miércoles, 12 de diciembre de 2012

El segundo botón de su blusa blanca


Dos amigos, adultos, sensuales, libres (que no libertinos), alegres, cómplices, amantes de la vida y del placer.

Ella, repleta de una madurez eterna que derramaba con su sonrisa y transmitía con la mirada. El pelo echado ligeramente hacia atrás apenas le reposaba en los hombros, con la excepción de unos breves mechones que le acariciaban los ojos. Colgando de los lóbulos nerviosas cadenitas de oro pugnaban por llamar la atención. Falda negra amplia por encima de las rodillas y una blusa blanca cuyo segundo botón se esforzaba en soportar la gravedad del pecho.

Echada en el lateral del sofá con las piernas juntas subidas hacia un lado, se acariciaba intermitentemente las rodillas con una mano, mientras con la otra acompañaba la conversación cuando no sujetaba la copa conteniendo un rojo picota con ribetes cardenalicios, frutas del bosque, madera y algo de canela en el paladar, delicioso a juzgar por el brillo de su mirada y el gesto de los labios después de cada trago.

Él, moderadamente atlético, con serenidad forzada en el gesto y una mirada penetrante que pretendía llegar más allá de lo visible. Por la abertura de su camisa dejaba traslucir las canas de su bello pectoral, confirmación de que cada momento ya resulta irrepetible.

Sentado sobre la alfombra picoteaba lentamente los restos de la mesa acompañando los sorbos de la copa, dejando su mirada flotar entre los ojos de ella y el segundo botón de su blusa blanca, icono de sensualidad.

Afuera el viento y la lluvia intentaban sofocar los acordes de la primera sinfonía de Brahms sin conseguirlo. Mientras, los minutos pasaban más deprisa o más rápidos de lo que ambos deseaban, depende de cómo se mire.

Un silencio en la conversación hizo que ella susurrara una palabra ambigua que, tras una larga mirada, hizo que uno de los dos cambiara de posición buscando una situación diferente.

Roto el equilibrio, él se sonrojó cuando se sorprendió encandilado en el segundo botón de su blusa blanca. La timidez le llevó a aceptar sin oposición la disposición de ella a marcharse a pesar de que la tormenta seguía arreciando. Ambos de pié, ella respiró dos veces profundamente para aliviar la tensión dirigiendo instintivamente la mirada a los labios de él que temblaban sin disimulo.

“Bueno” (¡qué expresión más insulsa! Cuánto quiere decir y que poco dice en realidad), dijeron los dos. La despedida, nerviosa, ocultaba lo que los dos querían decir y ninguno se atrevía a pronunciar. Por eso se quedaron sin saber si coincidían en los deseos. Sin saber si era superior el miedo a que fuera lo mismo o a que no tuviera nada que ver el del uno y el otro.

Al poco, ella se reconfortaba bajo la ducha cálida de su apartamento para recuperarse de la violencia de la tormenta; luego, frente al espejo, dando brillo a su bronceada piel con un aceite perfumado, comenzó a sentir una excitación creciente, se vio más bella que nunca, capaz del placer más sublime del que puede disfrutar un cuerpo. Se echó en la cama y continuó cultivando su imaginación al ritmo de sus manos hasta el límite. La noche la acompañó sin timidez haciendo sueños realidades y realidad los sueños.

Él se devanaba la sesera formulándose mil preguntas sin respuesta que acababan siempre en una: ¿he hecho bien?.

Al final, lo sacó del laberinto la imagen del segundo botón de la blusa blanca de ella. Y esa imagen fue suficiente para llenar temporalmente el inmenso vacío que sentía en su cuerpo. Estaba tan excitado que hizo el amor con su mejor amigo, ese que nunca le había negado el placer, ese ante el que nunca se había mostrado tímido.

Cuando la realidad se escapa entre los dedos, hay que recurrir a los sueños para conseguirla.

¿Alguna pregunta que hacernos…?

 

 

miércoles, 24 de octubre de 2012

PEDANTERÍA (pero mola)


Leía a Katherine Mansfield, concretamente  “En un balneario alemán (1911)”; en un párrafo dice: Compartir un paraguas, reconozcámoslo, no deja de ser una gran intimidad, como quitarle a un hombre pelusas del abrigo.

Yo estaba ebrio (Propiedad, de Palacios-Remondo 2008), situación que me habían facilitado las rapsodias húngaras de Liszt salidas de las teclas del piano de Szidon, y no tuve pudor en corregirle la frase a Katherine; bueno, sólo la segunda parte. Taché con el lápiz y, entrelíneas, escribí: como quitarle a una mujer un pelo pegado en el escote. Lo leí de nuevo y me sentí aún mejor.

No, no tengo la intención de ser un traductor traidor, sólo de añadir placer al placer. Seguro que eso no tiene reproche alguno.

¡Feliz día!

viernes, 7 de septiembre de 2012

LA INMENSA SATISFACCIÓN DE UN CIUDADANO (a compartir)


Sí, me siento bien, y con motivo.

Pasaba yo esta mañana por la calle Salvador, justo detrás de “les Corts Valencianes”, elegidas democráticamente por todos los que tenemos derecho a voto y hemos ido a votar, y he visto salir a un apuesto diputado (ya se sabe, traje oscuro reflejando el soleado día, discretas canas y tecnología punta pegada a la oreja) de forma acelerada. Enseguida se le ha adelantado otro señor de negro, con gafas negras, zapatos negros y pelo engominado, que se ha apresurado a abrirle la puerta del coche (coche negro, cristales tintados, recién limpio). El diputado se ha acomodado y el lacayo ha cerrado la puerta. Yo, que me da por pensar, me refiero a pensar bien claro, enseguida he deducido que el acelerado diputado tenía algún problema en la mano libre (en la otra tenía el aparatito) y no podía abrir el mismo la puerta del coche. Seguro que acierto.

Pero me siento bien porque cuando uno ve como he visto yo que las personas elegidas democráticamente por el pueblo se afanan de esa manera en servirlo, en defender sus derechos y en luchar por el bienestar social, no puedo por menos que sentirme bien. Sentirme bien de vivir en una democracia en la que los representantes del pueblo se emplean con todas sus energías y con todas sus capacidades en lograr lo mejor para todos. Véanse si no las leyes que las citadas “corts” han legislado durante las últimas legislaturas, y como gracias a ellas nos diferenciamos del resto de las comunidades del Estado, incluso del resto de Europa y del mundo (mundial, por cierto).

Por ello, no puedo reprimir unas exclamaciones: ¡Víxca Valencia! ¡Víxcan les falles! ¡Víxca la marededeu! y ¡nos mos fareu catalans!,

¡AH! una cosa más antes de acabar, el tal diputado resulta que está imputado por corrupción, pero eso seguro que son patrañas y falsedades, porque ha sido elegido democráticamente (mayoría absoluta) por el pueblo y el pueblo no se equivoca, es libre, no se le atemoriza con facilidad y sabe lo que se hace.

Hay que estar vigilante que el enemigo acecha…

Hoy me siento bien.

¡Ave …! ¡Morituri salutarem!

 

viernes, 17 de agosto de 2012

17 de agosto, un día cualquiera


Bien es cierto que hoy, tras levantarme, hacer los ejercicios y desayunar, me hubiera sido difícil encontrar un instinto, deseo o necesidad que satisfacer. En todas las posiciones: tendido supino o su prono, con geotropismo positivo o negativo, destrógiro o levógiro...

