martes, 1 de marzo de 2016

PALAUTORDERA

Nunca había oído hablar de ello. Sí, sabía y sé que hay innumerables formas de meditar, y que cada una tiene su propio nombre. Pero fue al oírlo de boca de Candy, un amigo en el que creo, que me llamó la atención.
Y fue la segunda vez que lo mencionó, viniendo de una excursión de montaña en el pirineo, cuando entré en internet, busqué la página correspondiente y pedí ir a meditar en las fechas que más me convenía. Tuve que rellenar un formulario con algunas preguntas algo inhabituales, contestándome que estaba completo, que si me quería apuntar en la lista de espera. Dije que sí.
Pasado un tiempo me solicitaron que confirmara si quería seguir en la lista de espera, así como si estaría dispuesto a ir avisándome con uno o dos días de tiempo. También dije que sí.
A las pocas semanas me enviaron un correo para incorporarme en dos días. Yo ya lo había intuido, casi podría decir que estaba seguro que sería sí; que me llamarían, seguro, y con dos días de tiempo. Como si se tratara de un modo de confirmar mi interés por encima de todo.
Tomé el tren hasta Barcelona, y luego el rodalíes hasta Palautordera; por cierto, pueblo feo donde los haya, probablemente para competir con Cercedilla, y no me cabe duda que con otros muchos que por suerte no conozco.
Me bajé en la estación abandonada que, entre pintadas y cascotes, indicaba Palautordera, y me puse a andar. Un hombre que bajaba de un coche, me vio y me preguntó adónde iba; le contesté que al pueblo y me rectificó que era en sentido contrario. Di las gracias y cambié mi ruta, pero insistió en su interés para con mi conducta y me informó que al otro lado de la vía había una parada de autobús que llevaba al pueblo, que estaba a más de un kilómetro. Nuevas gracias y crucé hacia un aparcamiento en el que los de allí dejaban sus coches para tomar el tren a Barcelona y su zona industrial (o lo que sea, porque para la industria que queda).
Estaba yo solo y me entretuve leyendo los carteles que había pegados; me llamó la atención uno que convocaba a una carrera con perros. Luego opté por dar patadas a las colillas que había bajo la marquesina del autobús (preferiría decir del ómnibus, es más latino, más nuestro). Hasta que llegó una señora con una maleta, se sentó en el banco de espera debajo del toldillo, y se puso a fumar uno tras otro. Entonces, con mi exigua mochila comencé a pasearme por la carretera y entre los coches aparcados.
Antes de que llegara el autobús, o mejor el ómnibus, aparcó en su lugar una pequeña y desvencijada furgoneta, conducida por un hombre de edad, de porte espigado, con un bigote blanco y grande, y andares de una agilidad vacilante, del modo como andan los marineros, acostumbrados a hacerlo así para compensar los vaivenes con que el mar sacude los barcos.
Nos saludamos y nos miramos varias veces a los ojos con intención escrutadora, como intentando preguntarnos algo sin atrevernos. Me parecía que iba a un encuentro secreto o algo parecido, y creo que él también lo percibía así. Al poco llegó el siguiente tren, de él bajaron no más de 5 ó 6 personas, y entre ellas dos mujeres de edad por debajo de la mitad de su vida, que se dirigieron al hombre preguntándole si era él el que las llevaría al centro de meditación. Fue entonces cuando me acerqué y, antes de que llegara a su altura, se dirigió a mi con una sombra de timidez para preguntarme si yo también iba allí. Contesté afirmativamente y se apresuró a coger la maleta que había en la parada del ómnibus, quizás influido por las voluminosas maletas de mis futuras compañeras de meditación. Enseguida le paré para decirle que no, que yo ya llevaba mi mochila. La maleta era de la señora que fumaba, que sin duda esperaba al tren que iba dirección Barcelona.
Subimos los cuatro al coche y nos dirigimos a nuestro retiro. Agradecí la intervención del primer hombre, pues la distancia era realmente considerable y no muy agradable el trayecto; una carretera fría y desangelada, igual que la tarde.
Durante el viaje hablaron sobre todo las dos mujeres. Una de ellas repetía estancia y estaba deseando volver, lo cual me animó; la otra era también novata. El hombre apenas hizo alguna pregunta, limitándose a conducir, como parte de una meditación.
Cuando llegamos ya era media tarde de otoño. Los hombres íbamos en una dirección y las mujeres en otra.
