Siempre le he tenido un gran respeto a los agujeros, quizá porque de pequeño me reñían si los frecuentaba. Así es que me he acostumbrado a no penetrar en ellos de ninguna de las maneras. Bueno, sí, en la ducha sí.
Las reprimendas añadían como argumento uno irrefutable: “es de mala educación”.
Y hasta hoy. Vamos, no quiere decir eso que a partir de hoy vaya a cambiar. No.
Lo que quiero decir es que sigo fiel a esa conducta y tengo el propósito de continuar así por mucho tiempo; pero desde hace algún tiempo me sorprendo al observar que mucha gente anda con los dedos en los agujeros. En los agujeros que se ven. Es decir, en los de la nariz, en las orejas y en la boca.
O antes andaba yo muy despistado o no era lo mismo. Aunque ahora que pienso, creo que la nariz sí que la frecuentaban algunos. Pero eso de la boca… bueno, bueno, bueno. Eso sí que es “fuerte” como dice mi nieto: ¡qué fuerte, qué fuerte!
Lo veo en hombres y en mujeres, lo veo en jóvenes y en maduros (ved la medida de mi prudencia: ma-du-ros), lo veo en diferentes clases “socio-económicas” (qué matización más “guay”). Lo veo después de comer o almorzar y lo veo en cualquier otro momento. Vamos, que lo veo mucho.
Tengo que mirar para otro lado. Me da nauseas.
Parece que lo de la nariz se ha calmado un poco (excepción hecha de los semáforos que son el paraíso de las narices resecas), así como lo de las orejas, pero esto de la boca no hay quien lo pare. Está en plan inflacionista o como diría un músico o un italiano, va “in crescendo”.
Y gracias a que otros agujeros no están a la vista, que no quiero ni imaginármelo, porque hay quien a pesar de ello hace sus intentonas bien visibles.
A ver que nos depara pues el verano, cuando nos aligeremos de ropa.
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