miércoles, 27 de octubre de 2010

Camino de la plata

Memoria de un viaje por la Vía de la Plata (julio-2010)

Hace calor, mucho calor que la noche ha suavizado. Y la alegría de este pueblo hace que se olvide todo, que sólo viva uno para ver, para compartir y para disfrutar de su compañía.
La Torre del Oro refleja en el Guadalquivir las últimas luces de la tarde, y lo hace como sólo ella sabe hacerlo. Con promesas del pasado y esperanzas del futuro, con todos los ocres y azules de la naturaleza mezclados de forma improvisada. Una improvisación que repite cada día de manera diferente y cada vez más estimulante.
Dicen que en esta tierra, cuando miras a una mujer, ella no te devuelve la mirada sino que mira a tu pareja. Quizá para medir su atractivo, el de ella misma, quizá para devolver el cumplido.
Es la competencia de la coquetería, la satisfacción de saberse bella.
Quisiera que la noche no acabara nunca, quisiera pasar el resto de mi vida vigilando la ciudad invertida que me llena de paz y hace que me olvide que soy humano.
A las pocas horas, apenas despuntar el día, estamos en Itálica.
Incontables golondrinas labran la luz de la mañana con gran destreza para no interrumpirse en el vuelo. Envuelven los campanarios adornados con colores vivos y descansan en los cables que cruzan las calles dando a éstos un cierto sentido estético.
El día las devuelve a sus escondites. Esperan al atardecer a que los insectos vuelvan a pulular poniendo más proteínas a su alcance.
Observo el lento despertar de estos pueblos calmos que soportan la canícula entre toque y toque de sus campanarios y espadañas, entre copa y copa en los bares y entre misa y misa de domingo.
La sociedad económica ha dilapidado una parte de la personalidad de sus casas y el trazado de sus calles. Ya no son de su pueblo, son de donde les dicen que son.
Impotentes para tener una identidad e incapaces de creer en nada, sus gentes buscan símbolos, nexos de unión o posesiones materiales que satisfagan su vanidad, su orgullo de pertenencia. Están sumidos en una anestesia general que les aboca a perder el sentido de solidaridad.
Sin origen, no saben de donde vienen y pasan su efímera vida sin encontrar un destino.
Junto a una iglesia hay dos bares, abiertos casi día y noche. Enfrente, en un edificio antiguo de discreta belleza, se lee “estancia diurna y refugio familiar”. De él entran y salen ancianos renqueantes. Unos van a sentarse en el banco de la parada del autobús que hay delante, mientras dejan que se consuma un cigarro tras otro entre sus dedos, otros hablan solos porque quizá con quien quieren hablar ya no está, gesticulan o simplemente buscan una sombra o un rayo de sol.
Hay tantas formas de esperar la muerte que cada uno elige una diferente.
Pasan los días y los lugares, y desde Cáceres a El Casar, sin pasar de sus tortas, excelente crema de queso que recuerda pies sin lavar, aunque algo más caro, cruzamos el Tajo, que si no fuera pos sus recientes afluentes apenas llevaría los deshechos de las aglomeraciones de la meseta, y aquí recogen sus aguas un enorme pantano. Para ellos un mar y como tal lo disfrutan. Con sus puertos, sus playas, sus mosquitos, sus improvisados basureros incívicos y sus paisajes. Junto a la fauna de la que estoy rodeado, me recuerdan mi Mediterráneo natal.
Poco después, aún no se me ha olvidado el Tajo ni su pantano y me doy cuenta de que el desierto no tiene por qué ser de arena, también puede ser de cardos y piedras, de cereales caprichosos y libertinos, de arañas y hormigas y de una avifauna aclimatada a un entorno hostil. Pero que aún así, hay gentes que viven, que miran, hablan y se mueven, aunque poco.
Gentes sumergidas en las sombras y sumidas en la meditación, arrancando todo el sabor a la vida contemplativa.
Grandes promesas debieron de hacerles para que en otro tiempo fueran al otro lado de la mar a matar infieles; o quizá les dejaron que se lo pensaran y, ya se ve que la casualidad estuvo de su parte. He dicho casualidad, no crueldad, pues ésta a menudo la da el fanatismo de ideologías que sólo se justifica con los dogmas y recurriendo a la fe y no a la razón.
Oigo a lo lejos, pero como si estuviera junto a mi, que alguien habla gritándole a un teléfono. Creo que es un derroche, pues igual le oiría sin ese artilugio, esté donde esté la otra persona.
Sigo solo. Al fondo veo el pantano, rodeado de suaves montes de canela moteada de donde presiento huyen los reptiles por hostil. Una tórtola turca hace el coro a la del teléfono y algún que otro gorrión rebusca insectos para sus crías. Poco más. Ya hace mucho que el ser humano se encargó del resto.