Entré en una habitación larga y algo estrecha. Un cartel avisaba de varias normas: silencio absoluto (nada de saludos, ni gracias ni por favor ni nada de nada), no trocarse ni para darse la mano y cosas parecidas (todo ello ya fue para mí un choque importante). Tras una mesa, un hombre nos iba dando un formulario parecido al que ya había rellenado hacía meses por internet, el cual había que firmar. Al cogerlo fui a darle la mano y me la rechazó sin miramientos señalándome el cartel. El formulario exigía, entre otras cosas, el compromiso de cumplir los 10 días de retiro. Pero lo que me sorprendió fue que nos pedían el teléfono, la documentación (carnés, tarjetas y dinero) y las llaves del coche, a quien hubiera llegado por ese medio, para meterlo todo en una bolsa de tela con un número, dándonos a cambio una ficha de plástico con el mismo número.
Ahora pienso que ese fue mi error. Tenía que haberme negado, o ya dispuesto a tener la experiencia, haber ocultado en la mochila las tarjetas y el carnet de conducir, lo que me hubiera dado seguridad, con lo que probablemente hubiera sido diferente. Al final explicaré porqué.
Tras instalarnos en nuestras literas y tomar una merienda cena frugal, nos reunieron en un patio cuadrangular a todos los que íbamos a compartir los 10 días de meditación. En total algo más de 50, mitad hombres y mitad mujeres, aunque no los conté. Sí que en alguna ocasión hice un cálculo más exacto, cuando estábamos en la sala de meditación, y contando los voluntarios (cocineros, asistentes y monjes o casi) estábamos en torno a las 70 personas, más o menos.
Al patio daban varias puertas, las de un lado correspondían a los aposentos de los hombres y las del otro a los de las mujeres. También en éste último se alojaba la máxima autoridad (desconozco su tratamiento), que era una mujer.
Envueltos en mantas, pues la noche era fría, escuchamos las normas a seguir durante los siguientes días, que había que añadir, por supuesto, a las que rezaban en los carteles, y que eran más o menos: levantarse a las 4 de la mañana e ir a meditación hasta las 7, luego primera comida, pequeño descanso y otras tres horas de meditación. A las 11 segunda comida, y última para los repetidores (los nuevos tomarían un té y fruta a las 17 horas, o sea a las 5 de la tarde). Luego, pequeño descanso y nueva meditación. Después de la merienda frugal, meditación hasta las 7 u 8 de la tarde, ya noche en otoño, en que había una charla y meditación que concluía a las 9 de la noche con el “toque de silencio” (no sé si era posible más silencio…) y la marcha hacia las literas. Todos los eventos se avisaban con un gong que había en medio de la parcela; un gong para las mujeres y otro para los hombres (¿).
La mayoría de las meditaciones eran en una gran sala con el suelo de parqué y las ventanas tapiadas, pero había flexibilidad y una parte de la meditación se podía optar por hacerla en la habitación, si bien no era aconsejable.
Estábamos discretamente vigilados. Un casi monje (es que no sé cómo llamarle) cuidaba de que tuviéramos los cojines, las mantas, banqueta quien la necesitara, e incluso en algún caso silla para sentarse en la parte posterior de la sala, los que no podían resistir en otra posición.
Los vigilantes llamaban discretamente la atención cuando algún comportamiento se salía de las normas (una vez me quedé dormido en la litera entre meditación y meditación y vino a preguntarme si me pasaba algo), y estaba a nuestra disposición para aclarar dudas; que digo yo… ¿qué dudas?.
Aunque la meditación, a diferencia de la que yo practico, era con los ojos cerrados, yo los mantenía discretamente abiertos. Miraba normalmente hacia delante, pero varias veces me fijé en el perfil de una japonesa que había dos o tres filas más allá, a mi derecha. Me apeteció mucho dibujar su perfil, tan diferente a los occidentales a los que estoy acostumbrado los jueves por la tarde en las sesiones de dibujo.
Bueno, dibujar me apeteció muchas veces, así como escribir, pero eso estaba también totalmente prohibido. Tengo que progresar yo mucho para entender tantas cosas, que voy a tener que priorizar.
Entre meditaciones podíamos pasear por el terreno que rodea los edificios, los hombres a una parte y las mujeres a otra, todo muy separado. Eso lo hacíamos todos, cruzándonos una y otra vez sin ni siquiera mirarnos a los ojos; los que tenían el coche aparcado al otro lado del seto lo miraban como se mira un objeto de deseo al otro lado de un escaparate. Aunque ahora hablaré de ese terreno que he citado.
El terrero, 4.000 ó 5.000 metros cuadrados, muy poco cuidado, estaba (estoy hablando en pasado como si ya no estuviera, pero seguro que está) relativamente poblado de pinos, algún frutal ocasional (almendro, granado) y arbustos, con una constante “que todos se encontraban extremadamente endémicos”, retorcidos los troncos, vegetando mal, con los frutos secos antes de madurar. Vamos, como si estuvieran torturados. Ante esta perspectiva, saqué varias veces con disimulo mi péndulo de madera e hice preguntas con resultado desolador. Allí había pasado algo NO bueno en el pasado y el terreno no había sido limpiado.
