miércoles, 29 de octubre de 2008

En los baños árabes

Mi cuerpo ya había soportado dos veces el paso por las diferentes piscinas. Del templado al frío y después al más frío aún, y luego de nuevo al muy caliente. Así es que me encontraba muy tonificado y lleno de vitalidad..
Reposaba ahora, quizás un poco ausente, con la espalda junto a la pared de la segunda piscina, observando el tiritar de unos y el alivio de otros, según su procedencia.
Así y todo, en mi subconsciente, había llamado la atención el paso de una mujer cuya mirada se había parado fugazmente donde me encontraba, con un gesto que intuía algún sentimiento. En el momento no supe qué me había querido comunicar, pero me inquietó.
Me estremecí suavemente, lo que me ayudó a salir del letargo y examinarla con un poco más de atención siguiéndola con la mirada, hasta que desapareció camino de otra poza.
Al poco volvió a pasar repitiendo el gesto de la vez anterior, y todo lo demás pasó a ser secundario, a no existir.
Nuestras miradas se encontraron y una sacudida eléctrica corrió a lo largo de mi columna vertebral. A pesar de la tenue luz de los candiles de aceite que colgaban de las paredes, descubrí el brillo de sus ojos moros y leí en ellos todo cuanto una mujer puede comunicar a un hombre aunque no conozca su lengua.
De repente dio media vuelta y entró en las duchas de hombres. Yo esperé algo más de un minuto, por ver si se trataba de un error. Transcurrido ese tiempo, puse fin a mi baño y, seguí sus pasos, al compás de los latidos de mi corazón que se aceleraba por momentos.
Al entrar pude percibir su cuerpo, insinuándose tras el cristal de la primera ducha y me apresuré a entrar en la contigua, separada por una fina lámina de vidrio traslúcido.
Durante la ducha en la que nos recreamos largamente, ella apoyó varias veces su cuerpo en la medianera. Yo cerré la boca para evitar que se me saliera el corazón.
Fuera, mientras nos vestíamos, abundamos en comentarios adolescentes que no reflejaban ni por asomo lo que ninguno de los dos sentía.
Un bañista que acababa de entrar se dirigió a ella para advertirle que estaba en el vestuario de hombres. Sonrió sin apenas inmutarse y dijo no haberse dado cuenta; a continuación, con una mirada cómplice, me espetó con voz más íntima: podría parecer que lo he hecho para ligar y nada más lejos, aunque ya que estoy aquí... lo que concluyó con una carcajada al unísono que rompió la poca tensión que quedaba en mi interior.
Tras un silencio estratégico obligado, fui yo quien, continuando con el juego anterior, inició el sempiterno y poco original interrogatorio (¿eres de aquí? ¿Conoces bien esto? ¿Dónde se puede cenar? Y no sé qué más.)
Ella se mantuvo elegante en las respuestas y ni fácil ni difícil en mis incursiones a su intimidad, haciendo gala de esa experiencia adulta que absorbe el interés. No había ninguna duda de que en aquel asunto yo, al menos por el momento, no había puesto nada de mi parte; y que estaba siendo dirigido desde cerca.
Algo más de una hora más tarde, tras un largo paseo, nos encontrábamos frente a frente en la terraza de un restaurante desde el que se podían contemplar dos ciudades; la real y la que guarda el Guadalquivir; invertida, imaginaria y caprichosa, prolongándose hasta casi debajo de nuestros pies.
La cena fue una exhibición de erotismo en todo. Gestos, miradas, risas, palabras y hasta el ruido de los cubiertos estaban impregnados de una música perfumada que anegaba la razón. Pero fue sobre todo en los silencios donde encontré los momentos más sublimes de placer.
La imaginé de infinitas maneras. Con el rostro cubierto teniendo solamente acceso a sus ojos, abiertos o cerrados, y yo descifrando el idioma embrujado que con ellos hablaba, o leyendo en las aletas de su nariz el ritmo de la respiración, o en los guiños de sus labios el sentido de sus mensajes.
Después, después, después. Sé que hubo un después. Siento que hubo un después, pero la cena me evaporó la razón y la memoria, y no fue el vino ni el Guadalquivir, no. Fueron sus ojos y sus manos, fueron sus miradas y sus caricias, sus susurros y sus besos, su cuerpo y quizá también el mío, del que ya nunca fui dueño.
Recuerdo vagamente risas y gemidos, palabras inconexas, su cuerpo contra el mío, sus pechos llenos y un momento eterno de placer.
El mundo, y nosotros dos solos en él.
Sentí frío y abrí los ojos, no sé cuanto tiempo pudo haber pasado. Estaba solo en la poza y con el agua helada.

;-)

No hay comentarios: