lunes, 23 de noviembre de 2009

Saín de Culebra

La plaza, pequeña, estaba recubierta de azulejos árabes de color blanco y azul. Los bancos eran polígonos cuadrangulares sin respaldo, con el mismo decorado, añadiendo en los cantones piezas amarillas.
A un lado, flanqueando la puerta de la iglesia, crecían dos gruesas palmeras y al otro, entre el café y el estanco, media docena de pinos mediterráneos repletos de gorriones, bajo cuya sombra se cobijaban en verano los tertulianos de la omonia.
Por ella pululaban lentamente no más de dos docenas de viejos, unos cubiertos con gorra, otros con boina y los menos desmonterados. Y es que ir desmonterados era como desafiar al régimen.
Era casi mediodía cuando por una esquina apareció un extraño llevando acuestas un abultado zurrón. Todos volvieron hacia él la cabeza entreabriendo la boca.
Él se paró un momento para mirarlos a todos y en seguida continuó a paso lento hasta situarse en una esquina de la plaza. Alto, de avanzada edad, de piel pecosa, escaso pelo rojizo y mirada clara y acuosa, hizo un ademán de saludo y descargó el zurrón sobre el suelo.
Ante la curiosa y desconfiada mirada de todos, sacó una estera y la extendió en el suelo a modo de escenario. Se enderezó e hizo un gesto para que se acercaran. Alzó la voz e inició una arenga sobre lo que pretendía comunicar.
Los hombres de la plaza, escasos de acontecimientos, se fueron acercando más y más hasta formar un apiñado semicírculo, espoleados por la curiosidad del improvisado espectáculo.
El extranjero comenzó hablando de la naturaleza y de los beneficios que nos brindaba, derivando pronto hacia los reptiles. Metió una mano en el zurrón y sacó de él una culebra viva, lo que produjo una sonora admiración y que se abriera algo más el círculo (yo apreté la mano de mi abuelo y me puse tenso). Dijo que él, que venía de tierras adentro de la meseta, conocía algunos de sus beneficios y los quería compartir.
Dijo que de las culebras se obtenían muchas cosas, pero nada como un ungüento que el llamaba "saín de culebra". Ungüento que curaba las heridas de forma inmediata.
Devolvió la culebra a su cesta y sacó ahora del zurrón varios frascos con ese mejunge, que depositó sobre la estera; a continuación metió la mano en uno de sus bolsillos y extrajo una enorme navaja que abrió lentamente. La empuñó con la mano derecha y la levantó bien alta para que todos la pudieran ver, subiendo el tono de voz y sin parar de hablar. De repente, dio un grito y calló durante varios segundos. Levantó la mano izquierda, puso el envés junto a la navaja y se hizo un corte en ella de varios centímetros, dejando brotar la sangre.
Abrió lentamente uno de los botes, cogió de aquella pasta con dos dedos y cubrió la herida.
El silencio inmóvil y la respiración contenida en que había caído el grupo desde la autolesión desembocó en un murmullo singular. En ese runrun que se produce cuando se juntan muchas personas hablando a bonico.
El desconocido limpió su herida y la mostró a los presentes sin sangre. Luego dijo que cada bote valía tres pesetas.
Muchos compraron, otros le hicieron preguntas, hasta que poco a poco se fue disolviendo el espectáculo.
Mi abuelo no compró, su pensión no daba para mucho. Siempre se quejaba de que no tenía montepío, que hubieran sido casi 50 pesetas más al mes. Nos volvimos a casa.
Yo quedé marcado por la autolesión de aquel desconocido, fui consciente que lo hacía para comer. Ya nunca lo he olvidado. Eran los años 50.