No fui capaz de averiguar qué. Pregunté si matanzas, si un cementerio, alguna tortura, así como otras preguntas y ninguna me dio resultados “totalmente” positivos; algo sí que me sugirió, pero ya me guardaré yo mucho de afirmar una sugerencia del péndulo. Sólo una certeza, que en el subsuelo había varias corrientes de agua cruzadas, aunque me sorprendió que no hubiera hormigas, quizá, ante la proximidad del mal tiempo ya estaban en sus cuarteles de invierno.
Otra cosa que me llamó la atención es que en el entorno había algunas casas, al parecer no habitualmente habitadas, y que varios perros ladraban continuamente en varios puntos, tanto de día como de noche. Los perros son muy sensibles a los lugares geopatogénicos.
Vamos que allí se estaba mal, siendo prudente en el calificativo.
Yo me pasaba la mayoría del tiempo dando patadas a las piñas que habían caído de los pinos, observando las plantas con sus frutos endurecidos antes de llegar a la madurez, mirando al exterior, cosa harto difícil porque el seto lo impedía; porque nada de ejercicios físicos, que no eran bien vistos.
La primera noche caí rendido por el viaje, por el cambio de hábitos y por el frío. A las 4 de la madrugada sonó el gong y, sin apenas asearme, me fui a la meditación.
Tardé casi tres días en encontrar la postura correcta, posiblemente porque lo poco que he aprendido está dirigido a la meditación Zen, que es muy exigente en la postura. La encontré cuando, al ver que había banquetas, pedí una para mi. Pero sin y con la banqueta tuve varios episodios de sueño en los que estuve a punto de clavar mi testuz en la espalda del meditador de delante.
Las meditaciones las dirigía con su presencia una mujer que salía a escena bastante tiempo después de que estuviéramos meditando, con un aire un poco místico y se sentaba en la posición del doble loto frente a nosotros; a uno y otro lado, en perpendicular, se sentaban los cuidadores, mujeres y hombres (les diré casi monjes) separados a izquierda y derecha.
Y cuando digo “con su presencia” lo hago conscientemente, pues apenas decía algunas palabras y enseguida conectaba una grabación. Grabación que fue sin duda uno de los dos o tres detonantes de mi decisión final.
Tres tipos de grabaciones tuve que soportar: una en la que una voz pastosa que arrastraba gorgoritos en la garganta emitía cánticos indescifrables, sin duda pensados para reforzar nuestro autocontrol (si aguantas eso durante horas, ¿qué no vas a ser capaz de aguantar?); otra en la que la misma voz nos instruía en el modo correcto de ir profundizando en la meditación, con los ya consabidos sistemas de concentrarse en la respiración, repitiendo las instrucciones una y otra vez en inglés; inglés que era a continuación traducido al castellano con otra voz más timbrada pero también grabada; y finalmente, la tercera grabación era el discurso de la noche, que durante más de una hora, ahora sí solamente en castellano, nos contaba historias con la estrategia sibilina de orientarnos hacia el budismo. Por suerte, la voz de éstas últimas grabaciones era la misma del traductor al castellano de la anterior.
Aguanté los tres primeros días porque prometían que si pasabas el tercero todo cambiaba. Yo sólo hacía que recordarme de lo que me había dicho Candy, que allí te dejabas toda la mierda que llevabas, así es que yo esperé hasta el tercer día sin ducharme. Visto lo visto, al cuarto, aproveché el tiempo después de la segunda comida, la de las 11, y tomé una ducha procurando no atascar el desagüe.
Entonces apareció de forma espontánea otra promesa que apuntaba al quinto día. Eso del “quinto día” me traía a la memoria una novela que leí hace algunos años y que me dejó buen recuerdo, así es que esperé.
Habían pasado los días de forma lenta, con lluvias diurnas y nocturnas, con el frío de una geografía casi prepirenaica en otoño, paseando y meditando, sin cruzarme ni una mirada con mis compañeros de retiro, y sumergido en las malas energías del entorno. Soportando en los oídos los ladridos de los perros de por alrededor, que no cesaban ni de día ni de noche. No había encontrado mi sitio en la meditación y mis expectativas, que no sé realmente las que eran, no se veían mínimamente cumplidas.
Yo miraba a mis compañeros durante los paseos y las comidas sin preguntarme nada. Unos tenían aspecto de ejecutivos medio-burgueses, otros de víctimas de la crisis y los menos de monjes iniciados. En cuando a la comida, había también de todo. Algunos comían como si fuera su última voluntad antes de la muerte y otros siguiendo una dieta estricta con la mirada perdida. En cuanto a los voluntarios de la cocina, que entraban y salían como autómatas, o mejor con el semblante inexpresivo, tenían aspecto de venir de cruzar el cabo de Hornos. Bueno, a mi me lo parecía así.