Por lo demás, la mañana transcurría bien; aunque quizá estaba yo más alerta a lo que pasaba por alrededor. No sé. Lo cierto es que al poco he notado que una mujer me miraba con dulzura desde su coche con una disimulada sonrisa. Le he correspondido y no ha rehuido, al contrario se ha recreado aún más.

Podía haberme confundido con otro. Sí, podía ser eso. Pero ya era la tercera mujer que me obsequiaba con algo parecido en pocos minutos. No es normal, menos ahora que hace tiempo que soy “invisible”.

El ego no me ha impedido continuar buscando cual podía ser el motivo (una amiga me aconseja que cuando pasa eso mire a ver si llevo la bragueta abierta; no era ese el caso, al menos hoy); y al poco he caído en la cuenta. Hoy es mi cumpleaños. Sí, hoy cumplo 65 años. Parece que a partir de este momento paso a ser un espécimen raro y me ocurrirá a menudo.

Sea por lo que sea: ¡Gracias! A todas. Ha sido un maravilloso regalo, sobre todo para mi ego. Sabéis que ocupáis un lugar privilegiado en mi vida.

sábado, 4 de agosto de 2012

19 DÍAS... Y NI UNA SOLA NOCHE

Partí el 5 de julio sin pensar en nada. He adquirido el hábito de no pensar si no me lo propongo, y me sienta bien. Sobre todo porque cuando pienso puede que alguien, incluso yo mismo, pueda correr peligro.

Ahora, a la vuelta, me pongo a escribir y enseguida desecho la idea de hacerlo al modo tradicional. Para mí, tradicional es todo: descriptivo, heroico, romántico, incluso si se trata de emular los folletos de divulgación que venden en las librerías, que es lo habitual. Así es que voy a desparramar palabras, ideas, sensaciones y todo aquello que ha quedado retenido en algún rincón de la memoria, sin más pretensión que la de divertirme recordándolo.

La noche del primer día estoy sólo y voy a darme un homenaje a Hondarribia. Alguien me devuelve a la realidad con una simple pregunta: “¿solo?... no hombre, estos momentos son para compartir”, al tiempo que la luna llena se hace un hueco para echarme un ojo.

El “consejo” provoca una pinzada en mi estómago, pero ya no hay tiempo, ni están cerca las personas con las que me gustaría hacerlo. Así es que, sigo adelante con el disfrute incompleto. Durante la cena, intenta la preguntita volver y tantas veces lo hace yo la rechazo.

Llueve. Corro a cobijarme en la parada del autobús y eso agita mi aparato digestivo. La calle está desierta excepto un bar al otro lado, en lo alto, en el que un grupo de personas comparten bebida y comida bajo un toldo.

Tengo aires. Me relajo y los suelto todos juntos. La parada del bus hace de carpa y los de enfrente paran las mandíbulas y levantan todos la cabeza a un tiempo. Sus cuellos se alargan y sus ojos me dedican toda su admiración; es como un nido de polluelos que han oído a la madre que viene con la comida. Parece que el sonido de la lluvia no ha amortiguado nada. El tiempo juega a mi favor y dejan de prestarme atención, por aquí ya hace tiempo que no hay atentados con bomba.

Pero el acontecimiento tiene consecuencias. Al día siguiente, nada más abren las tiendas, hago acopio de un nuevo atuendo: unos pantalones y varios calzoncillos, porque nadie está libre de que se repita. Suerte que están de rebajas y no me sale caro.

Lo que pretendo (pretendemos, ahora que estamos todos) hacer es intentar llegar en bicicleta a Santiago siguiendo el camino de la costa hasta Oviedo, luego el primitivo hasta Melide y finalmente el francés hasta Santiago; yo (nosotros, porque tendré agradable compañía) me alargaré a Fisterra probablemente ya en coche, a cumplir con un par de ritos culinarios. En Louro espera una fidegüá de marisco y en la playa de Carnota un guiso de raya, y no me gusta que me esperen (ni esperar).

Ya ha llegado el resto de la cuadrilla, nueve en total aunque uno conducirá el coche que lleva las bolsas de los que las dejen. Es sábado 7 de julio y comienza la subida. Sí, digo subida porque la experiencia me dice que salvo pequeños tramos, y digan lo que digan aquellos a los que se les pregunte, aquí todo es subida.

Si vas por caminos: barro, piedras o ambas cosas, cuando no mierdas de vaca, y si vas por carreteras corres el riesgo de que los coches y camiones te tiren fuera. Yo detesto la carretera, no he venido a eso.

La lista de iglesias, conventos y cruces se hace interminable. Románico, gótico, barroco o todos los estilos mezclados aparecen en portadas, torres y cualquier forma arquitectónica. Empezando por la de Guadalupe y acabando en la plaza del Obradoiro. No voy a hacer apenas mención a ellas, y no por desprecio al arte, sino porque no es el objetivo de este relato, y porque ya están suficientemente detalladas en mil y una publicación.

La primera foto se la hago al espectáculo que ofrece el triángulo de las tres ciudades desde lo alto: Irún, Hondarribia y Hendaya. En la última se adivinan los cuerpos de los surfistas tabla en mano a la caza de la ola más grande. Una belleza de atractivo múltiple.

Antes de llegar a Donostia nos encontramos con Javier, un lugareño que ama aquellos parajes y que se ofrece a guiarnos con su bicicleta hasta el Faro del Sol. Nos vamos Jorge y yo y, en acabar, no lo lamentaremos. El camino es duro, empinado y estrecho; Javier cae y se hace algunas heridas aunque dice que no le preocupa. Está emocionado de hacernos de guía. En el camino nos cruzamos (adelantamos y nos adelantan, sólo cuando el camino se ensancha) varios ciclistas de la prueba “transpirenaica”. Cuando les adelanto les gasto una broma y me recuerdan que llevan 900 km desde Girona. Son superhombres, no me cabe duda.

El Faro del sol vale la pena. El lugar, la vista desde él y el entorno. Continuamos y llegamos a la playa de la Concha. Javier se hace una foto con nosotros y se despide. Le invitamos a comer pero dice que va a volver, que su mujer le espera. Son más de las dos de la tarde y es probable que le queden más de otras dos horas para llegar a su casa por el mismo camino o por otro similar.

Pepe le llama a estos personajes “ángeles del camino”. Yo en cambio, seguro de que existen, los identifico como figuras bronceadas envueltas en telas semitransparentes que cruzan el puente frente al “Kusaal”, porque por momentos me hacen creer que compré el “culotte” demasiado pequeño, y lo veo como un milagro temporal.

Luego de comer dejamos el peine de los vientos y subimos el Monte Igueldo, para continuar hasta Zarautz con el fin de cumplir la primera etapa. Llegamos tarde y no podemos quedarnos en el albergue porque el hospitalero dice que con coche de apoyo no hay sitio. Dos días después, encontramos de nuevo a tres bicigrinos andaluces que venían con nosotros y sí acepta el tal señor, y nos dicen que durmieron solos en una nave grande. No entiendo nada de algunos comportamientos de la sociedad actual, lo cual me enorgullece.

Dormimos en el camping, un poco cutre, pero con buena orquesta nocturna que se prolonga al alba con instrumentos diferentes. La tortura tiene infinitos medios para agasajar a los seres humanos, lo curioso es que son ellos mismos quienes los proporcionan.

Al salir por el paseo de la bonita playa de Zarautz, Arguiñano, el bufón de los cocineros populares, se hace una foto con nosotros urgiendo para no parecer “la abuelita”. Es un buen cocinero, lo de bufón está dicho con cariño, por lo malos que son sus chistes.

