¿Cuántas
veces lo hemos oído?, seguro que muchas: ¡está de cine!, “eso sólo pasa en el
cine” y tantas otras.
No
obstante sí que hay cosas que no pasan nada más que en el cine. Unas lógicas y
otras no tanto, unas buenas y otras raras, sobre todo raras. Vamos, que llaman
la atención. Vamos allá:
Una
mujer está sola en la cama de su casa, y al levantarse se cubre con la sábana,
la cual arrastra hasta el cuarto de baño, donde se ducha la cabeza y treinta
centímetros de su cuerpo.
Una
pareja está follando (hacer el amor sólo lo hacen los franceses) y, cuando el
tío se levanta resulta que lleva los calzoncillos puestos. Mi bisabuela me
contó que llevaba en sus tiempos un camisón con un agujero, pero los
calzoncillos ya no los hacen con agujero, que yo sepa. Parece que para las
películas, especialmente las de “jolibus”, sí.
Hay
que dar sensación de que es noche cerrada y no hay nadie por allí, pues la gran
mayoría recurre a los ladridos de perros. Sabíamos que los perros tienen buen
olfato, no que odiaran a los cineastas noctámbulos.
Todo
eso, y mucho más, pero no quiero extenderme porque deseo dejar un párrafo para
lo que ocurre en el cine, pero fuera de la pantalla.
Me
refiero a tener que soportar el ronroneo y el perfume de las palomitas de maíz,
también llamadas “roses”, “pop-corn” y “tostones”; el último se ajusta más a lo
que son en realidad. Nada que ver con el olor a tortilla de patatas de antaño,
que abría el apetito hasta el límite.
Y
no quiero acabar sin homenajear a los que confunden la sala de proyección con
el sofá de su casa y se pasan toda la película haciendo comentarios en voz más
que alta sobre lo primero que se les ocurre.
Y
aún así, pagamos bastante más de mil pesetas (perdón quise decir unos pocos
euros) por ir al cine.
Tendremos
que reflexionar. Todos.
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