Aquella tarde de invierno, mientras sentía el calor de la chimenea a través de la ropa y mi cabeza jugaba a las tres en raya con el destino, mi lápiz jugueteaba con el bloc de dibujo al ritmo lento del piano de Listz.
Fui emborronando hoja tras hoja. Ora unas frutas, un barquito velero o la silueta de alguien sobre un taburete con las manos entrelazadas en actitud de pensar. Al concluir cada uno, viajaba al presente y anotaba al margen un bautismo imaginario; tan imaginario como los modelos que me habían inspirado.
Labrando la luz, el relieve del silencio o cosas parecidas. Al llegar a la silueta con las manos entrelazadas, anoté al margen: “la pensadora”. Y el dibujo quedó abandonado en el interior del bloc, junto con el atardecer que también cayó extenuado tras las montañas, dejando destellos rojos en las nubes que permanecían suspendidas en lo alto.
Pasaron años y décadas, hasta que el dibujo fuera calificado por el guía de un grupo de orientales como obra maestra. Y no contento, añadía en cada una de sus exposiciones, que era el fruto de una de las creaciones más meditadas del artista, inspirada al parecer en su amada, aunque éste había ocultado los detalles de su rostro para darle más universalidad.
La lámina, había sido encontrada casi un siglo después de ser creada, por un estudioso del artista en su taller; debido a que, al parecer intencionadamente, la había ocultado en uno de sus numerosos blocs de trabajo.
Quizá por eso no somos eternos, para ahorrarnos decepciones.
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