Enseguida comienzan las subidas, para recordarnos a qué hemos venido. Acabamos el día dejándo el cansancio en Markina.
Antes de eso… cenábamos en un restaurante de esa ciudad. Ocurrió que unas mesas más allá,  justo frente a mí, una voluminosa pareja engullía plato tras plato. Y sentí miedo. Sí, miedo.
Miedo ajeno, miedo de tenedor. El hombre, cuyo perfil me resultaba imposible evitar, pinchaba los alimentos uno tras otro, los miraba fijamente durante apenas un segundo, abría la boca e introducía el tenedor hasta el mango. El gesto, de haber sido tenedor me hubiera preocupado bastante, pues parecía casi un milagro que a continuación pudiera sacarlo de aquella caverna, para volver a repetir el proceso. Sé que el tenedor es un objeto inanimado, pero aún así, confieso que sentí miedo por él. Y miedo de los posibles sueños en los que podría derivar aquella visión. Por suerte no fue así y soñé como siempre, esas cosas que sólo puedo revelar cuando escribo y con otro personaje como sujeto principal. Será por eso que duermo tan plácidamente.
El segundo día, en cada recodo aparece la pereza disfrazada de miedo (o viceversa), intentando que abandonemos o que, por lo menos, vayamos por otros caminos menos complicados. Yo sé a lo que he venido y siempre que no me dejen solo, y alguna vez incluso así, estoy por pisar barro y mierda con la bicicleta a cuestas y el ánimo alto.

La costa vasca es tan vasca, tan única, que exige respeto, dentro o fuera del mar. Fuera porque es un continuo tobogán. Dentro ni lo imagino, sabiendo como me pongo yo cuando me mecen las olas.

Ya hay quien ha elegido elaborar un detallado informe de la calidad de las cervezas, luego la sidra y en otros casos los cafés del camino, y como confirmación basta sólo leer los sellos de la “credencial del peregrino” cuando acaba el viaje. Unos pocos sellos tomados al azar dicen así: bodega Manolo, Agote Haundi (traduce, traduce), bar Don Miguel, hostería Miguel Ángel, Restaurante El Manquín, Sidrería Francisquín, bar Xestoso, pulpería… y vista la devoción lo dejamos aquí.

Una observación. Allá donde hay una iglesia, al lado hay un cementerio; bueno, casi siempre. Un buen detalle para economizar desplazamientos. Habrá que tomar nota. Si es que no hemos avanzado nada, o casi nada en los últimos siglos.

Me impresiona Guernika y no sé por qué. La gente está en la calle, hay mucho bullicio pero un bullicio silencioso y relajado, como el que hay en el duelo de un personaje conocido. Quizá estoy condicionado por el día gris, por el nombre de la ciudad, por su pasado, o en definitiva por su historia.

La lluvia comienza en Bilbao, donde hemos de recorrer su larga ría para entrar y también para salir al día siguiente, y nos acompañará con más o menos intermitencia e intensidad durante más de tres días. La ría sin lluvia no es la ría, más ahora que tiene como inquilinos el Guggenheim y la torre de “Ibertrola”, ésta última un insulto a los usuarios de la compañía.

Para salir de Bilbao hay que mencionar Barakaldo, Portugalete, el Puente Colgante, desde el que parece que lo que se mueve es la tierra (y tiene razón), y su actividad incansable que hace caso omiso de todo lo demás.

Es cuarto día y llegamos a Laredo después de 60 km de ducha continua. Las gotas de lluvia bailan en la parte frontal del casco antes de caer sobre la cara; pero como hay más, otras golpetean los párpados hasta impedir mantener los ojos abiertos. Acelero la marcha hasta ver el 30 en el cuentakilómetros, no importa si es cuesta arriba, llano o cuesta abajo.

Al final espera una inmensa playa desde la que en la siguiente etapa embarcaremos para salvar otro pequeño paso marítimo. En total serán 3 a lo largo de las dos semanas de viaje, el último hasta la poco motivadora Santander. Más que lógico que no me motive, viniendo como venimos de Euskadi.

Desde el primer día nos ha llamado la atención el color del paisaje (eso sí se mantiene en todo el recorrido), las diferentes tonalidades del verde de sus valles y sus montañas que parece que estén cubiertas de algodón del mismo color. Esponjosas y llenas de vida. También la extraordinaria limpieza, sobre todo en Euskadi, lo que demuestra que se sienten propietarios de su tierra y la respetan.

Y de Laredo nos vamos al pueblo de las tres mentiras: Santillana del Mar; porque ni es “santa”, ni “llana”, ni tampoco tiene “mar”. Un pueblo bonito en el que permiten que haya coches por todas partes para que no llame la atención respecto de los demás. No hay aceras y los vehículos pasan por las carreteras que lo cruzan como rayos. Que hay que igualarse por bajo para no dar envidias.

San Vicente de la Barquera ha cambiado poco. Sus marisquerías, caras y con poca calidad, continúan vacías, mientras que las pizzerías y los bares de pinchitos hacen su papel, aunque a veces dé la impresión de que te dan la espalda. Aquí la gente se levanta muy tarde, parece como si fuera destino del veraneo mesetario, ese que identifico porque habla acentuando mal y arrastrando el final de las palabras. Me encantan (;-D).

Pero ocurre algo diferente. En lo alto del pueblo, mientras pagamos 1,5 € por entrar a una iglesia que me aseguran que es singular, aparecen un grupo de conocidas ciclistas trayendo la alegría que tanta falta hace. El breve momento lo inmortalizo con tecnología japonesa, pero la energía que nos transmiten sus abrazos permanecerá durante mucho tiempo con nosotros. No cito sus nombres por si me olvido de alguna, que no soy de fiar. El encuentro nos carga de energía positiva. Para acabar la tarde, Jorge y yo nos aventuramos a cenar en “Los Arcos”.

Al salir del tal señor de la Barquera, los pelos se me ponen de punta (los que me conocen no sabrán cuales, yo tampoco), y es que a lo lejos se puede distinguir con claridad el perfil de nada menos que el “Naranco de Bulnes”. Siento una atracción singular hacia determinados retos, y este es uno de ellos. Miro el pulsómetro y no es broma, está acelerado y eso que aún no hemos comenzado la subida del siguiente puerto. Esta es una de esas cosas por las que merece la pena vivir (todas las demás también, pero…).

Ahora le daré una de cal a Comillas, centrándome en el “Capricho de Gaudí”, el cual visitamos Luis, Jorge y yo. Un palacete delicioso con detalles de libertad artística que trasladan a otra concepción del mundo, del espacio y del arte. El arte es como el amor (o si se prefiere el sexo, que qué más da), sólo es posible practicarlo y disfrutarlo en total libertad, inventando cada vez las reglas o mejor sin ellas. No tiene otro límite que el de la creatividad y la entrega. Y Gaudí lo entendió así. Yo estoy en el camino, aunque me temo que es largo. Habrá que tirar mano de algún principio budista para seguir adelante sin perder el entusiasmo.

Otra cosa que me llama la atención, casi desde el primer día, pero sobre todo desde la salida de Euskadi, es la gran cantidad de mansiones “indianas”, incluso en un pueblo que no recuerdo hay un museo “indiano”. ¡Toma!. Parece que son de los aventureros que se fueron a “las indias” y, a saber qué hicieron por aquellas tierras que, ya entonces, pudieron volver y edificar tamaños edificios para presunción propia y envidia de sus conciudadanos (seguro que tendría algo que ver con la “prima de riesgo”. Aquí cuando no va de primas va de primos). Aconsejo que se lea a Fray Bartolomé de las Casas para valorar con más exactitud lo que sugiero.

