sábado, 28 de julio de 2018

UBER, CABIFY Y TAXIS


Cualquiera que esté medianamente al día del funcionamiento de los servicios de taxis, tanto en nuestro país como en el entorno, sabe que en los últimos tiempos han aparecido compañías con vocación de dominar el mercado.
Son poderes económicos importantes a los que no les importa ser deficitarios durante algunos años, a cambio de eliminar a la competencia e instalar un monopolio o un cártel, que qué más da una cosa que otra.
Los afectados, es decir los taxistas de toda la vida, y la administración - ésta última hasta donde puede legalmente – están haciendo esfuerzos para defender al sector tradicional, pero el futuro es incierto.
Hecha esta introducción, quiero poner de manifiesto que, al menos en las ciudades que yo conozco, lo que yo llamo sector tradicional (los taxis de toda la vida), cargan con una parte de responsabilidad, que hasta donde yo alcanzo, ha facilitado su debilitación y la buena acogida de los nuevos invasores. Cuando una demanda se encuentra satisfecha plenamente, apenas se pueden producir nichos de mercado de ínfimo valor.
Los taxistas (voy a llamarlos así de forma genérica), han permanecido anquilosados sin apenas renovación tecnológica durante décadas. Han aceptado mal cualquier normativa que les imponía normas en favor del cliente, aunque fueran simplemente sanitarias. Por poner algunos ejemplos, fumaban y siguen fumando en el interior de los vehículos (hoy sin ir más lejos me ha ocurrido con uno que he tomado, y de inmediato dejado, lógicamente), en ocasiones con chulería y resistencia; no mantienen el interior de los vehículos en condiciones sanitarias adecuadas; llevan la radio puesta como más les apetece y no siempre obedecen lo que el usuario les reclama; y por último y más importante: algunos ya no son taxistas, si no empresarios que han acaparado varias licencias y emplean a chóferes no siempre expertos, que a juzgar por sus comentarios, no se encuentran demasiado satisfechos con sus condiciones laborales.
Por otra parte, tomas un taxi y no tienes ni idea de lo que vas a tener que pagar por el servicio. Esto a diferencia de esos agresivos competidores, cuyas condiciones de servicio: comodidad, discreción, atención y calidad en general; además de un precio concertado fijo, son comparativamente mucho más atractivas para el cliente.
Por no hablar de las aplicaciones (APP) que emplean para conectar con ellos, contratar, efectuar los pago, etcétera.
Sea esto nada más que una simple enumeración de lo que yo percibo como usuario (seguro que hay más), defensor a ultranza de los taxistas tradicionales, a pesar de su evidente inmovilismo. Y lo digo porque el sistema capitalista evoluciona con mucha rapidez, y ya no estamos en los tiempos en que eran ellos un sector privilegiado, colaboradores algunos con el sistema político a la hora de facilitar información, y coreadores del Jefe del Estado cuando nos visitaba, apostados a uno y otro lado de la Avenida de Castilla. Ahora toca el mal llamado liberalismo, contra el que no hay de momento posibilidades de defensa alguna.
Sirva esto como toque de atención, para que además de utilizar los medios legales en defensa de sus intereses, evolucionen hacia la sociedad capitalista competitiva en la que estamos inmersos y de la que, ni a corto ni a medio plazo, vamos a salir. Antes petará el planeta. Y para eso parece que aún queda todavía un poco.

viernes, 27 de julio de 2018

POR EL INTERÉS DE LOS CODIALICOS


JL vivía en una granja no demasiado alejada del pueblo, aunque como para trasladarse solo contaban con un carro y con una bicicleta, esa distancia si que era importante.
Habitaba allí con sus padres, considerablemente más mayores de lo que cabría esperar, pues ambos se habían unido en segundas nupcias, tras haber fallecido sus anteriores parejas.
Los dos se ocupaban de la granja y del cultivo de las tierras que la rodeaban; él empleaba la mayoría de su tiempo en las labores de la tierra y en el transporte de lo que precisaba con su carro y sus mulas, y ella en cuidar de los animales de la granja, así como de las labores de la casa.