Símbolos

Escucho a una persona con criterio (sí, ya sé que es difícil encontrarlas, pero ya veis, hallé una), decir que no le gustan las banderas, que le dan "yuyu".
Y como quiera que coincido, cosa poco habitual en mí, pues me paro a pensar y concluyo que, además de las banderas, tampoco me gustan los escudos, ni los himnos, ni, en general, ningún símbolo.
Vamos, todo eso que se utiliza para "conformar", para "manipular" y para "enfrentar" a las personas con otras personas.
Pero, no contento con el resultado, que se me quedaba incompleto, me hago una pregunta: ¿por qué?
Y como segunda respuesta (la primera ya está expresada) me digo a mi mismo que porque representan "cosas del pasado" que buscan activar instintos del ser humano que lo alejan del raciocinio. Vamos, que lo hacen menos humano.
Pero sobre todo me paro en el significado de una palabra que parece inocua pero que sobresale entre las demás. Y esa palabra es "pasado".
Sí, "pasado", porque siempre o casi siempre el pasado está presente, y nunca o casi nunca aporta nada al futuro.
Nuestros padres nos enseñan a partir del pasado, en las escuelas y en las universidades nos enseñan el pasado, la sociedad se aferra al pasado, y todo en general, salvo en muy contadas ocasiones está referido a ese omnipresente pasado, casi como una maldición.
Viajamos con la mirada puesta en el retrovisor, mientras destruimos el futuro convirtiéndolo en presente, a ciegas. Un futuro del que sólo si nos hablan es para prevenirnos de él. Y es lo único que es realmente nuestro, es eso que estamos diseñando cada minuto que pasa.
Pero ante el que no estamos receptivos, sobre el que no volcamos nuestra creatividad ni descargamos nuestras capacidades, casi infinitas. Un futuro que casi siempre es desperdiciado en aras del pasado. Corremos hacia él con la cabeza vuelta hacia atrás. Ni nos preparan para que lo gestionemos ni nosotros nos preparamos para hacerlo.
¿Será por eso que no me gustan los símbolos? y ¿será por eso que cada día busco algo nuevo en la vida?.
Aunque, de momento, poco o nada encontré. ¡Quizá mañana!.

Gurús olvidadizos

Ni el diccionario de la RAE ni el de María Moliner dicen nada al respecto de Gurú. Lo más parecido de lo que hablan es de gurullo o gurullada, y me abstendré de repetir lo que dicen.
Pero todos sabemos a qué me refiero cuando digo "Gurú", que por cierto, proliferan últimamente. Los hay por doquier.
Y todos, unas veces con fórmulas milagrosas y otras con de esas que fastidian al vecino y dejan indemne al predicador. Vamos, en este caso, al mentado Gurú y a sus adláteres.
Me doy cuenta reflexionando sobre su genial alquimia de que hay dos temas que ninguno, absolutamente ninguno, aborda ni siquiera tímidamente (¡qué olvidadizos!).
Uno la necesidad apremiante de atajar el bochornoso fraude fiscal de una vez por todas, doble de la media de la UE.
Y el segundo la imperiosa necesidad de adelgazar las administraciones públicas, cuya obesidad mórbida (por seguir con el mismo símil) supera ya el 20% de la población activa, sin que a pesar de ello, tenga un grado de eficacia aceptable, y en cuanto a la eficiencia ni mentarla, claro.
No somos conscientes de la maraña de administraciones y organismos públicos en que estamos inmersos, situación a la que se ha llegado por la absurda actitud de no querer contrariar a nadie. Administración local, provincial, autonómica, nacional, europea y no sé cuantos organismos autónomos más.
Y si se quiere una guinda para el pastel, no vendría mal ponerla con la racionalización de los sueldos, dietas y pluses de los innumerables políticos, sus asesores y los correspondientes "ex", que no son moco de pavo. Sueldos que ellos mismos se fijan. ¡Qué cara...!

