Voy (vamos) a una cena con gente que no conozco. Somos invitados. Se trata de cuatro parejas, entre ellas nosotros, una de las cuales, que sí que nos conoce a las otras tres, ha tenido el valor o la imprudencia de invitarme a cenar. Aquí me expreso en singular porque mi pareja puede ir a cualquier cena o reunión sin ningún problema.
Cuando digo imprudencia pienso solamente en mí, porque conociéndome, hay que ser insensato para hacer tal cosa. Y, si no, al tiempo.
Las presentaciones son como siempre: besos al aire, medias sonrisas de plástico, abrazos flojitos, nombres y poco más.
Yo, en silencio, porque quiero llegar a los postres, aunque nunca lo tomo. Bueno, al té verde.
Ni durante los preliminares ni durante la cena se habla de política, ni de religión, ni tampoco de sexo (con “x”, del otro tampoco, quizá porque a penas se deja ver, será que no existe). Tampoco se habla del tiempo, así es que no se habla de nada. Pero se habla. ¡Qué imaginación!
Alguien comenta algo del vino y más de uno se engancha. Ahora mucha gente sabe mucho de vino: hacen gárgaras (una hostia me hubiera dado mi padre si lo hago yo en la mesa de la familia), se enjuagan la boca, meten la napia (perdón, la nariz) en la copa hasta casi tocar el líquido y luego hacen varios ejercicios más para disfrutar de sus condiciones organolépticas (¡ahí queda eso!). Todo esto podría ser considerado una guarrería, pero ahora es muy elegante.
Pero yo, en silencio, que quiero llegar a mi té verde, y el vino me parece una puta mierda.
Otro, otra para ser más exacto, alaba la mayonesa. Y yo en silencio, que la mayonesa no es mi fuerte, yo prefiero el all-i-oli (ajo aceite en castellano).
Otro, ahora sí que es uno, come a dos carrillos una carne seca de no sé qué y gruñe. Yo, en silencio. Sonrío, que siempre viene bien.
Y llegan los postres ¡por fín!
Yo no tomo postre, mucho menos dulces, helados o chocolate.
Uno, que me parece que se ha pasado con la cosecha del 2005 (6 meses en barrica), azuza a mi compañera para que tome postre y más postre.
Y mira por donde, me sale de pronto la vena asertiva y le suelto: ¡coño! Deja ya de tentarla para que tome esa mierda. ¿Qué quieres, que se ponga hecha una vaca como la tuya, y encima ahora no están en edad de dar leche?, serás capullo…
La cena se va al carajo, y lo que es peor, también mi té.
Todo porque la gente no está preparada para aceptar la verdad. Mucho menos para que alguien se la haga ver.
La despedida es mucho menos protocolaria que la presentación. Quedamos con un “a ver si nos vemos” que sabemos que no será nunca. Nos intercambiamos muecas, que no sonrisas, y ahí queda todo.
De ahora en adelante sólo iré a cenas a ciegas si son realmente así: a ciegas. Literalmente. Y yo solito.
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