miércoles, 12 de diciembre de 2012

El segundo botón de su blusa blanca


Dos amigos, adultos, sensuales, libres (que no libertinos), alegres, cómplices, amantes de la vida y del placer.

Ella, repleta de una madurez eterna que derramaba con su sonrisa y transmitía con la mirada. El pelo echado ligeramente hacia atrás apenas le reposaba en los hombros, con la excepción de unos breves mechones que le acariciaban los ojos. Colgando de los lóbulos nerviosas cadenitas de oro pugnaban por llamar la atención. Falda negra amplia por encima de las rodillas y una blusa blanca cuyo segundo botón se esforzaba en soportar la gravedad del pecho.

Echada en el lateral del sofá con las piernas juntas subidas hacia un lado, se acariciaba intermitentemente las rodillas con una mano, mientras con la otra acompañaba la conversación cuando no sujetaba la copa conteniendo un rojo picota con ribetes cardenalicios, frutas del bosque, madera y algo de canela en el paladar, delicioso a juzgar por el brillo de su mirada y el gesto de los labios después de cada trago.

Él, moderadamente atlético, con serenidad forzada en el gesto y una mirada penetrante que pretendía llegar más allá de lo visible. Por la abertura de su camisa dejaba traslucir las canas de su bello pectoral, confirmación de que cada momento ya resulta irrepetible.

Sentado sobre la alfombra picoteaba lentamente los restos de la mesa acompañando los sorbos de la copa, dejando su mirada flotar entre los ojos de ella y el segundo botón de su blusa blanca, icono de sensualidad.

Afuera el viento y la lluvia intentaban sofocar los acordes de la primera sinfonía de Brahms sin conseguirlo. Mientras, los minutos pasaban más deprisa o más rápidos de lo que ambos deseaban, depende de cómo se mire.

Un silencio en la conversación hizo que ella susurrara una palabra ambigua que, tras una larga mirada, hizo que uno de los dos cambiara de posición buscando una situación diferente.

Roto el equilibrio, él se sonrojó cuando se sorprendió encandilado en el segundo botón de su blusa blanca. La timidez le llevó a aceptar sin oposición la disposición de ella a marcharse a pesar de que la tormenta seguía arreciando. Ambos de pié, ella respiró dos veces profundamente para aliviar la tensión dirigiendo instintivamente la mirada a los labios de él que temblaban sin disimulo.

“Bueno” (¡qué expresión más insulsa! Cuánto quiere decir y que poco dice en realidad), dijeron los dos. La despedida, nerviosa, ocultaba lo que los dos querían decir y ninguno se atrevía a pronunciar. Por eso se quedaron sin saber si coincidían en los deseos. Sin saber si era superior el miedo a que fuera lo mismo o a que no tuviera nada que ver el del uno y el otro.

Al poco, ella se reconfortaba bajo la ducha cálida de su apartamento para recuperarse de la violencia de la tormenta; luego, frente al espejo, dando brillo a su bronceada piel con un aceite perfumado, comenzó a sentir una excitación creciente, se vio más bella que nunca, capaz del placer más sublime del que puede disfrutar un cuerpo. Se echó en la cama y continuó cultivando su imaginación al ritmo de sus manos hasta el límite. La noche la acompañó sin timidez haciendo sueños realidades y realidad los sueños.

Él se devanaba la sesera formulándose mil preguntas sin respuesta que acababan siempre en una: ¿he hecho bien?.

Al final, lo sacó del laberinto la imagen del segundo botón de la blusa blanca de ella. Y esa imagen fue suficiente para llenar temporalmente el inmenso vacío que sentía en su cuerpo. Estaba tan excitado que hizo el amor con su mejor amigo, ese que nunca le había negado el placer, ese ante el que nunca se había mostrado tímido.

Cuando la realidad se escapa entre los dedos, hay que recurrir a los sueños para conseguirla.

¿Alguna pregunta que hacernos…?