De San Vicente de la Barquera a Ribadesella pasamos por los “Bufones de Arenillas“ que son patrimonio de no sé quien (estos no son todavía de la humanidad), como todo aquello que es algo diferente de la rutina diaria. Vayan llevando pues algunos cuidado ¿EH?. Bueno, se trata de que las rocas se han desgastado junto al mar por la parte de abajo y cuando la marea entra por esos agujeros sale hacia arriba con un rugido estremecedor. A veces el chorro del agua alcanza 15 ó 20 metros de altura y, claro, la gente va a verlo.

Cenamos en Ribadesella, sin que importe la marca de la cerveza. Al día siguiente hacemos el descenso del río Sella (hay que mojarse… el culo). Catorce kilómetros con algunos rapidillos (que no rápidos), que cubrimos en poco más de dos horas, contando el tiempo del bocadillo. Es sábado y hay sabaderos y domingueros, por lo que hay que intentar alejarse de ellos, la estupidez suele salir más al exterior los fines de semana. No es fácil, no obstante el esfuerzo, librarse de los que se mojan con la pala o se cruzan para hacer la “gracieta del día” mientras la inmortalizan con el móvil. Simplemente seres humanos.

De esta “aventura de bote” participamos todos, no hay mas que ver la pinta que tenemos en la foto, con el pantalón corto, las chanclas, la pala en la mano, tal que si fuéramos de safari, y el chaleco salvavidas cuyo tensor central toca el arco del triunfo más de lo que sería de desear (al menos el mío). Una vez en el agua, unos reman y otros simplemente “se dejan llevar…” . Yo, dada mi fama de ser sociable, elijo un kayak de una sola plaza, para evitar ser una carga para nadie. Antes de llegar al final, ya casi solo, veo que una pareja va y se “pica”. Pero ¿de qué van?.

Mi fibra sensible (suponiendo que exista) se activa cuando en la última parte comienzo a ver miles y miles de salmones que ascienden hipnotizados sin inmutarse porque mis remos les pasen cerca. Dejo de remar y me estremezco. Van guiados hacia el nacimiento del río por una energía que les supera, y a mi me han recordado que todos estamos un poco así… unidos por una misma energía, la misma que nos traslada por el Universo a miles de kilómetros por hora sin pedirnos nada a cambio.

El domingo, se enriquece el grupo con la décima participante. Catalizador y bálsamo dado que ya llevamos más de una semana de cansancio y en cualquier momento una chispa puede ocasionar una explosión nuclear con daños colaterales. Estelia es siempre una bendición: deportista y deportiva, pero sobre todo amiga. Viene de hacer el descenso del Tajo en Guadalajara y da la impresión de traer una mezcla de ilusión, curiosidad y miedo. Gracias por venir.

Aunque no quería (ni quiero) hablar del camino puro y duro en plan turístico, hay algo que es necesario decir y lo voy a hacer. En el camino no sólo hay cuestas arriba y barro y piedras, e incluso en ocasiones zarzas y mierda; también hay cuestas abajo, verdes caminos alfombrados de hierba, carriles bici que se asemejan a autopistas con puentes exclusivos y varios metros de anchura, carreteras secundarias sin a penas tránsito, y especialmente travesías de bosquecillos que de no conocer las especies podrían pasar por ser de Nicaragua, Costa Rica o cualquier otro país con frondosos bosques subtropicales.

En el camino, además de su bella dureza y sus sorpresas, también hay conexiones humanas. Adelanto a una mujer en bicicleta que le cuesta superar una pendiente, pero ni se plantea abandonar. Me dice que es austriaca y le manifiesto mi admiración por su tierra (poco tiempo después está en el mismo pueblo que nosotros buscando alojamiento). En lo alto de una dura pendiente en la que llevo el esfuerzo al máximo, una peregrina se lanza y me empuja hasta que supero el desnivel (¡gracias, muchas gracias!).

Tengo la impresión de que a diferencia de Asturias, Cantabria se acerca al mar con timidez, ¿será por que es más mesetaria y teme su bravura?. Si es así, seguro que se le cura comiendo avellanas.

Este viaje comprende un mundo de sensaciones, complicidad, empatía, amistas, afecto y hasta cariño, en raciones grandes, pues es para compartir.

Elegir el camino en vez de cualquier otra ruta alternativa, siempre menos dura, tiene premio. Unas veces por el paisaje, otras por la gente con la que se coincide y siempre por la imprescindible solidaridad que precisa para concluirlo con éxito.

Villaviciosa, donde no soy capaz de encontrar ningún vicio que merezca la pena, Grado, Tineo y Granda de Salima, con su descomunal y antiguo pantano forman parte de la lista de destinos que vamos pasando, ya en el camino Primitivo.

En Granda, donde después de más de 74 kilómetros y varios puertos llego totalmente exhausto, tomamos la pensión más barata de las dos que hay en el lugar (elegimos entre Jorge y yo). En el bar donde nos alquilan las habitaciones comemos y bebemos lo que nos ponen sin saber de qué se trata. El agotamiento, que es común a todos, no nos permite hacer distingos.

Desde la ventana de nuestra habitación se ven los tejados de la iglesia, los cuales forman un dibujo que me resulta artístico. Frente al bar, unos jóvenes (y jóvenas) esperan sentados en el bordillo. Al día siguiente nos enteramos de que el bar, a partir de cierta hora se convierte en el “pub” del pueblo; y eso puede que dé explicación a otras cosas…

Antes de dormir, a pesar del cansancio, ponemos unos minutos la tele y, para ello, apagamos la luz zenital y encendemos la de la mesilla. Cual es nuestra sorpresa cuando ésta se revela como una tenue luz roja que da un ambiente cuanto menos sospechoso a la habitación. Son las metamorfosis del camino que aparecen en cada recodo. Nuestras carcajadas resuenan en todo el edificio. Nos cuesta parar. Buen ejercicio de relajación después del esfuerzo para abordar un profundo dueño que nos llevará a la siguiente etapa. Al otro día nos enteramos de que nadie más encendió la luz de la mesilla; bueno, ¡ellos se lo perdieron!

De Granda a Castroverde, 71 kilómetros, la cosa no mejora; me refiero a los puertos. Superamos cuatro, dos de ellos de más de mil metros. Sólo porque sabemos que ya estamos en lo alto creo que tenemos ánimos para hacerlo. Hemos ascendido al macizo gallego y eso tiene su precio (lo de macizo es por la montaña, abandonar cualquier tentación respecto de otro significado). Pero de aquí en adelante, como ya he dicho, presumimos que todo va a ser diferente, que no puede ir a peor. Probablemente sea porque olemos el pesebre (me refiero al pulpo, al marisco y, cómo no, al albariño).

Y aquí viene la "oportunidad perdida", en un tramo en el que el camino va paralelo a la carretera, vamos a buen ritmo, a una hora próxima al mediodía, un mediodía de sol gallego, yo voy abriendo la marcha para alcanzar cuando antes un camino frondoso y sombreado, pero de repente aparecen junto a la carretera una muchedumbre de Protección Civil y Guardia Idem; me hago un hueco entre ellos y me encuentro de frente con "el Feijoo". ¡Jóder! qué oportunidad. Pero el tío va, se aparta, y dice "perdón señor". Yo le doy las gracias y sigo, pero ya no hay solución. Me voy pensando acabo de abortar una gesta heróica y si alguien me lo habría agradecido. Desvaríos.

