BOLONIA
(la Emilia Romagna)
20/04/2015
Italia,
siempre Italia, y Bolonia lo es.
Acabo
de llegar y ya se respira (y se paga) su ambiente.
El
ómnibus que lleva del aeropuerto a la estación de trenes, apenas 15 minutos
semáforos incluidos, cuesta 6 €, lejos del transporte gratuito de la Bolonia
comunista de hace una década.
Nada
más bajar ya se percibe que no es una ciudad costera. Nunca sabré explicar el
porqué, pero siempre lo siento y acierto.
El
hotel está en la calle de al lado, apenas 100 metros andando. Me vendrá bien
pues quiero hacer algún viaje a ciudades próximas.
A
las 5 de la tarde me pongo en marcha. Las esbeltas arcadas de sus soportales me
protegen a lo largo de más de un kilómetro que me separa del área cuadrilátero.
El
centro de Bolonia y parte de sus aledaños se encuentran protegidos por sus
característicos soportales. Tantos kilómetros como longitud tienen sus calles
multiplicado por dos. Cada uno con un diseño diferente dan a la ciudad un aire
único. Protegen del sol y de la lluvia y la hacen acogedora.
Tanto
las columnas de esta arquitectura como el resto de los edificios de la ciudad
están construidos casi exclusivamente por ladrillo cocido luego revocado con
diferentes tipos de mortero. No importa que sean cuadradas o redondas, altas o
bajas, todas las columnas, cuando dejan ver su interior, allí está el ladrillo.
También
las puertas de la ciudad, las iglesias y el resto de monumentos aparecen con la
misma estructura. Luego, algunas, tienen añadidas decoraciones en función de la
época en que se construyeron, pero nada más. La basílica de San Petronio, aún
en restauración, es una prueba evidente de lo que digo.
Esto
le imprime un carácter particular a la ciudad.
La
constante rehabilitación es algo habitual en Italia desde que la conozco. No hay
calle o plaza que no tenga algo en rehabilitación. Es el precio que hay que
pagar por mantener y recordar la historia de manera digna.
Por
el centro no hay mucho tránsito de vehículos, en eso me recuerda a Praga donde
estuve recientemente.
Bicicletas
y bicicletas abarrotan los aparcamientos, frente a la estación, en la
universidad y allá donde hay un lugar para dejarlas. Son bicicletas de los años
60, con sus guardabarros, con el manillar retorcido y sin avergonzarse del
óxido que los años les han adjudicado.
Cuando
circulan lo hacen con gran habilidad entre los peatones, al estilo de los
triciclos por el centro antiguo de Marrakech. Sólo se les oye el traqueteo de
sus hierros trotando sobre los adoquines. Ignoran casi por completo los
semáforos, sólo atentas a no acabar bajo las ruedas de alguno de los autobuses
o vehículos de alta gama que de cuando en cuando comparten con ellas la
calzada. Un comportamiento totalmente latino.
En
la calle se huele constantemente a humo de tabaco. Pero no del tabaco que plantaba
y luego secaba mi abuelo para luego llenar su pipa, no. Éste es un humo
grasiento y pegajoso, que entra por la nariz y llega al cerebro. Un humo que
molesta.
En
Bolonia hay iglesias y muchas tiendas de ropa y de zapatos, tantas que parece
que tengan especial interés en fomentar el pudor. Se cambia de idea si se fija
uno en los diseños (me refiero a los de la ropa no a las iglesias).
En
la oficina de turismo no me ayudan mucho… me dan un plano y me informan de lo
que yo pregunto: Morandi, MamBO (es el museo de arte moderno, no un baile), la
universidad y poco más de momento. Me han tomado por un francés, será por eso.
Hago
una decena de marcas en el plano y me lanzo a la primera: Piazza Maggiore,
basílica de San Petronio. En rehabilitación. Nada más entrar el vigilante del
pudor me recuerda “el capelo”, me lo tiene que repetir dos veces porque no
había oído yo la “ca”, y claro pensé que era un vendedor del cupón. Me
sorprende la cantidad de confesionarios que hay, y muchos con clientes o
feligreses o pecadores, que no sé cómo calificarlos sin molestar.