Cuando él, el padre, tenía que ir al pueblo, a la vuelta pasaba por el horno de Pepe El Cuco y compraba cordiales para su hijo; aunque bien cierto que no siempre, pues tenían que coincidir varias circunstancias: que se acordara, que llevara dinero para comprarlos y que hubiera cordiales en el horno.
JL esperaba a su padre cuando iba al pueblo, y ya desde lejos oteaba si traía alguna envoltura de papel blanco, lo que hacía suponer que iba a ser premiado con los cordiales que tanto le gustaban.
Cuando esto ocurría, JL se lanzaba al cuello de su padre y tras besarle la mejilla le espetaba: Cuánto te quiero papá – y tras una pausa le añadía – por el interés de los cordialicos. Expresión que su padre reía.
Tan orgulloso estaba el padre de JL del agradecimiento de su hijo, que lo contaba aquí y allá con pelos y señales.
El padre de JL era un hombre singular, porque aceptaba a los seres humanos tal como eran, al tiempo que aceptaba la vida como le sobrevenía, sin exigir ni exigirse más allá de nada.
Como diría Nelles, era un hombre con un nivel de conciencia muy alto, y por ende envidiable.
Yo llevo más de seis décadas rememorando la frase de agradecimiento de JL. Al principio me parecía que JL era injusto, por aquello de querer a su padre por el solo hecho de que le llevara los pasteles que le gustaban; pero con el tiempo la frase ha madurado (no así yo)
Con el tiempo yo solo me he dado cuenta de que la estructura social y económica que nos ha engullido lo ha orientado todo, casi exclusivamente, a ser reconocido, recompensado o valorado “por el interés de”.
Sí, incluso el cariño, y el que es más próximo y emocional: el cariño familiar. Ninguna duda respecto del que tiene que ver con la llamada amistad, compañerismo o cosas parecidas. Ni mentar a los compañeros y compañeras de chat, claro.
Así es que, para qué extenderme más, queden estas quinientas palabras (más o menos), para rendir homenaje a JL, al que quiero de una forma singular, y al padre de JL, al que envidio por su nivel de conciencia y recuerdo muy a menudo con un poco de sana envidia.

lunes, 2 de abril de 2018

EL MAR, LA MAR


Siempre he vivido junto al mar, pero si quisiera ser más estricto, cerca, muy cerca del mar.
No obstante, han pasado días, semanas, e incluso a veces más de un mes, sin que mis ojos se llenaran de su azul, sin oler su humedad salada y huérfanos mis oídos de ese éxtasis tan especial que producen las olas al golpear el litoral rocoso, o de manera más dulce al lamer las arenas de la orilla.
Sonidos ambos de inigualable encanto secreto, del que nos resulta difícil prescindir a los acostumbrados.
Fuere del modo que fuere, yo, como cualquiera que está atrapado por el mar en sus orígenes, solo necesitamos saber que está ahí; y no nos importa el abandono temporal, que no lo es tal, porque ambos sabemos que nos tenemos al alcance de la mano.
Ahora me doy cuenta de que he repetido su nombre en masculino, cosa que hago cuando escribo, a diferencia de cuando hablo que digo la mar.
Ese doble género siempre me ha fascinado, su posibilidad de ser lo uno y lo otro, de serlo todo.
Lo que me lleva a un objetivo nuevo, a aunar una cosa con la otra; por una parte el no tener que estar siempre junto a él, o junto a ella, para sentir que está cerca, y por otra a disfrutar de su riqueza de géneros, de su energía.
Días pasados ha ocurrido algo único y no deseado, aunque inevitable, encuentro el doble sentido entre la mar y el triste acontecimiento.
La vida abandonó a mi madre, a la que tampoco yo llamaba todos los días ni iba a visitarla, pero que ambos sabíamos que estábamos, como lo sabe la mar.
 Aprendiendo a vivir sin ella, asocio a su necesidad la del género femenino de la mar, y me siento a su orilla dejando que la vista se pierda en la fina línea que la separa del cielo. 
Porque todo lo demás está vacío.

Marzo-2018 (c)



domingo, 14 de enero de 2018

TÚNEZ - 2017/2018

Es de madrugada, apenas las 2, cuando la luna en cuarto creciente nos mira avanzando por las calles solitarias; una arrastrando la maleta y el otro con la mochila de travesía descansando en las caderas.
