentando para que probemos porque se supone que se trata de una experiencia
sublime.
Estoy en condiciones de afirmar, aun sin saber qué es lo que
buscan allá dentro, a veces incluso tan dentro, que estos comportamientos
encierran para mí un poderoso misterio. Un “misterio por descubrir”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario