Voy pedaleando contra el viento, un
viento suave de principios de abril.
El día es soleado y ahora, a su mitad, se
manifiesta con un aspecto amable.
Vengo de hacerle una breve visita a mi
madre, una alegre nonagenaria que vive en plenitud. Hace lo que quiere porque
no desea hacer otra cosa. Si eso es lo que llaman felicidad, es feliz.
Como no me gusta la carretera voy por
caminos solitarios.
En un giro supero a una anciana que
empuja un carrito de inválido ayudándose de una muleta. Vuelve la cabeza y me
grita pidiendo ayuda. Vuelvo.
Es menuda, de piel oscurecida por el
tiempo y arrugada por la vida. Me habla con acento gitano, con una dulzura que
implora caridad pero sobre todo atención.
Lleva colgada del carrito de inválido una
bolsa de plástico blanco con tomates muy maduros, tantos que la bolsa comienza
a desgajarse. De una abertura que tiene el carro en el respaldo asoman cuatro o
cinco barras de pan.
Me cuenta, mientras obedece mi orden de
sentarse en la silla, que tanto una cosa como la otra, los tomates y el pan, se
los han regalado en el pueblo.
Lleva una pierna vendada.
Me ha pedido que le ayude a llegar un
poco más adelante señalándome con la mano unas chabolas que hay a poco más de
cien metros.
Empujo la silla con la mano izquierda
mientras llevo con la derecha la bicicleta a morro.
Cuando estamos a punto de llegar donde me
señalaba, le pregunto si es allí y me dice que un poco más adelante.
En todo el tiempo no ha parado de hablar.
Me cuenta cosas de su vida. Que se cayó y se hizo daño en la pierna, que fue al
hospital, le pusieron una crema y le vendaron la pierna. Nada más.
Que su hijo está en otro hospital
ingresado con dos úlceras de estómago. Vomitando sangre.
Entre un relato y otro se deshace en
agradecimientos por mi ayuda.
Vuelvo a indagar sobre nuestro destino
(el de ahora, claro, que el sol no es tan agresivo y llevo una gorra), me dice
que un poco más adelante, pero que la deje y alguien le ayudará, que ya he
hecho bastante.
Suelo acabar lo que empiezo, no iba a ser
menos ahora.
Se interesa por si me estarán esperando
para comer y le cuento algo de mi mida muy superficial, lo demás podría no
entenderlo tampoco yo, así es que ¿para qué?.
Continúa diciéndome que tiene una hija
que vive en otra ciudad, que de ella tiene una nieta que no quiere comer. Que
su madre tiene que subirla y bajarla por la escalera varias veces para
conseguir que se tome un potito.
Mientras, nosotros seguimos camino
arriba; ella, la silla, la bicicleta y yo empujándolo todo. Ya llevaremos un
kilómetro al menos.
Hemos superado las chabolas que me indicó
de donde salía una música estridente. Al pasar ha saludado a un hombre y a una
mujer que estaban a la puerta.
Sigue hablando. Ahora me repite cosas que
ye me ha dicho antes. Sigue deshaciéndose en agradecimientos y deseos de que un
tal dios me de mucha salud.
Cuando estamos a punto de llegar donde me señala con la mano lo que dice es su destino final (también se refiere al de ahora), unas chabolas pegadas al terraplén de la autovía; hay dos coches
de colores llamativos a la puerta. La calle que forman las dos chabolas da a un pequeño desagüe que atraviesa por debajo la autovía. Al mirar hacia el
interior del agujero veo que está lleno de objetos rotos amontonados.
Le pregunto por los coches y me dice que
los trajeron unos moros, justo los que viven frente a su casa, que son para el chatarrero.
Ya más cerca observo que a éstos les faltan ruedas y otras partes imprescindibles para
moverse.
En la puerta que hay frente a la suya hay
un foco encendido de por lo menos 500 watios, pegado a la pared. Son poco más
de las dos de la tarde y el sol está en lo alto.
Me dice que la otra chabola es de los moros que
viven allí. Y a continuación me pide que me pare, que ya hemos llegado.
Busca y rebusca en su refajo y por fin
saca una pequeña llave oxidada y me la da para que abra. La puerta
es de hierro y tiene un agujero para que pase una cadena que engarza el grueso
candado que tengo que abrir.
Abro, deslizo la cadena y empujo la
puerta. Allí, en media docena de metros cuadrados sin ventanas hay dos
camastros y un sinfín de objetos imposibles de identificar.
Le ayudo a entrar. Me pide que meta
dentro el carro para que no se lo quiten los moros. Vuelve a darme las gracias,
a desearme salud y todas las bendiciones que es capaz de articular. Casi como si le hubiera
salvado la vida. Yo me pregunto ¿qué vida?.
Le digo que necesita que el ayuntamiento
o quien sea le proporcione un carro con motor, a lo que me contesta que esos
hijos de puta no dan nada, que si no le dan para que coma cómo le van a dar un
carro.
Me voy andando hasta el cruce del camino.
Sigo con la bicicleta a morro.
Decido subir y me vuelvo a bajar a
apartar un gato que hay muerto en el centro del camino. Lo arrastro del rabo
hasta la cuneta. Debe de haber sido muerto la noche pasada porque está tieso pero no
hay descomposición aún.
Ahora sí, por fin subo a la bicicleta y
pedaleo hasta mi casa.
Cuando llego ya han comido todos, así es
que, como cada día, me tomo la ensalada, la sopa y un té.
Me siento y me alegro de no tener
televisión porque mi madre me ha dicho que están diciendo que los hoteles están
llenos por las fiestas, que las playas están a rebosar y que hay atasco de
coches por las procesiones de “semana santa” (¡OH!).
Todo un alivio… no tener tele.
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