El autobús parte apenas llegar. Viene de Sevilla.
El duerme-vela es interrumpido dos veces, ambas por paradas obligatorias, antes de llegar a El Prat; en los dos casos llovizna, el suelo está muy mojado y hace un frio húmedo.
En El Prat hay que bajar rápido porque el coche continúa hasta Barcelona.
Miramos los paneles y nuestro vuelo ya tiene asignadas ventanillas de facturación, pero éstas no abrirán hasta dos horas antes de la salida, como es habitual. Así es que esperamos sentados en un banco, viendo como poco a poco se va formando ante los puestos de facturación la sempiterna cola de los aeropuertos.
Sí, creo que aeropuerto debería ser sinónimo de cola. Se hace cola para todo, aunque sea innecesario. La más grave la que se establece ante la puerta de entrada al aparato, que dura muchos minutos, y eso que ya se tiene el asiento reservado. Se prefiere el plantón de la cola y la posterior espera dentro hasta que se llene el puro de la aeronave, a sentarse fuera y solo entrar cuando se haya abierto la puerta. Algo parecido a una ansiedad colectiva y generalizada.
El vuelo tarda hora y media en llegar a destino; y salvo el despegue que más se parece al de una lancha fuera borda dando bandazos (posiblemente turbulencias), el resto es tranquilo. Volamos casi en línea recta hasta Sicilia y enseguida estamos aterrizando.
Ya en el aeropuerto de Túnez, Coral, Mariona, Ismael y nosotros, decidimos esperar a Lola que viene de Madrid.
La espera se hace larga porque el vuelo se retrasa, como es habitual. Mientras esperamos, alternamos entre tomar unos tés y salir a disfrutar de la suave llovizna del exterior, más apetecible que el ambiente cargado de humo que se respira dentro, a pesar de que en teoría no se fuma.
Ya todos reunidos, un microbús (también llamado “fragoneta” en calé) nos lleva al hotel en el que pasaremos la primera noche. Es un edificio antiguo y remozado a base de pintura y poco más, pero resulta muy interesante puesto que es una forma de conectar con una realidad que otros lugares ocultan haciendo que el mundo sea falsamente uniforme.
A penas llegamos y nos instalamos, comenzamos a patear el barrio antiguo, en el que estamos, y a continuación el centro de esta capital, que rezuma por los cuatro costados haber sido colonia francesa. Nombres de las calles, avenidas y plazas, estilo arquitectónico de algunos edificios e incluso el nombre de los organismos oficiales.
En algunos casos incluso parece que el tiempo se ha detenido en la primera mitad del pasado siglo. Claro, si no fuera porque las “epiceríes” son ahora tiendas de teléfonos móviles, y porque nuevos vehículos comparten la calle con otros supervivientes de pasadas épocas.
Hace poco que visité Marsella, y hay calles que podrían intercambiarse sin que nadie se apercibiera de ello.
Comemos higos de pala a un dinar que nos ofrece un espigado anciano que arrastra su carrito de esquina a esquina; a continuación esquivamos una y otra vez a los vehículos que interpretan con flexibilidad las señales de tráfico, hasta adentrarnos en la parte nueva.
Llama la atención la embajada francesa, rodeada de soldados con bolígrafo tamaño “King size” y de bucles de concertinas, lo que ofrece una imagen fuera de lugar; incluso tienen un tanque estacionado en la puerta. Sabedores de que es una demostración de fuerza inútil e innecesaria, los soldaditos miran más las caderas de las paseantes que cualquier otra cosa.
Justo enfrente, en grandes letras rojas a mitad de la plaza, reza: I LOVE TUNEZ. Habitual por otra parte en varios países del mediterráneo; obviamente cambiando lo de Túnez por lo que en cada caso toca. Todo un ejercicio de coherencia con las concertinas, que no me extrañaría que fuera idea de la “inteligencia militar” (otra contradicción)
Cenamos comida tunecina excelente, guiados por unos amigos de Henda que son oriundos. Y, abundando en su amabilidad, acabada la cena nos devuelven a todos al hotel, aprovechando que las plazas de su Toyota Avanza son extensibles y nosotros de goma. Me gusta porque rememoro cuando subíamos siete en un 600 o incluso más en un 2CV.