La
basílica es muy grande y extremadamente austera. Hay más imágenes de madera,
mármol y terracota que de los que todavía somos de carne y hueso.
Están
san Pío da Pietrelcina, Carolo Oppizzonio, un tal Giovanni da Modena, que creo
que era pintor y varios más.
También
muchos carteles pidiendo dinero para la rehabilitación, que pagues por hacer
fotos, que compres un ladrillo para la reconstrucción; exactamente “adottamus
mattone”, y es que creo que mattone es ladrillo, asociación libre de mi
cosecha.
Cuando
me voy una chica cuenta las monedas de las recaudaciones.
Entre
las 7 y las 8 de la tarde las bicicletas comienzan a bostezar, los de las obras
riegan el cemento que han esparcido durante el día y los cafés se llenan.
A
las 8 entro en una trattoria a tomar algo y salgo de estampida en respuesta al
cariño de la acogida. Recaigo en un pequeño local “bio” llamado “Il volo del
bombo” donde sirven cocina de la región; bueno lo que ellos llaman cocina:
panini de mortadela o prosciuto de mil maneras (jamón en román paladino) y
pasta con birra o un cálice de vino frizzante (una copa de espumoso). También
aquí me toman por francés. Les corrijo para que sepan que les entiendo.
Tomo
de lo que hay, para que complicarse.
La
mesa que tengo enfrente a la que estoy obligado a mirar por mi posición me
ameniza la cena. Son tres parejas del lugar, dos mayores y la tercera de
mediana edad. Cuando llego ya han dado cuenta de algunos platos colectivos y
cuando me marcho aún siguen pidiendo más acompañados de las consiguientes
botellas. Me fijo y sólo tienen en común que llevan gafas. Bueno, si acaso que
los dos hombres mayores a los que tengo más cerca hacen esfuerzos por que la
cabeza no llegue a la mesa; es como si les pesara mucho y lucharan por no
meterla en el plato. Quizá si hubieran pedido una almohada conseguirían
relajarse.
Antes
de levantarme, el de la derecha comienza a toser y a no ser porque la mujer que
tiene a su lado le arrebata el vaso que ha cogido para aliviarse, se hubiera
abrasado pues era nada menos que el de la vela de cera que pretende dar un
toque romántico a la velada.
Contra
el silencio de los hombres, las mujeres hablan y hablan sin dejar de comer.
Vuelvo
al hotel de soportal en soportal, acunado por una luz suave que invita al
paseo. Ya apenas hay nadie por las calles.
Me
sobrepasa un hombre de andares rápidos acompañado de una oriental a la que le
cuesta mantener el equilibrio sobre los tacones. Unos metros más adelante el
hombre opta por tomarla en brazos y tras una veintena de pasos comienza a
tambalearse. La deja en el suelo antes de ir los dos rodando y continúan más o
menos en dirección recta. Seguro que algo se ha ganado con el gesto.
Martes
21/04/2015
Voy
al MamBO y me informan de que abren a las 12. Aprovecho las más de dos horas
que tengo para visitar la universidad de la que me separa un kilómetro y medio
de soportales. Hago todo el trayecto fotografiando las diferentes columnas y
sus capiteles. Es una calle recta que cambia un par de veces de nombre: vía don
Minzoni, vía dei Mille y vía Irnerio.
La
temperatura es agradable pero no estorba la manga larga. La situación
geográfica de Bolonia entre las montañas del este, con las cumbres de los
Apeninos todavía bien cubiertas de nieve, y las llanuras que dan al mar
Adriático le permiten estar cerca de todo (mar y montañas) pero sin tener nada
dentro, por decirlo de alguna manera.
Así
es que a pesar del duro sol del centro del día, se respira un aire
relativamente fresco cuando se asoma uno a las afueras.
La
universidad mantiene los mismos edificios de hace muchos años, aunque creo que
ninguno sea del 1088, año en que se fundó. Todos son de ladrillo refractario
como el resto de los edificios. Hay gran bullicio, pintadas, carteles,
convocatorias a asambleas, corros de estudiantes y un continuo ir y venir de
alumnos y profesores, andando o en bicicleta. De cuando en cuando interrumpe
algún coche de alta gama que circula de forma muy respetuosa.
Visito
el museo de botánica y zoología, en el Palazzo Poggi, junto con un grupo de
adolescentes y me recreo en lo que se ve de sus instalaciones. Tengo la misma
sensación de cuando estuve en la de Canterbury; me sorprende que no tengan
necesidad de edificios emblemáticos y de cambiar el mobiliario periódicamente
para ser eficaces y quizá también eficientes. No lo sé. No tengo datos, pero es
un síntoma tan alejado de las de donde yo vengo que llama la atención.
Cuando
acabo, como es hora de comer aquí (es mediodía), tomo el menú del primer lugar
que encuentro y me marcho al MamBO.
Apenas
tiene una planta con una docena de obras de “arte moderno”, aunque lo más
relevante es la colección permanente de Morandi. Un pintor que me gusta mucho y
con el que comparto su admiración por Cezane, del que se observa una influencia
relevante a mi entender. Seguro que en ello influyó mi maestro Vicente Mir.
Cuando
acabo, tras siete horas de zancajeo, estoy algo cansado, así es que voy al
hotel a tomarme un respiro y esperar que baje el sol.
Por
la tarde me empeño en encontrar la “finestra sur le canale”. Sí, aunque parezca
extraño hay más de un canal que atraviesan Bolonia. Uno lo consigo detectar
debajo de la puerta que hay en la Piazza XX setiembre, y para ver el que pasa
más por el centro preciso de la ayuda de más de un oriundo. Las indicaciones
del mapa que me dieron en turismo no son buenas.
Me
cuesta pero al final lo localizo, ya con poca luz del día.
Para
volver al centro yerro la ruta y me encuentro con la “feria de la unidad” (poco
más de 100 años que Italia es un país). En la feria, que está en la zona alta
ajardinada, al rededor de una fuente circular, hay puestos de comida, promoción
de colchones (hay un poco de obsesión aquí por los colchones, creo), un partido
político denominado “partido democrático” (cuando llevan lo de democrático en
el nombre, lo cual se presupone, es porque ocultan algo. Es para mi como cuando
para alabar a alguien dicen que es “buena persona”, pienso que es porque no
tienen nada mejor que decir de ella), un robot de cocina, alguna ONG y poco
más. Por destacar, hay un puesto en el que están cocinando una paella. Delante
tienen un cartel que reza “paella valenciana”. Al ver los ingredientes (allí
hay de todo) le pregunto al supuesto cocinero si es realmente valenciana, a lo
que me responde con toda seguridad que sí mientras la rocía con vino blanco. No
puedo evitar insistir y se reafirma.
Tomo
un té, hago unas cuantas fotos y me pongo a dibujar en la plaza mayor. Es de
noche y comienza a refrescar bastante. Más que ver lo que dibujo lo adivino.
Repito
la ruta solitaria de los soportales al filo de las 10. Compro una botella de
agua en un paquistaní, que aquí venden de todo: alcohol, bocadillos, galletas,
leche y la consabida fruta. Y me retiro.
22/04/2015
Decido
ir a Firenze. Tengo curiosidad por avivar recuerdos, sobre todo la mano del
David, la cual me dejó una impresión permanente que quiero comprobar hasta qué
punto se ha modificado.
El
tren de alta velocidad que me ha de llevar se retrasa. Pregunto a un hombre que
mira continuamente el reloj mientras espera y me indica el piso de arriba, que
es donde están los paneles de información.
Los
paneles me confirman que viene de Roma a Milán con 30 minutos de “retardo”.
De
nuevo abajo, el preguntado se interesa por lo que he averiguado; le informo del
retraso y exclama: “bienvenido a Italia”.
Hay
varios trenes con retrasos: 10, 15 ó 30 minutos, que luego son algo más.
Leo
los carteles de aviso y hay cosas “vietatas” como fumar, y otras “severamente
vietatas” como cruzar las vías. Lo entiendo cuando observo que algunos
incontrolados encienden disimuladamente sus cigarrillos y, tras unas cuantas
caladas, lo vuelven a apagar. Con lo de cruzar las vías es claro que sería
imposible nada parecido.
La
estación tiene una parte completamente nueva, con una veintena de andenes
subterráneos, aunque han mantenido la entrada y la parte antigua para los
trenes de cercanías.
Las
“carrozas” (wagones) son muy largos y espaciosos, y cada tren consta de al
menos 10 ó 15 carrozas, interiormente de un blanco impoluto, excepción de la tapicería.
Hay grandes espejos y luces de led.
Casi
todo el recorrido de Bolonia a Firenze es subterráneo; apenas algunos tramos de
pocos metros sale a la superficie.
Vamos
a 250 km/h y los oídos se me taponan (la insonorización no es muy buena); pero
aún así siguen acumulando retraso.
Los
billetes se compran en máquinas y no tienen descuento ni por ida y vuelta ni
tampoco por “mayoría de edad”.
Hay
al menos dos compañías diferentes que operan los trenes, aunque los coches,
wagones o carrozas, qué más da, son idénticos.
Circulan
por la izquierda.
Al
salir de la estación de Firenze me doy de bruces con un tranvía con las puertas
abiertas. En el panel indica T1, así es que no hay duda que es el que necesito.
La última vez que estuve no había tranvía, se le nota muy nuevo.
Pregunto
por el billete y me indican un kiosko que hay enfrente. Aún me da tiempo a
comprar un ida y vuelta; pico en la máquina que hay en el interior y parte.
Cuando
han pasado 7 paradas pregunto cuanto falta para el centro pues me parece recordar
que estaba muy cerca. Se echan a reír… voy hacia el extrarradio. Bajo y tomo el
que va de vuelta. Ya no me sorprende este tipo de errores, son tantas veces las
que me ha pasado lo mismo: En Londres-Canterbury, en Nancy-Lyon, en Praga…
De
la estación al centro de Firenze hay poco más de 100 metros y se recorre a pie,
aunque hay un autobús para quien quiera.
El
centro (Uffizi, Duomo, Ponte Vecchio, Pitti) está a rebosar de turistas chinos,
europeos y americanos; incluso hay algunos que parecen del planeta. Hacen
fotos, toman helados y comen pizzas mientras se abren paso a codazos susurrando
“sorrys”.
Yo
me propongo no entrar en iglesias ni catedrales, sobre todo si hay que pagar,
hacer cola o ambas cosas.
El
Duomo está en obras casi en su totalidad por fuera ¡Qué raro!.
Mi
objetivo principal es el Museo de BB.AA. y lo dejo para el final.
Después
de más de un centenar de fotos y un rissoto que no es tal, me acerco a la
“Galleria dell’Accademia”, donde hay una cola enorme que soporta el sol dando
la vuelta a la manzana.
Y
aquí entra de lleno el funcionamiento del sistema “cazar al turista despistado”
con técnicas sicilianas. El resultado en mi caso: éxito total.
Entro
en una “billetería” que hay frente a l’Accademia y solicito el ticket. Me
preguntan si tengo reserva, digo que no. Hacen una llamada telefónica y me
confirman que podré entrar dentro de una hora, advirtiéndome que me va a costar
18,50. No afecta lo de la mayoría de edad (si hago cola son 12,50 y con la
mayoría de edad 9). Digo que sí, no quiero tener que quedarme un día más.
Me
hacen apuntar mi nombre, sólo el nombre, en un trozo de papel, se lo quedan y
me envían al garito de al lado. Ya me han cobrado, eso lo primero.