Mientras, el que parece que nunca se para deja caer unas decenas de grados sobre quien no se pone a cubierto. Ya ha encañado todo lo que tiene a su alcance, de modo que quizá me busca a mi.
Otro día más. Esto es Caparra. Los ayudantes de los arqueólogos ponen una columna en pie y éstos les hacen fotos, por lo que yo me evaporo entre los olivos camino de las termas. ¡OH! Iluso de mi, ¡OH! Infelices. Mucho les queda aún por descubrir entre almuerzo y almuerzo, pero las termas son ahora más “termas” que nunca. Casi un horno al aire libre. Con tal de ser emperador de algo, capaces eran estos romanos de conquistar Gobi. Creo que la calor me está afectando las mielinas, así es que parto hacia Aldeanueva del Camino, perseguido por las miradas de las cigüeñas que me vigilan impasibles desde sus privilegiadas atalayas.
Y, llegado a ésta, preguntéle a una señora dónde se podía comer bien, la cual miróme de “de cap a peus” y soltóme: ¡ándale! Pues ahí en el bar. Luego fuése, perdióse tras las cortinas de la tienda de dulceciños, y no hubo nada.
Está claro que no me hago entender y tampoco entiendo del todo bien. Sí ella, que tras su mostrador asaetea con preguntas a los clientes, y cuando parten nos traduce la intención. “Ahora estás mejor ¿eh?” (es que estuvo mala, no comía y se quedó muy delgada). ¿Pero tú eres ahora pintor? (es que nunca lo había visto así, va siempre muy arreglado). Unos se explayan orgullosos de la respuesta, otros huyen escondidos tras la oportuna llamada del móvil.
En la plaza respiran todas las edades. Bueno, todas excepto un adolescente que agoniza bajo el peso y las caricias del sexo opuesto.
Ésta vía, éste camino…
Tanta evocación a siglos pasados me hacen dudar del paréntesis de las edades medias, de si la peste y el sida no habrán sido cosa de los dioses y de qué pensarán de todo esto Febo y Osiris, por poner dos que son de casa de todos los días.
Pasan las horas y tras ellas los días y los felices años de nuestra frágil vida (ponga Vd el autor, que yo no fuere). Y de Calzada de Bejar a Salamanca, ya se huele a pata negra con Ribera del Douro.
Calzada de Bejar. Calzada romana desde la que se llega y sobre la que se deja este pueblo de un centenar de personas, en el que no se mueve el tiempo salvo en las campanas del reloj, que tienen la misma intensidad, tono y timbre que las que oyeron mis oídos por primera vez en este pequeño planeta.
Luego vienen las dehesas, los incombustibles alcornoques, las piaras, los cuervos, las zorras y otros tantos que huyen en silencio a penas les sorprende nuestra presencia fugaz.
Nos miran, nos ignoran y a menudo ambas cosas. Sin más.
Al día siguiente desayuno vino con bellota transformada en jamón. Me acuerdo de Dionisos y de Baco, y busco otro para que proteja al segundo manjar.
Camino de Zamora, camino del Duero, el sol abandona la compasión que tuvo los últimos días. El día me eriza primero los pelos y poco después me levanta la piel.
Los campos siguen rubios y las cigüeñas impasibles. No se cansan de golpetear sus picos desde lo alto. Las golondrinas tampoco se cansan de labrar la luz del amanecer hasta tejer una madeja de caminos en el cielo tan hábil como rápida.
Cuervos, gorriones y otras aves añaden variedad al monótono paisaje que quedará en silencio conforme avance el día.
El Duero, cada día más viejo y sonriente, quieto y en marcha, cantando siempre el mismo verso pero con distinta agua [no me resistía a ponerlo, me atruena en la cabeza y me surte del corazón cuando a él me aproximo, con permiso de Gerardo y de Diego, según versión de Jorge y de Luis, los dos juntos como cuatro amigos burlones].
Zamora me espera sentada sobre una inmensa roca dentro de la cual guarda el románico en todos sus rincones.
Al pasear por sus calles me siento a caballo entre nuestros vecinos y nosotros, entre realidad y ficción social, entre el ser y el aparentar.
Me da algo de tristeza ver que no todos somos capaces de vivir la realidad sin aparentar falsas imágenes de absurda libertad. Cuando la libertad no es sino la capacidad de los seres humanos para vivir de forma autónoma respetando el entorno y los demás. Así nos lo impone el fascismo de mercado que nos tiene dominados.
Y más Vía de la Plata. La plata, desfiguración de su significado el cual pretende aludir a la calzada romana, a sus característica y no al mineral, ofrece camino para caminar, rutas para los “bicigrinos” (by Roberto) plagadas de soledad y siempre de espaldas al caminante.