Al día siguiente, la hora del desayuno se demora porque todo funciona al ritmo del país y no del reloj. La escasa luz de las lámparas de bajo consumo del comedor, ayuda a que los manteles parezcan blancos y cada cosa con el nivel de limpieza que le corresponde.
Ni se nos ocurre inspeccionar o poner pegas a nada de lo que nos ponen, el objetivo es desayunar. Esto es para mí norma obligatoria cuando viajo a cualquier país fuera de los que no me gusta viajar, que suelen coincidir con los que se parecen al nuestro y no tienen nada que enseñarnos.
Acabada la “prima colacione” y recogidos los bártulos, partimos. Hemos quedado a las 9 frente al Ministerio de Turismo, que aunque está relativamente cerca, decidimos dada la hora ir en dos taxis; taxis que dicho sea de paso son muy baratos. Pero para tomar un taxi es condición “sine quanon” que el taxi pare. No mola subirse en marcha, menos si está ocupado.
De modo que tras conseguir pasar el examen previo del conductor y tener dos a nuestra disposición; en el que yo voy, no tengo forma de convencerlo para que nos deje frente al obelisco (junto a él pasamos durante la carrera), que está a su vez frente al mentado Ministerio en el que hemos quedado.
Finalmente me conformo con que nos deje ante el tanque de la Embajada Francesa y el "I love Túnez". Sin duda el buen hombre quería que estuviéramos a buen recaudo. La carrera cuesta 1,80 dinares (65 cts. de euro), así es que le doy 2. Se lo merece.
El kilómetro que hay hasta nuestro destino verdadero nos cuesta casi media hora a pie, incluyendo un concienzudo peregrinaje en busca de algo parecido a la sal de frutas, en previsión de un problema de estómago en el desierto (vamos, como si no hubiera en el desierto donde desahogarse, sea por donde sea).
El mancebo que atiende en la farmacia, que al parecer entiende perfectamente la demanda en lenguaje universal, suministra finalmente un tranquilizante efervescente, que no hay que usar por suerte en todo el viaje. No tengo ninguna duda de que, amén de no entender nada de lo que se le dijo, se trataba de un gran observador y que su intención fue ayudarnos a tener unas vacaciones tranquilas.
Las pacientes compañeras que hacen guardia en el Ministerio de Turismo (aún sin pasar a formar parte de la plantilla) nos reciben con júbilo, como a alguien a quien se lleva esperando mucho tiempo y no se tiene la seguridad de que vaya a aparecer nunca.
Esto son cosas que no se entienden hasta que no se acaba el viaje, porque durante el mismo, está uno tan centrado en lo siguiente que tiene que hacer que no se tiene suficiente perspectiva. Vamos, que si el relato se escribiera de forma inmediata, parecería algo totalmente irreal, unas veces desolador y otras idílico.
Tras los abrazos, los contactos visuales de reconocimiento (nuevas tecnologías) y las presentaciones, diciendo cada uno nuestros nombres, nos acomodamos en la furgoneta e iniciamos el largo viaje que nos llevará primero a la Gran Mezquita, junto a la que comeremos en un restaurante próximo; y luego, tras otro buen trayecto, a cenar y dormir en las cuevas trogloditas, ya bien entrada la noche.
Porque aunque no estamos en el ecuador, ni mucho menos, aquí amanece antes que en nuestra latitud y el sol también se da más prisa en dejarse caer tras el horizonte.
Alrededor de la Gran Mezquita pululan los ya típicos cazaturistas, ofreciendo lo que en cada caso se les ocurre (hay que comer, y el hambre agudiza el ingenio).
En nuestro caso no dudamos en comprar estambres de “hibiscus rosasinensis”, como si fuera azafrán, té al doble de precio que en el supermercado y pañuelos de papel a precio de pañuelos de tela.
Además, pagamos para entrar a la mezquita y para hacerle fotos, ignorando que con el móvil no hay que pagar, así como que a mí no me van a dejar a entrar dentro de la propia mezquita, teniéndome que conformar con el patio; eso sí, un patio muy grande.
