Planté
un árbol a la puerta de mi casa cuando tenía apenas un metro (el árbol, yo sigo
igual). Lo hice torpemente o él no se sintió cómodo; digo esto porque comenzó a
crecer algo inclinado.
Durante
varios años he estado haciendo meditación y golpeándome el timo suavemente cada
mañana con los ojos fijos en él. Hoy, por razones o motivos que no considero
importante dilucidar, el árbol ha corregido su geotropismo y crece recto y
vigoroso.
Hace
unos días leí, escuché o ví, el medio no importa, un documental en el que
cuestionaban el poder curativo de la homeopatía. Decían, y es cierto, que el
principio activo se disuelve hasta 10 veces elevado a 30 en agua, y que es con
el resultante con lo que se elaboran las bolitas azucaradas. Que analizando el
resultado final, ni cualitativa ni cuantitativamente se puede detectar la
presencia del principio activo (creo que son normalmente bacterias), ni trazas
de ellas. Y que aún así, inexplicablemente, hay datos que avalan que funciona,
que cura.
Arguyen
que es un placebo y que lo que cura es el convencimiento y el deseo de curación
de quien lo toma.
Sin
duda tienen razón (todos). “Nos” enfermamos nosotros y “nos” curamos nosotros.
Sólo hay un tenue tabique aún no transparente para todos que hace que no todos
lo entendamos igual. Ese tabique comenzó a edificarse a partir de la concepción
mecanicista de nuestro entorno, asumida colectivamente, lo que ha alejado por
el momento el que haya una explicación que aceptemos con naturalidad.
El
tabique desaparecerá cuando entendamos y aceptemos lo que le ha pasado al árbol
que crece a la puerta de mi casa. Deseo que sea pronto.
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