Aquí no se sigue la vía Láctea ni ningún meridiano, ni tampoco el movimiento virtual del movimiento de ningún astro. Aquí no hay misterio.
En el pueblo que dio a luz a León Felipe descansamos al ritmo de los estruendosos sonidos guturales nocturnos de varios durmientes, que curiosamente son los únicos que duermen.
Sin otro encanto que el de sufrir por sufrir, la tentación sacude a la razón para que de un salto a la ría de Muro, a la isla de la Toja o a la desembocadura del Miño.
Miradas de incrédula sorpresa me hacen volver a la realidad y posponer tal libertinaje. Pero de ahora en adelante voy a minimizar mi sufrimiento físico en el pedregal o en el asfalto, más allá de lo que el placer pueda compensar.
A punto de dejar Castilla o Castilla y León, o solamente León, me acuerdo de que alguien dijo: “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora”. ¡Qué país, coño!
Demasiadas oportunidades dejó pasar este país. Isabel y Fernando, mejor hubiera sido Fernando e Isabel o sólo Fernando. Despreció la unidad con capital en Lisboa, y también el nuevo mundo sin renunciar a los orígenes. Los asesinatos de familia: Felipe el Hermoso, por ejemplo. La inquisición, la iglesia, sus predecesores y sucesores, todavía entre nosotros.¡Oh qué lastre!.
O el “traidor” Fernando VII.
La crueldad estúpida en el poder y la ignorancia del pueblo esclavo.
Por todos esos recuerdos he cruzado en pocos días, he pisado sus huellas y me han transportado a un tiempo todavía vivo que mantiene lastrado el futuro y paralizado el presente.
Más de 1.500 años de desprecio de la libertad, de que inventen ellos, del poder de unos hombre sobre otros, precisan de un despertar súbito para que la historia no se repita con sus peor cara.
Y, si no, al tiempo. [Quizá nos salve, el fascismo de mercado. Qué paradoja]
Cenamos en la Puebla de Sanabría vigilados por su castillo. Cruzamos poco después el río para ir a dormir y, a la mañana siguiente otro ángel con mil caras y poco conocimiento geográfico nos salva de acabar en Portugal.
El sol nos guía de nuevo hasta Agudiña, un pequeño pueblo que nos traslada al “far-west” en el que para el Talgo. Su única calle cuenta con media docena de ferreterías (tiendas) al estilo de aquellos. Allí se venden guadañas, martillos, pan, detergente, Güisky y todo lo que pueda necesitar un granjero, pero un granjero gallego, claro.
Un pueblo donde te entienden en castellano pero te contestan en gallego. Donde te miran fijamente y con la mirada te preguntan mientras inician o esperan un saludo. El saludo del forastero. El hospitalero es de Valencia. Un hombre tranquilo que parece que entre vacaciones en familia y hospitalero en Agudiña no ha tenido ninguna duda.
Luego, de Agudiña vamos a Orense. ¿Qué coño hago yo aquí?... y mi pregunta se queda sin respuesta de momento.
Y es que para mí este camino no tiene sentido más allá de la contemplación de la naturaleza, de observar la diversidad social dentro de la uniformidad que nos invade y de constatar una vez más la dominancia a lo largo del tiempo de sectas opresoras que hoy todavía perduran.
Siento una rebelión que me hierve dentro. ¡Estúpidos borregos humanos! Que toleramos el dominio de los estrategas de la manipulación social, aliados con el poder político. Escoria de malas conciencias y guardianes de las peores energías del ser humano.
YA NO HAY CIGÜEÑAS…
Tampoco arquitectura civil a penas. Nunca la ha habido.
Aquí el románico se difumina hasta casi desaparecer. Ha cesado la acumulación de iglesias, ermitas, catedrales y conventos con horarios más que restringidos de los que sólo hemos podido disfrutar de los exteriores de la mayoría de ellos.
Esos aquí se diluyen en los restos de cultura celta que todavía pervive, sin que a penas el visitante se de cuenta.

[Un paréntesis para recomendar una lectura: Mensajes ocultos en el camino de Santiago. Brief ediciones. yago.tap@gmail.com]

Mientras muerdo pan de Cea y bebo vino de mencía, observo los años pasados en las caras de los hombres y en el andar de las mujeres que renquean cargadas a dos manos.
Un hombre espigado aunque algo vencido por los años compra en el mercado derechos de vacas nodrizas y paga al contado.
Me pongo al sol. A pesar de las mangas largas el frío de final de julio pone en tierras celtas los pelos tiesos a primera hora, aunque luego levante la piel a mediodía.
Rostros celtas reposan cerca de mi, sin prisa. Esperando la parca como en todas partes. Contestando respuestas dudosas a preguntas sencillas. Parecen no estar ya seguros de nada. Ellos configuran los pueblos, las abadías, “os concellos”.