Y lo de no poder entrar no es por no intentarlo, sino porque el “cuidador” al que llamaré sacristán, cuando me ve descalzarme, me exige que manifieste que profeso su religión como condición para hacerme el paso expedito.
Le contesto que las creencias religiosas son algo que pertenece a la intimidad, cosa que no debe de gustarle, porque intenta insultarme llamándome primero italiano y luego español. Como no sé que es peor, no insisto.
Aunque eso del supuesto "insulto" son elucubraciones mías, pues quién sabe si el hombre lo que estaba castigando con sus palabras era solamente mi mala pronunciación del francés.
La verdad es que esto no me ha pasado en ningún otro lugar; me refiero a lo de negarme el paso a un lugar sagrado. Ni en Turquía, ni en Marruecos, ni recientemente en Líbano, donde incluso el Imán, en una de las mezquitas, nos invitó a los oficios religiosos del siguiente domingo, haciendo gala de un inglés de Oxford y una amabilidad  exquisita.
Antes de entrar a devorar la comida, porque hay hambre, se nos cuela la inevitable visita a una tienda de alfombras, uno de los reclamos de los países del Magreb. Las alfombras son parte de su artesanía, estén fabricadas donde estén fabricadas (incluso si lo están en Crevillente)
En el restaurante “El Brija“ me hago un lío con el menú y los platos y pido comida para media docena. Lo que unido a que el pescado a la brasa lo pasan un poco, y a que la “harisa” (salsa picante) aparece aquí y allá y no desaparece nunca, presiento que me va a costar doblar el número de abdominales de la mañana durante unos doscientos meses, que es más o menos el tiempo que tarda una vaca en hacerse vieja.
Henda, que ya observó que la noche anterior había cometido el mismo error, se ofrece a asesorarme en adelante sobre la comida.
El día es soleado, a diferencia del ayer lluvioso, y así continuarán todos los que permanecemos en el país. Eso potencia la fuerza del encalado de las fachadas, que contrasta con los azules o amarillos crema de las puertas y ventanas, y da un indudable toque de alegría mediterránea allá donde se mire.
Las palmeras, los espacios abiertos y el lento penduleo al andar de las chilabas que muchos visten, completan el paisaje.
Las carreteras son bastante aceptables. Largas rectas lógicas de un país apenas montañoso, que se pierden en el infinito horizonte.
Tenderetes de frutas, verduras y otros productos envasados, se alinean a un lado y otro de la carretera al pasar por los pueblos, en los que hay que sufrir los “sleeping policemen” (resaltos en la carretera para que se aminore la marcha); y entre pueblo y pueblo la venta en recipientes de plástico de los combustibles, compitiendo con las estaciones de servicio, casi todas de Oilibya (no Newton John, si no la petrolera del país vecino)
No faltan en los pueblos, y a veces en medio de un descampado, los minaretes, símbolos fálicos que reivindican el poder, al igual que en Europa las iglesias y catedrales, ahora perdiendo protagonismo a manos de bancos, empresas energéticas y otras de objetivos algo difuminados.
A un lado y otro de las carreteras, y a veces hasta donde alcanza la vista, se amontonan los plásticos, aquí predominantemente azules, auténtica plaga de tantos y tantos países en América, Asia y África.
Cada vez confío más en la capacidad de autodestrucción de la especie “sapiens”.
Llegamos al poblado troglodita de Douirete, con las ganas justas de cenar, muy placenteramente por cierto, y dormir, con no menos ganas.
El silencio es atronador, y quienes tenemos el privilegio de levantarnos, aunque fugazmente, a media noche, ya se sabe a que, disfrutamos de un cielo ya abandonado por la luna, pero ocupado por más de cuatrocientos mil millones de luminarias, necesitadas más que nunca de nuestros ojos.
Nos levantamos, a poco más de dos días de acabar el año, y nos recibe un desayuno purificador y un cielo azul que nos acompañará, primero en una sesión de Biodanza, made in Coral, y luego en un paseo por los poblados “bereberes”.
