Hoy es día de fiesta en la familia. Hoy vienen los padres del compañero de un miembro de la penúltima generación familiar. Los han invitado para presentárselos a la familia, así es que habrá aperitivos (todos los días hay aperitivos, porque todos los días se celebra algo), comida en la mesa grande y todo lo que eso conlleva: el que tira la copa, el que mete la manga en la ensalada, el que pide que le pases el embutido y el niño que llora porque se le ha acabado la naranjada. Luego, para postre habrá pasteles (todos los días hay pasteles, porque hay que no dejar al páncreas que se recupere, que nunca se sabe lo que un páncreas desocupado puede hacer. Creedme que son un peligro).
Bueno, vamos al tema diplomático: la llegada resulta espectacular, pues a pesar de estar a mitad de agosto y de que aquí no llueve nunca, está cayendo un agua de cojones (los ingleses dirían “It’s raining cats and docs”, porque no entienden qué quiere decir "de cojones”). Tras las presentaciones, cenan con los más allegados, pero a penas pasan unos minutos, comienzan a sentirse los nervios de algunos de los que están al acecho, merodeando por los aledaños, para integrarse en el acontecimiento.
Por fin alguien rompe el fuego y todos los demás se avalanzan sin piedad sobre el grupo. El primero, se presenta y se hace a un lado, pues la integración en el grupo requiere de un poco de tiempo. Enseguida el segundo, y el tercero, y detrás todos los demás. Los más prudentes, tras un pequeño lapso de tiempo, se despiden con una sonrisa y/o con un “encantado, ahí estamos, si necesitan algo ya saben” (que se podría añadir, se las apañan, pero que no se añade porque no está dentro del protocolo).
Y también están los que se quedan, porque quieren participar y darse a conocer. Tienen algún chiste que contar o alguna frase brillante que han aprendido recientemente o que vienen lanzando desde hace tiempo en las reuniones con un nivel de éxito que consideran importante. No se resisten a desperdiciar una ocasión así. Quieren que los recuerden como el pariente brillante, gracioso o simpático, aunque lo más normal es que lo hagan diciendo “recuerdas, aquel gilipollas que no hacía nada más que decir chorradas” (eso si los agasajados o presentados son normales, claro. Porque eso de normales, que viene de norma, cada vez es más la excepción en lugar de la norma).
Y comienza el espectáculo. Hay que dejar la marca de la casa, hay que causar una primera impresión mundial. Primera impresión es esa para la que sólo tenemos una oportunidad que normalmente la cagamos.
Pero aquí se hace todo sin red. Cuando el primero cuenta el último chiste, ese que ya oímos a Eugenio hace 25 años, viene el segundo y deja las llaves con la estrellita sobre la mesa, el otro se atreve con la gracia machista que ríen las mujeres y ponen una mueca en la cara de los hombres. Porque las cosas están cambiando y además de otras perlas cultivadas, la hipocresía gana cada día más puestos en el ranking de los valores sociales.
El tercero (o el cuarto, ya no recuerdo), dice que se va porque mañana tiene que coger muy temprano (a las 4 de la tarde) el vuelo de NY, el de Bombay o el de Torrevieja, pero es importante que sea un vuelo, nada de ir en coche, tren o autobús, que eso del vuelo coloca en una situación más de élite, de distinción, aunque vayas en bajo coste y quien sabe si ocupando el asiento de quien en ese momento está en el water.
Así es que, conforme pasa el tiempo, todos van dejando sus señas de identidad, que es de lo que se trata. De hacerse notar, en suma. Así es que, cuando salgan por la puerta tras la tardía despedida, después de que los recién llegados se rompan la ternilla de la nariz sobre la mesa en esa cabezada que ya no se puede retener a tiempo, uno pensará que ha sido una vez más el ocurrente, otro que ha sido el gracioso, el inteligente; pero es raro que haya quien se de cuenta de que lo que realmente ha sido es el gilipollas, eso se les suele pasar a todos por alto. No entra dentro de lo posible para casi ninguno, aunque, entre tanta competencia, es normal que, al no haber grados, sea difícil asignar esa etiqueta a uno solo, y de algún modo se han de identificar a los familiares, que por el nombre resulta cada vez más complicado hacerlo. Sobre todo con la tendencia actual de ponerles nombres de animal de compañía y viceversa.
La presentación resulta un éxito. Todos (o casi todos) ya piensan en el siguiente acontecimiento familiar y por qué no también social. Lástima que estas cosas tan relevantes no puedan verse reflejadas en las revistas que luego hojeamos (u ojeamos) durante las siestas.
Son cosas de familia.
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