Llego
al garito, doy mi nombre y uno, acto seguido, de ellos me acompaña a la puerta
del museo, saluda al portero, pariente lejano de Don Vito, que nos sonríe y,
saltándose la cola me introduce sin darme ticket ni billete ni na de na.
En
poco más de 5 minutos ha pasado la hora y estoy frente al “rapto de la Sabina”,
al “David” y a un montón de figuras y tablas más, acabadas o a medio acabar, de
Miguel Ángel, de Jean de Boulogne y de Lorenzo de Bartolini, que es lo que es
el museo de l’Accademia. Todo está muy bien, pero con un sello de procedimiento
“made in Italy” que merece carcajadas, porque ¿para qué otra cosa?.
Me
quedo largo rato observando y dibujando (otros hacen lo mismo), hago fotos y
finalmente, sobre las 4, vuelvo a la estación a tomar el alta velocidad para en
poco más de media hora estar de nuevo Bolonia.
Cuando
llego al hotel echo en falta la botella de agua, el cepillo y mi pasta de
dientes de caléndula, sin flúor.
En
recepción me piden disculpas, la gobernanta creía que había cambio de huésped.
Me dicen que compre de nuevo lo que me falte y me lo pagan.
Salgo
a pasear y ceno en un garito mexicano llamado “piedra del sol”, me apetece algo
que no sea pizza. Me atiende un personaje sin gracia. Sopa de maíz y un
guacamole un tanto particular que no pasará a la historia me quitan el capricho
y la ilusión del cambio.
Hago
en una plaza un dibujo más, porque la noche solitaria no invita a que la
acompañe, y a las 10 vuelvo al hotel con la cremallera subida hasta la
barbilla.
Voy
pensando y sacando atrevidas conclusiones sobre este pueblo lleno de vida,
sobre su bullicio cansino que parece caminar sin saber hacia donde, quizá un
objetivo que de poco ilusionante es mejor ignorar. Y aún así, camina alternando
la mirada entre la pantalla del móvil y las ropas y zapatos de los escaparates,
nunca a los ojos.
23/04/2015
(jueves)
Anoche
estaba realmente cansado, y parece que aún me queda.
Me
ducho, desayuno y descanso otra hora. Inhabitual en mi.
Luego
me dirijo a la Vía Saragossa (cada vez que veo un nombre propio traducido me da
por reír. No lo voy a entender nunca); me dispongo a pasar por sus más de 600
arcos para subir al Santuario de San Luca, que pásmome, parece que sea un santo
y es una virgen…
Desde
arriba se puede distinguir claramente que Bolonia tiene a un lado una geografía
montañosa, verde y ondulante, y a la otra una planicie inmensa, probablemente
hasta Trieste y la costa del Adriático, también espectacularmente verde.
Si
entre arco y arco hay 5 metros, los 658 que hay desde el principio en la
mentada calle Saragossa hasta lo alto suponen 3.290 metros, que de ida y vuelta
son más de 6.600 porque después del último arco aún queda un trecho.
Hay
quien hace el recorrido corriendo, otros lo hacen andando o casi arrastrándose;
no sé si por deporte o por devoción. Pero como junto a esto hay una carretera
también hay quien lo hace en coche, y unos pocos (muy pocos) en bicicleta.
La
mayoría de los arcos tienen el nombre de quienes los han pagado o restaurado,
incluso algunos detallan el motivo por el que lo hicieron. Una sanación o una
última voluntad.
Parece
que la mayoría de las restauraciones de edificios religiosos se hacen por
suscripción popular. Un ejemplo a seguir sin duda, de hecho, a pesar de estar
Italia tan próxima al Vaticano, dedica la mitad que España a la citada secta,
filosofía u organización mediática, que qué más da.
Ya
abajo, estoy frente a la “puerta Saragossa” esperando que me de paso un lento
semáforo. Miro hacia atrás y me fijo en un restaurante que destaca por su
diseño y su extrema blancura. Entro y, como es más de medio día, me tomo la
segunda “colazzione”, que no es sino una ensalada con tomate (¿cómo no?) y un
bocadillo caliente; aún no he conseguido encontrar comida de cuchara.