De Castroverde a Melide, pasando por Lugo, donde comemos, el trazado es muy diferente. Una jornada singular. Singularmente digna de recuerdos, porque un día más habíamos elegido el camino. Esta vez éramos Luis, Estelia y yo. La etapa era la penúltima. El camino era bello, muy bello. Toda la frondosidad de la fraga gallega nos inundaba y nos hacía olvidar el cansancio, el calor y el hambre; a lo que había que añadir que estábamos perdidos. Bueno, parcialmente perdidos del resto del grupo. Al final supimos que íbamos por delante, que los demás estaban afaenados devorando plato tras plato, y decidimos que en el próximo lugar que consiguiéramos tomar algo no lo dudaríamos. Y no tardó en producirse la ocasión. Al poco, una casa rural rodeada de un jardín frondoso apareció casi por sorpresa, y en la porchá de la entrada, nos esperaba un hombre maduro que desbordaba amabilidad y al que no tuvimos que esforzarnos en darle muchos detalles.
Nos dejamos caer en las sillas y enseguidateníamos frente a nosotros una bandeja de huevos fritos con salchichas, carne asada y una monumental ensalada; amén de las correspondientes jarras de agua y de vino. Y hasta ahí recuerdo. No sé si nos ofreció postre, si tomé té, ni nada más.
Lo siguiente que puedo escribir es que abrí los ojos acostado en la hierba porque alguien me llamaba. Al rato distinguí a Estelia… por fin alguien conocido. Y fue cuando le pregunté dónde estaba y porqué me llamaba (o quizá fue ¿para qué…? no lo sé). Cuando me convenció de que yo era yo, me explicó que llevaba más de una hora durmiendo, que estábamos haciendo el camino y que debíamos continuarlo.
Nos despedimos del amable “hospitalero” sin conseguir que nuestra cara de satisfacción y nuestro agradecimiento superara los suyos. Supimos que, casualmente, era primo de la amiga que nos esperaba en Melide. Otra casualidad. Maravillosa casualidad.

Ya en Melide hacemos acopio de proteínas a base de ese animalito de mar al que tantas veces he envidiado en algunos momentos de mi vida. Y el viernes, con el pulsómetro más acelerado que los pedales, ponemos las ruedas en ese complicado cruce de corrientes subterráneas que es la catedral de Santiago, aunque nuestro viaje no ha acabado. Es simplemente un hito obligado por las energías que atesora.

Luego ya viene toda una cascada (cambiaré la palabra porque se puede malinterpretar); quiero decir una sucesión de placeres al amparo del primer objetivo cumplido: cena de chupetón (son cosas del corrector ortográfico, quise decir “chuletón”) con un pozal de vino ribeiro, descanso nocturno, singular fidegüá de marisco en Louro, para mi no es una primicia (Rogelita, la cocinera, ya tiene varias proposiciones formales mías; pero siempre me dice que con un error en su vida ya tiene bastante), baño en sus playas; al día siguiente visita a la playa de Carnota, subida al monte Pindo con sus 625 metros de desnivel y las maravillosas vistas del cabo de Finisterre y la playa de Carnota en toda su extensión, guiso de raya acompañado de un líquido frío, que hace que me despierte después de no sé cuánto tiempo, en una playa desconocida con la marea bañándome los pies. Luego de un tiempo me entero de que estoy en Galicia todavía.

Y al otro día la vuelta. Volvemos porque sabemos que es la única forma de emprender una nueva aventura. Hacia dónde… qué más da si es nuestra.

Como resultado del esfuerzo realizado, estamos mucho más en forma, tenemos un color de piel más bronceado, hemos disfrutado de la satisfacción de ser capaces de realizar un esfuerzo notable, y hemos engordado una media de 3 kilos, sólo falta averiguar dónde se han localizado para decidir dejarlos o quitarlos. Toda una tarea que me parece que no es bueno hacer en solitario.

Gracias a todos (a unos más que a otros) y SALUD para emprender la siguiente aventura.


lunes, 11 de junio de 2012

RONCALES Y NATURALEZA


Sorpresa, sorpresa. No soy el tan ansiado Adolfo, el norte y guía del petit grupo. Tanto, que casi tengo que hacer noche en una esquina del Mestalla. Pero el malentendido se restaña a tiempo con más que satisfacción por todas las partes.

Tras el episodio, el viaje se manifiesta torpe como cualquier otro, más si participa de mi asesoramiento, abrigando siempre la duda de dónde acabaremos. Sólo nos consuela que no hemos atravesado los Alpes ni tampoco navegado; al menos yo sigo sobrio.

La naturaleza nos compensa con creces lo que sólo estuvo en la imaginación antes de darnos de narices con nuestro destino, y los cacahuetes lo que nunca estuvo en el estómago.

La tardía cena devuelve los jugos a su lugar y arranca estruendosas risas que acaban llamando la atención de unos y levantando los párpados de otros.

Sí, definitivamente hay química en esta parte de la mesa; y yo diría que hasta física (cuántica y de la otra cuya descripción huelga).

Salimos a disfrutar del mismo techo de siempre que no acaba nunca de sorprendernos, con sus osas, sus osos y sus ositos. La noche, cómplice del silencio, nos acompaña en una larga caminata que comparto con un Milagro de amiga. Ir con ella es más que ir acompañado, es un aprendizaje continuo acompasado a la dulzura de su tono de voz.

Intentando evitar que se acabe el día, llegamos todos tarde a las literas, no así a los sonidos que, a falta de otros más deseados, se emiten desde las camas pugnando por robarle minutos al sueño.



Amanece tarde y claro, lo que no impide que llegue el primero a la ducha. El desayuno se deja devorar en silencio, y ya con el sol alto partimos como reguero de hormigas multicolores a identificar especies en la naturaleza. Como lo hemos hecho otras veces, de las que nos ha quedado la primera parte de “barrio sésamo” (grande y pequeño), ahora toca aprender los colores y, los más avezados, pino y no pino.

Con la satisfacción el esfuerzo de la caminata se reduce tanto que la olvidamos. Luego, la comida-almuerzo y el baño en las pozas. Me quedo solo en la primera, pero pronto, desgarradores gritos femeninos desatan mis “sexorfinas” e intento averiguar el motivo de tal algarabía ¿habrán salido los faunos de sus grutas o serán los enanitos que no se conforman con Blanca Nieves?. Cual es mi decepción cuando me doy cuenta que es la temperatura del agua; así es que continúo secándome al tenue sol cual ranita descolorida. Aún así nadie se atreve a desencantarme. Mientras, el “boss” hace de las suyas en la última poza. Seguimos todavía con muchas asignaturas pendientes. Como no vuelva pronto Mendizabal tendremos que librarnos de algún Torquemada, si no al tiempo. ¡Viva la Pepa! (no va por ti amiga mía, es una broma, como casi todo… en la vida).

Nada, o casi nada, cambia, por mucho que lo deseemos, y eso que somos la avanzadilla (eso nos creemos). Del “declive del imperio americano” hemos pasado de súbito a “las invasiones bárbaras” (aunque menos bárbaras de lo que deberían). Otra cosa es lo que pueda parecer si cerramos los ojos o nos fiamos de la imaginación. Mucho más se acelera el pulsómetro o pasamos de 37 y medio. Lejos de estas reflexiones, el espectáculo continúa. Yo no me atrevo a sacar la cámara, pues como decía Maese Cabra “en lo gordo se me nota que soy nuevo”. Hay cosas que el no entenderlas no impide en absoluto que existan.

Amigos ¿vale?

Volvemos por la senda de siempre al lugar de siempre de forma mecánica y automática, correspondiendo al saludo amistoso de plantas, insectos y pájaros; lo hacemos como seres inertes y energía de litio baja. Salvia oficinales por aquí, pinus alepensis por allá y dacus oleae con larvas de drosophila melanogaster engordando en algún rincón.

Llego el segundo a la ducha, y es la segunda vez que me ducho en este período vegetativo, y por si fuera poco, otra vez solo. No sé de qué me sirve tanto cursillo y algún que otro master… me estoy planteando dedicarme a la epistemología.

Tras la aceptación de la realidad, llegan horas de “pelado de aves” (pavas para ser más exacto) en la que se acaban quitando hasta los “cañones”, acompañados de cerveza puesto que las endorfinas no se atreven a salir solas a la palestra. Las lenguas se desatan (sólo las lenguas) y las preguntas que nunca nos atrevimos a hacer afloran mezcladas con chistes, anécdotas y sudores fríos.

Tras la cena en la que el chef y su compinche se esfuerzan en sorprendernos, el proyector nos inyecta un potente somnífero intercalado de fotos que acaba con un desfile de reptantes hacia el nido de los sueños sonoros.

La noche no depara nada nuevo a nadie (que se sepa). Los Roncales se levantan con el alba y me recuerdan que salga a vivir lo mejor del día en plena naturaleza: el amanecer. Fran se va a pie al pueblo por el cauce del río. No me apercibo, pues le hubiera acompañado. Vuelve antes del desayuno.

Hoy es ya el último día, pero queda mucho por vivir. Maribel, la enciclopedia de las plantas del Carbo, no se cansa de darnos información. Y siempre queda algo, aunque nos ponga muy difícil corresponder a su esfuerzo.

La armonía del grupo es total. Una vez más ha valido la pena.

Aunque habrá que releer una y otra vez los apuntes y nos surgirán dudas; en teoría, hemos debido aprender las propiedades de las principales plantas del hábitat, y también la elaboración de ungüentos, esencias, cremas y destilaciones, y por mucho que las leamos siempre tendremos que recurrir a los apuntes, al omnipresente Internet o incluso a la “Enciclopedia Maribel”, siempre abierta y dispuesta a colaborar.

El saber y la buena voluntad de los cocineros se vacían en la comida del mediodía; tanto que tienen que salir a saludar.

Cuando nos conformamos con los placeres que suben del ombligo hacia arriba, hay que empezar a reflexionar.

La siesta se diluye entre cartas con árboles, fotos que sorprenden y rincones en los que se esconde Morfeo. Y la tarde es una continuación que nadie quiere que se acabe. Sabemos que nos esperan 40ºC y alguna noticia que nos devuelva a la estúpida realidad de la colmena insolidaria.

Por eso nos miramos una y otra vez, sonreímos sin decir nada y miramos a la naturaleza infinita evitando siquiera el reojo a la muñeca. El tiempo no existe, pero como no nos lo hemos creído (lo siento S.Hawking), nos abrazamos una y otra vez. Unas veces pienso que ignorando la realidad y otras que volviendo a ella.

No quiero acabar sin mencionar la sensibilidad de Casimiro al leer unos versos maravillosos que yacían ocultos en las páginas de un libro olvidado en una estantería, y que despertaron para endulzarnos la amargura de la despedida.

Otros agradecimientos personales, los reservo a la intimidad.

Un abrazo a todos, también a los que no he nombrado, y a los que no estuvieron con nosotros. Todos somos uno.



[8-9-10 junio 2012]

miércoles, 6 de junio de 2012

El EGO


El EGO es responsable de casi todo, pero especialmente de la “culpa” y del “perdón”.

Está ahí el 100% del tiempo, más que presente OMNI-presente. Y nuestra mente está entrenada (posiblemente a causa de su mentada presencia) para buscar y encontrar defectos “propios y extraños”. Sólo hay una actitud posible ante él, NO CREERLO.

Sé que voy a incurrir en una contradicción. No creo en los ejemplos, no me gustan en absoluto, pero ahora no tengo otra alternativa (o no soy capaz de verla) y voy a recurrir a uno. Todos, con toda seguridad, hemos padecido situaciones en las que nuestra “caprichosa” mente nos ha tentado o invitado a hacer algo con lo que no estábamos de acuerdo. Algo que no tenía nada que ver con nuestra conducta habitual ni con nuestra intención. Hacer mal a alguien, arrojar algo no importa contra qué o contra quién, o incluso matar. Sí, matar. Pero enseguida hemos reaccionado y abandonado la intención. No lo hemos hecho, pero aún así, no hemos podido evitar un cierto sentimiento de culpabilidad por haber pensado de ese modo.

Ajá, el Ego nos ha ganado la partida.

Tengamos claro no obstante que, al Ego, no debemos de temerle en ningún caso, ni tampoco sentirnos culpables de caer (pensar) en sus “tentaciones”. Del Ego no hay nada que temer si se sabe que no se le va a hacer caso.

De estas situaciones se deriva una de las conductas más habituales del ser humano: el rezo. En la mayoría de los casos el ser humano reza para aplacar al Ego, para no escucharlo y para espiar la culpa de haberlo hecho (los malos pensamientos).

Para aclarar un poco más la actitud más adecuada, no se trata de no escucharlo, pues si lo rechazamos intentará torturarnos viniendo una y otra vez, más o menos disfrazado; se trata de no creerlo. De dejarlo fluir. Quienes han hecho meditación, y especialmente meditación zen, comprenderán mejor lo dejarlo fluir, porque a quién no le ha picado la nariz desesperadamente mientras estaba en ese trance. Sólo hasta que aprendió a no hacer caso al picor. Entonces desapareció y no volvió nunca más. Le habíamos ganado la partida.

Nos imaginamos leer o escuchar una noticia y  creérnosla fielmente. Cualquier información que nos llega, la filtramos críticamente en función de nuestra situación del momento y del conocimiento que tenemos del entorno y de la situación, ya sea social, económica o política; humana en suma.

Voy a intercalar aquí una frase que me parece oportuna y que puede ayudar a reflexionar sobre el tema que trato:

“Ve a menudo a ver a tu amigo no sea que la maleza borre el camino”, tomémonos un minuto al menos para digerirla.

Amigo es aquel “lugar” donde no tienes que justificarte, ni tampoco explicar nada. Podría ser, por qué no, una invitación a UNIRSE A LA VIDA.

Pero sigamos con el tema del Ego de forma directa. El Ego tiene un portero que le defiende: la culpa. Y es así porque sabe que si entramos al Ego, lo desactivaremos.

La culpa es producto de una cultura, no una característica del ser humano. Hay culturas, actualmente limitadas a pequeños grupos, uno de ellos al sur de México, que por cierto utilizan la mente de forma relevante, hasta el punto de que casi todo lo hacen con ella (sí, con la mente, aunque parezca extraño) que desmontan nuestra senda de comportamiento en el sentido indicado. Pues para ellos, el error no es personal. Qué maravilla. Pronto acabaremos con ellos.

Si preguntamos a un grupo de personas que nos digan con qué asocian la culpa, seguro que además de otras palabras o ideas nos dirán que con: carga, angustia, error, toxicidad, anulación, lastre, parálisis, falsedad, uno mismo pegándose por dentro, enfermedad, MIEDO (las mayúsculas son intencionadas), etc. Y todos estos sentimientos “no sirven para nada”.