sábado, 21 de noviembre de 2009

Mis monólogos con Athenea

Me levanto, temprano como siempre y miro hacia el amanecer. Lo tengo delante de mi ventana. Otro día más es un amanecer perezoso de un otoño cálido, típico del cambio climático que algunos niegan y todos ignoran.
Nada más salgo a la calle respiro un ambiente con toques de pesimismo triste. Rutinario.
Reflexiono durante unos segundos (luego tendré agujetas) y no puedo evitar asimilar "pesimismo a pereza".
Inmersos en una estúpida crisis social de la que todos esperamos que los saquen por la vía de "tener más dinero", aún a cambio de más esclavitud. De más mentira. Ignoramos que tras situaciones como la actual lo que toca es la "reinvención" en lugar de la recuperación. Para la reinvención es necesario que haya cambios, muchos cambios. Y los cambios requieren de dos cosas que ni tenemos ni estamos dispuestos a aceptar: convicción y destrucción. Convicción de la necesidad del cambio y aceptación y colaboración en la destrucción de lo que no sirve (que hay mucho) del sistema actual.
Pero de eso nada, aceptamos la hipocresía y la mentira como algo normal, nos dejamos envolver por ellas, incluso formamos parte de ellas. ¿Estará cambiando nuestro ADN? o nos habrán puesto algo en el agua.
Ignoramos que nadie vendrá a cambiar el mundo, que hemos de ser nosotros quienes lo hagamos. Y ese cambio, cuando ocurra, si ocurre todavía a tiempo, que lo dudo, ha de darle a cada cosa su valor:
- al aire su valor. Valor que desconocemos porque todavía no se paga. Sólo valoramos lo que se paga, o casi.
- al agua su valor. Ya se empieza a pagar o a no tener, que es peor.
- a la libertad su valor. Sin comentarios.
Alguien pasa y me saluda. Contesto y pierdo el hilo. Así es que me voy hasta donde todos los días me espera Athenea, me siento a sus pies y le cuento todo esto.
Le cuento todo esto y ni se inmuta. No sé por qué lo hago si parece no hacerme caso. Será porque me escucha; y, además, es tan bella.
Me levanto y comienzo a andar de nuevo. La mirada alta y la mente en blanco, para evitar las agujetas.
Mañana volveré de nuevo, no sé si con algo bueno que contarle a Athenea, pero sí que con mucha ilusión y un retazo de esperanza.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Lo que pasa por mi cabeza

a) Entro con unos amigos en un bar del centro (de la city) en el que hay un lugar para no fumadores. Es la hora del almuerzo. Voy vestido con un traje italiano, camisa azul falange española y de las jons y con una corbata al estilo Pep Guardiola. Mi cabeza reluce como siempre, lo que impide que se vea lo que pienso.
Probablemente por eso algunos vuelven la cabeza, me sonríen y me saludan. Ya hace casi dos años que no frecuento estos lares, de modo que no creo que tengan tan buena memoria. Seguro que lo hacen por el "hábito".
Nos sentamos y al poco, dos notarios lo hacen en la mesa de al lado, ambos se levantan apenas se han sentado, y dirigiéndose a mi me saludan y me dan la mano. Correspondo a su saludo con una sonrisa evidente y un pensamiento oculto.
Es el mundo en el que vivimos: MENTIRA, TODO MENTIRA.
Pocos días después vuelvo tal y como visto ahora: pantalón de montaña, camiseta de Amnistía Internacional y una chaquetilla de Decathlon. No me saluda ni dios, como dios manda.
Eses es nuestro mundo. Por eso me encanta el pueblo. Pero el pueblo de verdad, ese en el que hay sendas y calles sin asfaltar. Ese en el que todos nos saludamos sin importar la vestimenta.

b) Me cuenta Fernando que viviendo en El Cairo (hace poco, no el siglo pasado), y estando con su hijo harto de esperar en un paso de cebra para cruzar, se dirigió al policía que había allí cerca y que no hacía nada para que se respetaran las rayas del suelo y le explicó que aquello era un paso de cebra y que tenían preferencia los peatones. El tal guardia se quedó mirándolo fijamente y le aseguró que se lo iba a decir a su jefe.
Y es que el problema no es que no lo sepan los guardias de Egipto, el auténtico problema es que no lo saben los jefes. Como en todos los países.

c) Me cuenta mi amigo Enrique que iba paseando por Amsterdam y de pronto oyó que alguien le llamaba la atención. Era un ciclista que le pedía que se apartara, pues estaba invadiendo el carril bici. Se apartó y el ciclista añadió: ay españolo...
Se ve que en el país de las bicicletas somos los españoles quienes invadimos el carril bici. Igual que aquí. Con la diferencia de que aquí, también los ciclistas invaden el espacio de los peatones. Cosas de la latitud... geográfica, claro.

d) Este verano he estado en los Alpes haciendo senderismo de montaña. Me ha llamado la atención que ni en la montaña ni en los pueblos he encontrado basura en el suelo, a pesar de que tampoco vi profusión de barrenderos ni de papeleras.
Un día, en un parking, vi a lo lejos un paquete de tabaco rojo y blanco. Me acerqué y cual fue mi sorpresa cuando vi que en él se podía leer: FUMAR MATA.

e) Y, por último: "La fe hace retroceder a la razón".