En estas estaba yo, cuando apareció la promesa del “séptimo día” en la charla de la noche, en la que se decía, que si llegas al séptimo día de meditación y régimen de silencio, tu objetivo se reencuentra contigo.
La superior, cada dos días, después de una de las meditaciones de la tarde, nos llamaba de 6 en 6, nos poníamos ante ella y con voz tan suave que apenas podías oír, nos hacía uno o dos preguntas: ¿meditas bien?, ¿te duele algo?, y poco más. Yo, el día anterior le había dicho que me dolía el menisco de la rodilla izquierda, que lo tengo roto; hizo un gesto que no supe interpretar y ya está.
Había otras entrevistas que aparecían cada día en una pizarra que había en el comedor, pero yo nunca estuve allí mencionado.
El sexto día por la noche me acosté intranquilo. Pensé en que me había dejado arrebatar de forma pasiva y estúpida la identidad (la documentación, el teléfono, las tarjetas, la llaves…), que una vez más había actuado sin pensar; eso me molestó. Además de que estaba fuera de la ley y atentaba contra mi dignidad como persona. No dormí en toda la noche.
A las cuatro, cuando sonó el gong, me fui directamente a la sala de meditación, pero en lugar de colocarme en mi sitio busqué a mi “interlocutor”; al sentirme junto a él se alarmó; interrumpió su abstracción unos segundos y me indicó que iría después a hablar conmigo.
Más o menos una hora después me hizo señas para que saliera fuera, me llevó a un lugar apartado, y allí le dije que tenía que marcharme, que la rodilla me tenía destrozado y que necesitaba cuidados médicos. Para reforzar mi argumento, que era verdad a medias, o menos, fui cojeando. En la corta conversación que tuvimos me pidió varias veces que bajara la voz, puso cara de contrariado y me dijo que iría a comunicárselo a la superior (es que aún hoy sigo sin saber cual es su tratamiento). Me dijo que fuera a desayunar y que después hablaría conmigo. Sobre las 7 tomé la primera comida y me fui a la litera a poner en mi mochila las pocas cosas que había llevado. Estaba yo allí solo, en aquella habitación con las ventanas tapiadas, hacinada de literas y posiblemente acechado por algunos insectos, chinches y pulgas, porque tenía las piernas picoteadas desde hacía algunos días y me picaban a rabiar. Pensé que también era una forma de meditación, ¿o no?.
Salí fuera y me senté en un banco que había en la puerta; ya no llovía. Al poco pasó un compañero con aspecto jovial y me preguntó en valenciano que qué me pasaba. Le conté lo de la rodilla y se sentó a mi lado, me dijo que era de Canals y que era la segunda vez que iba. Hablamos unos minutos, suficientes para gozar del sonido de una voz humana y para que me deseara una pronta recuperación. Él también repetía, era la segunda vez.
Al rato vino mi cuidador-vigilante con mucho misterio y me dijo, no sin recriminarme con cierto tacto que tenía que haber previsto que me iba a encontrar mal para no ir, que la superior le había dado permiso para que me dejara ir (¡Qué cosas! Que me dejara ir… ni que fuera Sing-Sing). Le di la chapa con el número y le pedí mi documentación, pero me dijo que me la darían en el coche que me iba a llevar a la estación. Rechacé el coche aduciendo que llegaría también andando aunque tardara más, que no quería ocasionar más molestias, pero insistió.
Un hombre de unos cuarenta años, uno de los voluntarios sin duda, me llevó a la estación; en el camino, él también lamentó que no hubiera yo acabado los 10 días, arguyendo que el resultado es espectacular, cosa que no percibes si no acabas. ¡Vaya por dios!.
No sentí ningún deseo de desandar el camino para volver al retiro desde la estación, más bien sentí alivio de encontrarme en aquella desvencijada parada del rodalíes de Barcelona. Le di las gracias y a los pocos minutos estaba sentado junto a una ventana del tren viendo pasar los restos de antiguas zonas industriales, las obras sin acabar del AVE a no sé dónde con los hierros oxidados, los depósitos de coches esperando ser vendidos y varias ciudades dormitorio desperezándose.
En el interior, cada loco con su tema, unos – los más – manipulando su artilugio electrónico, otros leyendo el periódico, y algunos conversando, o castigando al compañero o compañera de viaje con razonamientos obsesivos, con el único objetivo de oírse a si mismos. El tren se fue llenando hasta vaciarse casi de golpe al llegar a Barcelona.
Todo tan distinto, pero tan auténtico. Eso, nos guste o no, es la realidad con la que hay que lidiar cada día.
Ni lo uno, ni lo otro. Pues a ver cómo arreglamos esto.

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