Una hormiga voladora me confunde con una flor. A ellas también ha llegado el cambio transgénico.
Miro fijamente las nubes allá en lo alto y las imagino fijas. Es Galicia quien se mueve bajo mis pies y yo sentado en ella. Gira lentamente para encontrarse mañana en el mismo lugar.
En la esquina dos mujeres cuecen pulpo en sendas ollas de más de un metro de altas. El olor me transporta hasta la costa.
Es su vida. La de estas mujeres y posiblemente la de sus familias. Lo venden en platos de madera oscurecida por el jugo del cefalópodo.
Por momentos se hace el silencio total y poco después gime una voz allá en una esquina, con la dulce música de su altibajo. Repetitivo, pausado y reflexivo. Y es que el gallego no improvisa, siempre se toma su tiempo para preguntar.
Santiago. La Santiago turística, la de las fotos a los andamios de restauración, teatro, acondicionamiento o adaptación, para el insaciable aparato político. Esa que hay que ver en postales mientras comes pulpo de ayer y te pones hasta el culo de azúcar con la tarta de Santiago o la del apóstol. Todo ello acompañado de un servicio a menudo poco complaciente, quizá por el acoso de clientela sin exigencias de calidad. Otra vez la falta de conciencia del consumidor respecto de su poder. Su inmenso poder.
Liberado yo de la placentera obligación que yo mismo me impuse para el camino de la plata, a penas pasadas las 8 de la mañana, con el sol en el horizonte de mi espalda, situación imposible en el Mediterráneo, me encamino a Fisterra. Lo que en un tiempo fue el final de la tierra conocida para egipcios, babilonios y grecorromanos; en suma por una cultura. Y que posiblemente también hoy responda a un final, aunque ignoremos ese final del mismo modo que ignoramos nuestra ignorancia.
Antes Noia, con sus acumulaciones de materia orgánica (2 ó 3 metros de mierda, me dice un anciano del lugar), que la bajamar deja ver, como si le retiraran la piel y descarnaran el bresol de la vida.
Luego Muro, y poco después una joya desconocida. Sin duda por eso joya. Las cristalinas aguas, las arenas blancas y los pequeños lagos junto al mar de Louro, con su pequeño faro sobre las rocas de una pequeña punta que señala al plus ultra.
Y en muro, en un “establecimiento” sin nombre está Rogelita, Rogelia para las amigas. No quería pero por fin me dice que vaya a las 2 menos cuarto.
Yo, como un clavo, a las dos menos cuarto estoy solo en una inmensa habitación con un perol delante de mí. Y ese perol contiene una fideguá de marisco con tantas navajas, vieiras, almejas y gambas que tapan los abundantes fideos. Se planta ante mi y me llena una copa de ribeiro, luego me dice que si no me lo acabo me pondrá un suspenso.
Vuelve al rato para volverme a llenar la copa de vino. Le pregunto si está casada y ríe. Contesta (curiosamente no con otra pregunta) que sí, pero que una y no más… luego ríe. Cuando acabo, con un aprobado por los pelos, le pido un té verde y me dice que me siente en el bar a hacer la digestión.
No sé cuanto tiempo pasa con el culo en una silla, los pies en otra y mi cabeza colgando felizmente. Luego vuelvo a Santiago y de allí al Mediterráneo de un tirón.
Galicia… otro país, otro mundo.

Lo que aquí relato son reflexiones y vivencias, fruto de un viaje que me ha decepcionado. Me explico:
Seis personas que a penas se conocían, yo entre ellas, hemos convivido durante más de dos semanas sin que haya corrido sangre por los caminos, y eso es para mí decepcionante. ¡Cuántas represiones! ¡Cuántos deseos no satisfechos! ¡Cuántas y cuántas hostias reprimidas! Y ¡quién sabe! Si hasta deseos sexuales…
Pero ha valido la pena. No sé si nos volveremos a encontrar todos otras vez juntitos, incluso con Kristian, el alemán, y con Roberto, el legionario, o si se prefiere el bicigrino, con el padre y el hijo de Zamora, o los otros en que el padre parecía estúpido, o con las vascas y el italiano que les enseñaba canciones de Domenico Modugno para cantar en las bajadas. Pero en el recuerdo de todos quedará por siempre la huella de cada uno de los que no somos nosotros mismos. Ese será precisamente el recuerdo que nos faltará; pero esa falta la llevamos todos a la espalda durante toda la vida. El desconocimiento propio.
Hemos comido, hemos sufrido, hemos olvidado nuestros problemillas cotidianos, hemos conocido nuevos lugares, gentes nuevas, y hemos convivido con el entorno de un modo solidario.
Un abrazo muy muy fuerte a todos y gracias por vuestra compañía y por vuestras enseñanzas.
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