Son poco más de las tres de la tarde de un tórrido día de agosto en el sur.
La comida ha sido familiar. Siciliana. Incluida la discusión sobre no importa que, que escenifica el enfrentamiento generacional, los primeros escarceos para disputar el liderazgo tribal; todo así hasta completar un menú de lo más mediterráneo.
Y ahora llega lo mejor: la siesta.
De lo más alto de las escaleras desciende una música de “rap” subida de tono, que hace desear que las cigarras se multipliquen y vengan a mi regazo. En la piscina, unos amigos recién llegados del extranjero relatan a gritos el paraíso recién abandonado. La cerveza es mucho mejor, puedes trabajar o no, según te venga en gana, y ganan mucho dinero. Los santos de lejos son milagrosos, y cuanto más lejanos más milagrosos, dice un viejo amigo mío. [Mi amigo lo recita en otra lengua del estado español]
Mientras esto ocurre, yo acabo con la última mosca, ayudado por las páginas salmón del periódico del domingo.
Sin apenas tiempo para recuperarme, suena insistentemente un móvil que se adivina en algún bolso colgado del perchero. Enseguida otro y, entre móvil y móvil, suben de tono las risas de la piscina, de los que sin duda acarician la idea de viajar cuanto antes a cualquier paraíso de esos lejanos.
Por fin, cuando parece que mi oído se ha acostumbrado a todo, se abre la puerta y aparece una visita inesperada. Quizás ellos también creen que aquí estarán mejor que en su casa.
Ya todo me es indiferente. Mi efímera fiesta huyó más allá de los sentidos.
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