Desde que pisamos territorio relativamente puro, unos y otros, vamos sacando péndulos y varillas, y midiendo “bobis” aquí y allá. Luego, tras contrastar lo medido, nos sorprendemos con las coincidencias. Hay que remarcar, sin intención de establecer relación, que a partir de ahora y durante todos estos días, los móviles NO VAN A TENER COBERTURA Y QUE EN EL DESIERTO NO HAY WI-FI.
A pesar de esta fatal situación, acabaremos el viaje todos con vida, y sin que se registre ningún problema digno de mención.
Como la palabra tiene el poder que tiene, que es mucho, pero estamos en el mundo de la imagen, todo lo que leyendo este relato se pueda imaginar, no tiene parangón con lo que aportan los cientos de fotografías que todos nos afanamos en tomar en cada momento. Y eso que ninguno somos japoneses.
El viaje durante el resto de la jornada, en 4WD (también llamados 4x4 o todoterrenos) hasta el campamento de Zmela es toda una experiencia.
El conductor de nuestro Toyota Land Cruiser es el hombre perfecto para reparto de una película del desierto. Sereno, diestro con el volante y con un rostro color bronce que invita a confiar en el trabajo que hace.
El desierto, para quienes no lo hayan frecuentado, no son todo dunas. El desierto es eso, desierto. Unas veces es más llano y otras menos, unas con dunas y otras sin dunas. Incluso éstas pueden ser pequeñas o enormes, móviles o fosilizadas como en el norte de China.
El que atravesamos en este caso no nos ofrece demasiada dificultad, menos para el coche que llevábamos, y aun menos si le añadimos la pericia y el buen hacer del conductor.
Vadeamos algunas obras de una carretera que están haciendo las petroleras, así como también canalizaciones, supongo que de gas. Por suerte, aquí todavía no hay semáforos, aunque si de por medio están las petroleras, todo llegará.
A penas nos encontramos con dos o tres vehículos que van de acá para allá, amén de las máquinas de las obras, hasta que finalmente llegamos a nuestro destino, que podríamos calificar como “el principio del desierto”, porque a partir de ese punto, donde está el campamento Zmela, las dunas sí que ya van a ser bastante más considerables, y ya no nos vamos a encontrar con nadie; excepción hecha de la visita de dos “polis del desierto” en moto.
Me estoy refiriendo a los tres días que pasaremos de aquí en adelante con los bereberes y los dromedarios. Casi todos en el coche de sanfernando, unas veces a pie y otras andando.
Lo voy a llamar un paréntesis de más o menos setenta horas, entre las que se incluye el paso de un año a otro, y que salvo los hitos diarios que suponen las paradas para hacer la comida y montar los campamentos para pasar la noche, son un placentero caminar normalmente tras los dromedarios, siguiendo sus almohadilladas pisadas; aunque hay quien temporalmente se encarama a sus gibas, con el fin principalmente de le tomemos unas fotos los de a pie.
Ese maravilloso peregrinar propicia que nos agrupemos aleatoriamente, dejándonos guiar por la energía del desierto, que a diferencia de la de la montaña que es vertical y vigorosa, ésta resulta ser horizontal y transmisora de paz espiritual.
Para situarnos, repito, tengamos en cuenta que no hay wi-fi, y que ninguna empresa de telefonía ha puesto (todavía) repetidores. Así es que, cuando iniciamos el viaje ya sabíamos que se iba a tratar de una desconexión total con el exterior.
Algunos debimos de hacer acopio de grandes dosis de valor, ante la certeza de estar tanto tiempo sin “guasap”.
Finalmente no hubo desgracias personales.
Es más, el mundo siguió girando, el sol se asomó en silencio cada mañana sin pedirnos nada a cambio; y, llegada la hora del ocaso, hizo un mutis por entre duna y duna, poniendo contraluces y sombras de dulce erotismo, entre la sugerente sinuosidad que el aire había formado en la arena.
Recogemos leña seca y hacemos fuego, mientras un experimentado berebere amasa harina, agua y sal para hacer una torta que luego cocerá sobre las brasas enterradas en la arena, para hacer el pan nuestro cada día.
En otra hoguera, que permanecerá encendida hasta que busquemos la posición fetal debajo de las pequeñas tiendas, se cocerán para comida y cena, las verduras cortadas allí mismo por manos expertas, se calentará el té, y se ahuyentará la humedad de las noches del desierto. Esa humedad, que es imprescindible para que haya algo de vegetación donde el cielo se ha olvidado de llover.