Sigo
mi camino y me tropiezo con la “biblioteca española” y un par de edificios
patrios más. Luego busco el Palazzo Fava para ver la exposición “De Cimabue a
Morandi”. Cimabue fue un pintor bolognés más de cuatro siglos anterior al
segundo. Casi me tienen que hacer un análisis de ADN para hacerme la tarifa
reducida (¿). En la cola observo una seriedad excesiva, parece como si se hubieran
tragado el palo de una escoba y no consiguieran vomitarlo.
Realmente
Morandi es una excusa para sacar la pintura religiosa que tienen de la media
docena de pintores que van del uno al otro. Dada mi ignorancia, sólo puedo
disfrutar de mujeres jóvenes con las tetas al aire y de hombres viejos en
penosas circunstancias; cuando hay alguno de éstos joven es porque se trata de
un ser mitológico (p.e. Cupido). También puedo disfrutar de las diferentes
maneras de representar el sufrimiento de dios hecho hombre, que, aunque por las
fechas que están pintados no creo que lo conocieran, todos coinciden en lo mal
que se lo hicieron pasar y el hambre que debió de pasar porque está en las
últimas. El arte es así, qué le vamos a hacer.
Agotadas
mis retinas me voy al hotel a cargarlas… son casi las 5 de la tarde y ya toca.
Vuelvo
recuperado cuando el ocaso apunta en el horizonte, decidido a tomar una pizza,
cosa que no he hecho todavía en toda la semana. Elijo una napolitana bien
hecha. Al primer bocado ya me doy cuenta de que va a ser como tomar una paella
en la Quinta avenida. Con estas cosas se derrumban los recuerdos… y eso que
tanto el cocinero como el camarero hablaban en italiano; nada de ruso, chino ni
nada parecido.
Al
final vale la pena la elección pues comparto comedor con más de una veintena de
adolescentes con las hormonas desbordadas, casi seguro que en viaje de “no
estudiar”. Hablan a gritos y todos a la vez, como todos los grupos que se
forman en cualquier parte del mundo, aunque me parece que quienes más gritan
son las féminas.
Así
las cosas me voy a dibujar a la plaza de Neptuno. No hay luz o más bien muy
poca; tampoco hay casi gente. Hace frío. Así es que un dibujo y camino del
hotel a escribir un ratito. Aunque son poco más de las 9 las calles están vacías,
como cada día a estas horas.
24/04/2015
(viernes)
A
las 11:28 parto en el tren que me lleva a Ferrara, a 47 km de Bolonia. El
recorrido dura casi una hora pues para en Castelmaggiore, Funo Centergross,
S.Giorgio di Piano, S.Pietro in Casale, Galliera, Poggio Renatico, Coronella y,
por fin, Ferrara (patrimonio de la UNESCO). En total 56 minutos.
Me
oriento hacia el centro del casco antiguo que cuenta con un pasado rico, lo que
quiere decir que una élite política y religiosa vivía muy bien, dedicada al arte
y a conspirar en los centros de poder, a costa de que muchos trabajaran duro
para sobrevivir (no quiero ser cruel en mis calificativos).
Pero
ahí queda el honor y el orgullo de ser patrimonio de la UNESCO (de honores y orgullos no se come), de
recibir visitantes que dan trabajo a la hostelería y a las tiendas que venden
esas cosas que no sirven para nada pero se compran.
Admiro,
callejeo y fotografío sus castillos, palacios y catedrales; sus cañones
oxidados que fueron defensa de éstos, y, aconsejado por un lugareño, me dirijo
a un restaurante en el que ¡por fin! me sirven un pescado (bacalao) bien hecho
y comida de cuchara.
Luego
un par de exposiciones; una de ellas, llamada “La Rosa di Fuoco” trata de la
Barcelona de Picasso y Gaudí ¡qué vecinos más listos!. En ella se incluyen
además de algunas obras del malagueño, otras de pintores de la misma época
entre las que destacan Anglada Camarasa e Isidre Nanoni. De ese modo amplían
sin recato su artístico elenco.
Por
lo demás, la misma tónica que los pueblos de la Emilia-Romagna, calles
empedradas, edificios de ladrillo cocido y espacios amplios bastante
respetados.
Cuando
vuelvo a Bolonia son casi las 7 de la tarde.
Al
anochecer vuelvo al centro y está a rebosar de gente que tapea, pasea y
deambula de aquí para allá. Mañana es el 25 de abril, día de su liberación y
fiesta nacional. Además están celebrando también por estas fechas el
aniversario de su unidad nacional.
La
noche es excelente y más animada que el resto de la semana; aún así, me vuelvo
al hotel a descansar. No me quedan ganas ni de dibujar.
25/04/2015
(sábado)
Hace
frío, mucho frío, se ven abrigos, anoraks, guantes y bufandas. Está nublado y a
veces chispea ligeramente.
Me
voy a la calle donde se celebra el “25 de abril” (y no es la batalla de Almansa).
Hay tenderetes de recogida de firmas, pancartas, música y tapeo.
Conforme
se adentra la mañana todo se hace más denso hasta casi impedir el paso. Se
reivindica todo, y aun siendo con razón más que sobrada que hace sentirse
solidario, aquí y también en mi país, acaba cansando.
Piden
educación pública y de calidad, una nueva constitución, retirar las millonarias
ayudas a la iglesia, respeto a los animales y, sobre todo, respeto a la
libertad en general. Quizá sean los retrocesos de los últimos años lo que hacen
ensombrecer la ilusión de cambiar la tendencia. Es como si estuvieran (nos
sintiéramos) incapaces de reaccionar de forma eficaz.
Pasa
un grupo de niñas y niños con gorras cantando alegremente. Ya no cabe nadie más
así es que decido dejar sitio.
Me
dirijo al Mercato di Mezzo que también está a rebosar. El puesto del pescado
soporta una larga cola de modo que me voy al otro “piano” (al piso de arriba),
y ni allí consigo salvarme de comer pasta, pizza, tortellini o bolognesa.
Siempre con fromagio y pomodoro; y es que al final cansa.
Me
retiro a descansar un par de horas y ya por la tarde me paso de nuevo por los
jardines de arriba, donde está la fiesta de la “unitá”. Más tarde me encamino
al sur de la ciudad, casi en el extrarradio, a un lugar llamado “Labas
Occupato” en el que me han dicho que a las nueve de la noche hay bailes
tradicionales italianos. Tardo en encontrarlo pues está lejos y hay que
atravesar una decena de calles solitarias y no demasiado iluminadas. Cuando
llego resulta ser una casa okupa que está cerrada a cal y canto.
Vuelvo
por la larga calle Stefano y, delante de la iglesia del mismo nombre,
originalmente templo laico; una señorita me ofrece una visita guiada gratuita y
la rechazo (fue algo automático y no puedo explicar porqué; posteriormente
intenté buscar algo que lo justificara sin éxito). Me conformo con entrar y dar
una vuelta yo solo. En la misma plaza Stefano, me topo por casualidad con el
palazzo Isolani, un palacio renacentista muy bien restaurado y reconvertido en
su parte baja en galería de tiendas y restaurantes. Allí me tomo unos
aperitivos que me sirven de cena. La noche es buena pero los días se me hacen
largos, muy largos, así es que me dejo llevar por los pies que se dirigen al
hotel. Esta noche y en la calle hay mucho más bullicio y animación; mañana es
domingo y algunos no trabajan, aunque mirando alrededor no creo que sean
muchos.
26/05/2015
(la domenica)
Salgo
tarde, sobre las diez. Ayer decidí que dibujaría una mujer abrazada a un
caballo que hace de separación entre dos escaleras que suben al parque la
Montagnola, donde está la feria de la unidad nacional. Se trata de un relieve
que hace también de pórtico; de gran tamaño y creo que muy bien ejecutado.
Mientras
dibujo me interrumpe una mujer de mediana edad, oriental, acompañada de otra
mayor. Me dice que está desorientada. Le muestro el plano y le indico el lugar
en el que estamos y hacia donde tiene que ir para llegar al Área Quadrilátero
(el centro) y se apresura a fotografiar el mapa con el teléfono. Me dan las
gracias y se marchan.
Cuando
acabo subo a pasear y vuelvo a encontrarme a las dos mujeres que me saludan de
un modo mixto oriental-occidental.
Me
voy a la plaza S.Stefano a dibujar a la iglesia dedicada actualmente al citado
santo; por el camino, es más de medio día, pienso que si no como ahora se me va
a complicar, así es que me incorporo a la cola del único puesto del “mercato di
Mezzo” en el que sirven pescado (la cola da la vuelta a la plaza). Como algo
“pescatoso” que no sé lo que es. Al salir me encuentro con las orientales y les
ayudo a encontrar el pescado (los orientales son de fish), a moverse un poco
por el Quadrilátero, que hoy está a rebosar, y poco más. Mientras hablamos y me
dicen que son de Singapur; sin duda de la colonia china que en esa ciudad
estado es inmensa. Les manifiesto lo que me gusta su país y se les ilumina la
cara.
Las
dejo en la cola y me marcho.
La
calle está imposible, el centro está todo cortado al tráfico (más aún que entre
semana) y abundan los malabaristas, vendedores y payasos, que aquí parece que
no todos están en el Parlamento; también los de las ong’s y algunos arengando
al estilo de High Park Corner. Al final no he ido a S.Stefano, lo haré por la
tarde; ahora a descansar.
Me
despierta una tormenta que no dura demasiado. Salgo, ahora sí, a dibujar y
antes de llegar se cierra el cielo para ofrecer un concierto de truenos
acompañados de un agua torrencial que el viento hace bailar caprichosamente
hasta adentrarse en los soportales; aún así me resguardo hasta que cesa. Qué
remedio.
Mientras
me distraigo haciendo fotos porque la lluvia da mucho de si a la hora de
conseguir fotos interesantes. Se me escapa una bicicleta con paraguas que se
refleja en los adoquinados mojados, y otras muchas interesantes. Soy lento de
reflejos.
Dibujo
durante un rato aprovechando la tibia luz de atardecer que ha quedado tras la
tormenta primaveral; llena de ozono y de olor vida. Vuelvo al palacio
renacentista a tomar mi aperitivo-cena; lo tengo enfrente y me dejó buen
recuerdo ayer.
Salgo
lentamente, doy unas vueltas de despedida cámara en mano y, tras zafarme de una
mujer que pide en los soportales de la calle Independencia, y que me sigue
intentando abrirme la mochila y quitarme el monedero del bolsillo de atrás,
hago por esta vez mi último viaje de regreso al hotel.
Las
calles vuelven a estar desiertas a pasar de no ser aún las nueve de la noche.
Un bostezo generalizado envuelve Bolonia que se prepara para comenzar otra
semana en pocas horas.
27/04/2015
¡Piove,
piove, porco governo!
Sí,
llueve, y la frase resume bastante bien “nuestra” forma de ser.
Chiao
Bolonia, cuna de Marconi. Chiao a sus kilómetros de soportales, a su olor a
humo de tabaco, a sus bicicletas casi de época, a Neptuno sostenido por cuatro
madonnas que presumen de atributos, chiao al Mercato di Mezzo, a la vía
Stefano, a la vía Independenzia, a su pasado comunista con transporte público
gratuito, chiao a su universidad fundada en 1088, con Eco en la cátedra de
Semiótica (¿qué es la semiótica?), chiao a Bolonia geográficamente cerca de
todo pero sin estar en nada (costa, montañas nevadas, campo fértil, chiao a
Morandi, ese gran solitario austero.
Chiao
Italia.
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