Cual debe de ser entonces nuestro objetivo: “dejar de culparme y de culpar a los demás”. No denuncies ni en silencio los errores de los demás, quizás antes habrás de aprender a perdonarte los tuyos, o mejor todavía, a no verlos.

Todos somos cómplices en esta vida. Todos somos una misma cosa. Y a partir de que asumamos esto, habremos accedido al auténtico perdón. Perdón y olvido, porque de otra manera no es perdón; además de forma espontánea y automática.

Nada más.

(Con mi agradecimiento a Isabel Solana que me impartió estas enseñanzas)

martes, 22 de mayo de 2012

PURA VIDA

Qué has hecho hoy, me preguntas.
Yo estoy mirando al infinito, con la vista desenfocada y una tenue sonrisa en mi cara. No me veo pero lo sé.

Me vuelvo a mirarte. Me fijo en tus ojos que comienzan a derramar esa alegría serena que luego acompañas con una mueca seductora. Mi silencio ha despertado tu alegría y también tu curiosidad. Me habías hecho la pregunta casi maquinalmente y de pronto se ha convertido en el centro de tus pensamientos.

Te hablo despacio, sin dejar de mirarte, sin elevar apenas la voz. Quiero que parezca una confidencia que estoy deseando contarte. Y es así, no hay juego en las palabras, no hay manipulación en las intenciones.

Ésta mañana, te digo, he rememorado en vivo algo que ocurrió hace mucho tiempo. Uno de esos episodios que quedan para siempre grabados en algún lugar aún por descubrir. Ha sido un impulso que también a mí me ha sorprendido, como sorprende la tormenta en la montaña. Un relámpago, enseguida el trueno y nuestro cuerpo se empapa sin darnos tiempo a protegernos.

Así ha sido.

“Estábamos en prácticas de biología, en concreto, trabajando en el laboratorio con el microscopio. Ya sabíamos lo fundamental de su funcionamiento así es que tocaba cortar finas capas de un tronco blando ayudados del microtomo, tintarlas, ponerlas en el portaobjetos, cubrirlas con el cubreobjetos, enfocar e identificar los vasos liberianos y leñosos.

Era también una mañana de primavera y yo estaba muy inquieto. Había repetido el proceso varias veces, así es que para distraerme conseguí que por mis oculares se contemplaran millares de pequeñas “larvas cabezudas”, bastante estúpidas a tenor de sus movimientos nerviosos.

Llamé a la compañera que tenía a mi derecha para que las observara, y en poco tiempo las cinco hembras del grupo estaban a mi alrededor pugnando por mirar a la vez aquella danza loca, a la vez que contenían una risita como la que tu tienes ahora.

No tardó el profe en darse cuenta de que algo ocurría allí, pero el desenlace no merece detalle en una historia como esta.”

Hoy continúan moviéndose del mismo modo, buscando lo que entonces no encontraron ni tampoco hoy. Pasada la media hora comienzan a dejar de colear y van muriendo poco a poco. A la hora ya no quedaba ninguna viva.

Entonces sirvieron para arrancar la curiosidad y la alegría a aquella mañana soporífera, hoy han servido para que tú y yo nos sintamos vivos y parte de ese inmenso paraíso que es el universo, a pesar de las limitaciones culturales que a menudo nos impiden disfrutar aún más de él.

Porque somos “pura vida”.


miércoles, 9 de mayo de 2012

SIN TÍTULO (o llámale "culo")


La mañana había sido muy buena con nosotros (y nosotros con ella). Largo paseo en bicicleta, AMIGOS (las mayúsculas son intencionadas), sol regalo del mes de mayo, baño en un mar de plata donde hasta el algodón nuboso quería rielar, y el horizonte que siempre te espera donde nunca llegas, dando sensación de libertad sin límites; aunque en el lote entrara también el poniente que nos abrazó a la vuelta.

Sesenta kilómetros que hubiéramos deseado que se prolongaran hasta el infinito nos obligaron a partir el camino al llegar al río. La soledad me hizo aligerar el paso de forma inconsciente. Nadie con quien hablar, el sol en su zenith y la pista libre para mí solo; bueno, casi.

Al pasar bajo el puente de las flores ya iba a buen ritmo. A un centenar de metros vi venir un ORNI (objeto rodador no identificado) por la pista ciclable. Estábamos solos e iba por su derecha, de modo que no me inquietó; hasta que vi que una moza que bajaba por las escaleras se le cruzaba. Me puse en guardia. Ella cruzó delante de él agitando sus glúteos y nada parecía que fuera a cambiar. Pero cambió.

El ser humano que estaba a los mandos pegó su mirada en el brillo de las negras mallas que cubrían el movimiento y su cabeza hubo de girar hasta ciento ochenta grados. Bien es sabido que el cuerpo humano es un todo indivisible, de modo que la simetría de su esqueleto se vio afectada y su rumbo viró a estribor. ¡Cómo que si viró!...

Y aquella bella máquina y su extraviado conductor pusieron rumbo a mí sin aminorar la marcha. Gracias que soy de ciencias (ya sé que no lo parece) y en ese momento apareció delante de mis ojos la totalidad de la teoría de las fuerzas vectoriales, dándome la opción de elegir. Y elegí. Sí, elegí cambiar el rumbo ligeramente hacia la derecha aminorando un poco la marcha (pero sólo un poco, para no caer), luego se trataría de mantener el equilibrio, y así lo hice. Lo de girar a la derecha es algo que siempre nos han enseñado a practicar, no digamos en la actualidad. De manera que fue lo más fácil.

No pude evitar la colisión casi frontal; sí minimizar los efectos de unos noventa kilos de masa a unos ocho metros por segundo, contra apenas cincuenta y siete kilos a bastante menos velocidad. Conseguí no ir al suelo, desgraciadamente el ORNI no corrió la misma suerte y tras la colisión rodó por tierra.

Cuando se levantó vi que su mano izquierda sangraba a chorro. Tenía dos dedos totalmente reventados. El pobre estaba consternado. Me pedía perdón una y otra vez mientras se sujetaba los dedos. Le animé a que buscara un puesto de socorro cuanto antes y le regañé respecto de la calidad del motivo de la colisión. Movió la cabeza. Lógico. Era poco más de medio día y el termómetro marcaba treinta y cinco grados centígrados, por lo que es de suponer que los fluidos corporales no estaban en condiciones de responder a la teoría de los fluidos. Eran claramente condiciones de emergencia que no puede contemplar ni la física ni la química.

Yo había recibido un fuerte golpe en el pómulo izquierdo (los golpes siempre van a la izquierda) y también en la ceja, pero nada de importancia.

Vi como aquel ser humano se alejaba dejando un goteo de sangre por la pista y mi mente no fue capaz de hilvanar nada que pueda contribuir a resolver estos problemas en el futuro. ¿Quizás una señal de tráfico?, no, no. Tendré que recurrir a la teoría del color, o a la de las formas. Pera ambas quedan en el campo de las artes plásticas.

El tiempo dirá…


lunes, 23 de abril de 2012

El lenguaje de la tierna mirada

A veces hago deporte en los parques urbanos, pero no me gusta hacerlo los fines de semana porque interrumpo a otros que sólo pueden permitírselo esos días.
Ayer violé algunas intimidades de forma involuntaria y no puedo evitar que para mi sea eso una incomodidad.

Había acabado de correr una decena de kilómetros y hacía los estiramientos lógicos del post-ejercicio.

Busqué un lugar algo apartado y, aunque era muy temprano, ya comenzaban a acudir los domingueros, dicho lo de domingueros con absoluto respeto y simpatía.

