Aldo
iba cada noche a aprender danza al patio de Ivana. Al principio se movía
torpemente pero finalmente, gracias a su constancia y la paciencia de Ivana,
había conseguido disfrutar sintiendo dentro la música y haciendo que parte de
su cuerpo se moviera con ella.
Una
noche, cuando durante varios giros sus ojos se encontraron comunicando aquello
que no expresan las palabras, porque son limitadas, Aldo le dijo a Ivana con
voz tenue: “Cásate conmigo. Tengo cuatro mujeres, pero puedo mantener una más
sin dificultades.” Luego de unos segundos de perplejidad, Ivana le contestó con
una sonrisa: “Ya estoy casada”. Aldo no se inmutó, al contrario, su cara se
iluminó más y le espetó: “No importa, a mi me basta con tenerte cerca para
poder bailar contigo.”
Su
insistencia, la ligereza de su verbo y la suave liquidez de su mirada
sobrecogió a Ivana, que acabó por dudar si debería responder o no. Temía que
cualquier objeción fuera superada con un nuevo argumento dejándola inerme.
Continuaron
bailando todavía mucho tiempo. Se miraban, reían, y al final acabaron
coincidiendo en una gran carcajada que les costó atajar.
Se
pararon uno frente al otro y a Ivana le rodaron dos lágrimas como perlas
transparentes que fueron a iluminar el parqué bajo sus pies. Ella tragó saliva
e intentó articular unas palabras, pero él no le dejó. Se adelantó para decirle
que no tenía cuatro mujeres, que había sido una broma, y que lo único que
quería era alabar la gracia con que había sido capaz de enseñarle a disfrutar
del baile.
Pero
lo más importante de todo había sido que habían conseguido reír juntos hasta
llorar. Reír es vivir en un mundo distinto y maravilloso, reír juntos en un
cielo color índigo lleno de estrellas doradas, pero reír hasta llorar es un
privilegio que está por definir.
Lo
que nunca sabremos es lo que Ivana quería decirle a Aldo cuando él la
interrumpió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario