El verano se acaba, y el calor relajado va recuperando perezosamente el estrés de un nuevo ejercicio que ni eso tiene de nuevo.
Así es que, nos disponemos a comer unos pescados en un lugar que garantiza que hace pocas horas, todavía plateaban reflejando en sus lomos la luz del amanecer.
Yo pido dorada a la sal. Si el pescado es fresco, como ahora, me gusta entero y sin más condimentos que un poco de cocción. La sal y el calor del horno son excelentes para eso.
El placer de sus mollas blancas de suave sabor a mar es único y me transportan a mis primeros años de vida, cuando a la sombra de los tambalillos, rebozado de blanca arena y oliendo a la brea de los calafates, comíamos pescado porque no había dinero para otra cosa.
Y ese placer, para mí se hace supremo cuando toca paladear las vísceras, ahora sí, condimentadas con unas gotas de limón. Mi bocado favorito.
Pero algo me alerta hoy que no es como siempre. Un trozo de plástico verde está alojado en su buche. Tiro de él con el tenedor y veo que le llega hasta la boca. Es un trozo de bolsa de las que hay miles de toneladas flotando y en el fondo de los mares.
Todo eso gracias al ser humano, a nuestra envidiada civilización.
Siento una mezcla de angustia y rechazo difíciles de expresar.
Dejo los cubiertos, apuro un vaso de agua y tomo una patata frita del centro de la mesa.
Alguien dijo que la edad de piedra no se acabó porque se acabaran las piedras. Del mismo modo creo que el hombre sobre la tierra desaparecerá (desapareceremos) mucho antes de que se extinga la vida en éste planeta.
Por suerte… para el planeta.
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