Primero pasó uno en bicicleta, full-equipamiento, marcas exclusivas, intentando ver en la montañita que había junto a mí el Turmalen, el alto de los Leones o, quedándonos más próximos, la font del Berro. Un esfuerzo para valorar de inmediato, que luego vendrán las birras que lo neutralicen, a juzgar por su perfil.

A continuación pasaron varias personas corriendo, de esas que se atan el chándal a la cintura, a pesar de que el calor ya aprieta a estas horas, no hay ni una nube en el cielo y por tanto nulas posibilidades de que empeore. Que digo yo, si es para disimular el culo, que en este caso era más que considerable de forma generalizada, lo que hace es precisamente lo contrario, aumentarlo, vaya. Es que cada vez los espejos son de peor calidad y encima no se dejan aconsejar.

Al poco pasó muy cerca una señora que mantenía una conversación (más bien monólogo) muy animada con un tal Paco. Paco era el perro; un perro de esos con forma de rata a los que se les ha agotado la gomina y van que no ven. Lo poco que oí lamenté enseguida no haberlo grabado, porque era un auténtico curso de coaching, digno de la mejor escuela de negocios. Y es que hay mucha pero que mucha cultura en el país, lástima que no se dirija adecuadamente para mejor aprovechamiento.

Pero cuando ya estaba acabando, ocurrió lo que me ha animado a escribir este relato, y que no sé si voy a ser capaz de relatar con fidelidad. Veremos lo que sale.

Dos hombres de mediana edad aunque más bien maduritos, cada uno con un perro tirando de él, se encontraron por pura casualidad junto a un prunus laurocerasus y próximos a un hybiscus rosasinensis. Ambos, como es habitual en estos casos, miraban hacia al cielo que nos sirve de techo, ya azul purísimo a esa hora, sin duda intentando evitar ser corresponsables de cualquier cosa que sus hijitos del alma dejaran caer por el esfínter anal.

Ambos canis canis dejaron de olisquear el suelo y se pararon en seco mirándose fijamente, e iniciaron a continuación una aproximación de tanteo. Cuando estuvieron uno junto al otro acercaron sus hocicos al culo; no cada uno al suyo, sino intercambiando culo y hocico. Fue en ese momento cuando los acompañantes (me refiero a los hombres de mediana edad) se miraron de reojo esbozando una mueca.

A partir de ese momento perdí el control de mis estiramientos. La escena capitalizó toda mi atención, porque los gestos, las miradas, el tímido saludo intercambiado y la satisfacción irradiada por aquellas personas pasaron a ser el acontecimiento más importante del parque. Para ellos.

Ya ajenos al comportamiento de sus hijitos quedaron envueltos en un aura de deseo puro que casi me hace llegar tarde al almuerzo. No tenía yo derecho a interrumpir aquel idilio. Agazapado en la sombra hubiera deseado desaparecer.

He aquí la grandeza del ser humano. Me refiero a los hombres de mediana edad, no a mi; yo en ese momento, casi piltrafilla.

¡Qué sensibilidad! ¡Qué nivel de comunicación! ¡Qué conjunción de astros! Y por qué no decirlo también, ¡Qué envidia!, no mía, claro (¿se entiende?). Pero sobre todo ¡Qué intercambio de sensaciones a través de sus miradas!; quizás el principio de una hermosa relación.

No es posible que haya en todo el Universo nada similar, y debería proponerse como “Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”.

Desde ayer creo en el futuro (del género canis), aunque no volveré a hacer deporte en los parques los fines de semana. Ni loco.

[El Guerrero del Antifaz – abril 2012]

lunes, 16 de abril de 2012

LA MONTAÑA SIEMPRE MIRA A LOS OJOS

Rogelio es mi amigo. Con él voy a la montaña y a menudo compartimos habitación. Me gusta porque es tranquilo, educado y no ronca, pero sobre todo porque antes de que nos durmamos me cuenta historias.
Rogelio no inventa nada, tampoco repite historias aprendidas, simplemente derrama en el silencio de la habitación momentos de su vida. Pero a mí me gusta lo que me cuenta, porque como coincide con el mismo tiempo en el que yo he vivido y algunas de sus historias se aproximan tanto a las mías, es como si me contaran mi propia historia. Pedacitos de vida, momentos lejanos pero muy próximos aún, que relajan los músculos y abren la puerta al sueño.
Anoche me contó que cuando tenía 16 años, había acabado formación profesional, yendo y viniendo a la capital en el coche de línea cuando reunía dinero para ello, y cuando no en auto-stop. Y fue entonces cuando su padre le dijo mirándole a los ojos: Rogelio, ya eres mayor, en casa hay muchas bocas que tapar, es el momento de que hagas algo por tu cuenta.
Rogelio hizo su pequeña maleta, se puso el traje de los domingos, metió en una carpeta el título de formación profesional y en el bolsillo los ahorros que tenía más unos duros que le dio su madre, y partió para Valencia. A Valencia porque era la ciudad más próxima donde había fábricas de cosas químicas, no por otra cosa. Abrazó a sus padres y a sus hermanos y cogió el tren regional. Cinco horas de viaje le dieron tiempo para despedirse de su tierra mientras la dejaba atrás. Era la primera vez que salía de ella.
Al llegar buscó una pensión barata, se instaló, y a partir del día siguiente desgastó las suelas de sus zapatos de domingo en buscar empresas a las que ofrecer sus servicios.
En la mayoría no querían recibirle, pero él insistía e insistía y al final todos le escuchaban. Enseñaba el diploma, decía lo que sabía hacer, pero sobre todo a lo que estaba dispuesto: a trabajar.
Fueron más de quince días. Más de un centenar de lugares los que visitó y otras tantas entrevistas. Empezó por entrar sólo en las que tenían que ver con lo que había aprendido, pero luego entraba en casi todos los sitios que tenían puerta. Un polígono industrial tras otro hasta casi quedarse sin dinero para pagar donde dormía. De la comida ni se acordaba.
Rogelio recuerda la descarga de adrenalina que sufrió el día que un hombre de edad mediana que se parapetaba tras unas gafas de cristal grueso le dijo mirándole fijamente: muchacho, tú mereces que alguien te ayude. Vente mañana que vas a trabajar aquí.
Para mayor suerte, era una empresa de productos químicos, donde el jefe de laboratorio, a pocos años de retirarse a descansar, le enseñó todo lo que sabía. Un máster de los que no ofrece ninguna universidad.
Después de varios años pasó a otra empresa, y luego a otra en la que también participó como propietario; donde actualmente dirige el laboratorio. En total 47 años de nada…
Al final, ya entredormidos los dos, me dijo: te cuento esto porque mi hijo, que es ingeniero industrial, me pidió antes de venirme de viaje que pasara por su casa. Me dijo que le han despedido porque ha cerrado la empresa y que no sabe si irse a Inglaterra a aprender bien inglés mientras le dura el paro. Mientras me lo decía estaba echado sobre la cama deshecha y jugueteaba con un aparato de esos que funcionan toqueteando la pantalla. Casi no me miró a los ojos. También me preguntó, bueno, me dijo, que si algún mes le faltaba algo si podía pedirme para pagar la hipoteca.
Me dieron ganas de llorar, pero no por mí sino por él. Le dije que sí, le di un beso y me vine a la excursión.
Cada vez me gusta más venir a la montaña, creo que cuando no tenga que trabajar me vendré aquí para siempre. La montaña siempre mira a los ojos, como mi padre.