Pero como el tiempo no existe, no hay límites para hacer biodanza, para meditar; para adornar la arena, guiados de la intuición, con un gran mandala que nos servirá como referencia para ofrendas, círculos de amor y de perdón, bailes e improvisados ritos.
Tendremos los despertares aderezados con sesiones de yoga, saludos al amanecer y abrazos que funden nuestras energías.
Sin olvidar la noche de cambio de año, en la que, iluminados por un manto de estrellas y por un casi plenilunio, recibimos las energías del nuevo año junto con toda la que el Universo nos regala.
El fuego arde vigoroso, las canciones surgen espontáneas, los abrazos y los deseos revolotean de uno a otro, y la noche nos roba el cansancio para que nos quedemos con ella.
Siempre todos a una, tunecinos y europeos, bereberes y descoloridos, mujeres y hombres. Seres humanos en fin.
Cuando llega el tercer día, nadie tiene ganas de que aquello acabe, pero el avistamiento de un enorme oasis nos engaña para que no torzamos la ruta. Aun así, alguien hay que da la impresión de querer escapar.
En el oasis de Tozeur el agua de la poza está templada. Gozamos de su tibieza al margen de algunos signos que nos devuelven al incalificable ambiente de lo que se ha dado en llamar civilización. Sí, eso que hace un par de siglos ha inventado el homo sapiens (la mejor descripción de la especie sapiens se recrea en un libro del mismo nombre, de Yubal Noah Harari)
Allí, en el mismo oasis, nos obsequian los bereberes con la última comida del desierto, con el pan ácimo y con las naranjas y los dátiles que nos han venido dando energías para disfrutar de este singular viaje.
Los abrazos de despedida nos dejan en manos de un microbús, cuyo conductor más parece ser el del Rolls de un lord del imperio de su majestad, que el de un microbús, eso sí muy elegante, tomado en el desierto de Túnez.
Impecablemente vestido, de porte serio y comportamiento amable y cortés, y de un físico y una profesionalidad ejemplar.
Volvemos por las interminables rectas de siempre, aminorando el paso para superar los resaltos y aliviando las necesidades biológicas en dos ocasiones, para lo que aprovechamos el paso por dos de los numerosos pueblos que cruzamos, cuyos tambalillos en penumbra flanquean la carretera.
Vamos a dormir a una casa tradicional junto a las ruinas de Carthago.
Como ya es tradición, el nombre de Amilcar (Barca) lo han tomado para sus fachadas hoteles y restaurantes, incluso casas de alquiler de coches (por qué no, si el de Napoleón da nombre a un museo y el de la Libertad a una avenida…)
Lo mejor de Carthago es sin duda el color de su cielo y la dignidad de alguna que otra columna que se mantiene rígida, orgullosa de su pasado. Sin olvidar el puerto púnico, en su día envidia del imperio romano. Hasta que lo destruyeron, pues ese es el objetivo principal de las envidias.
La comida en un improvisado restaurante “Púnico” resulta muy buena, especialmente el talante del espigado anciano que nos sirve, capaz de satisfacer cualquier petición, siempre que esté en nuestra galaxia.
Y la cena de despedida, en la que nos acompañan todas las compañeras de viaje tunecinas, recrea un ambiente en el que se conversa con la mirada, compartiendo la energía que los días de comunión nos han regalado.
Un último paseo por el zoco la tarde antes de la vuelta, aun da de sí para que los expertos regateadores, hagan algún que otro agujero en nuestros bolsillos. Eso sí, sin que nos demos cuenta hasta pasado un tiempo.
La vuelta no nos priva de la inmersión en las prisas, los innumerables controles y las esperas incomprendidas de los aeropuertos. La última, más de una hora dentro del aparato.
Quien se sienta a mi derecha me dice que es normal esperar una hora, porque hay que contrastar nuestros datos con tres archivos, para asegurarse (?).
No entiendo, pero como creo que él tampoco, no pregunto más. Porque entre hacer explotar el aparato en pista o en el aire, yo a la primera opción solo le veo ventajas.
Ha sido un gran viaje!
Gracias a todos y un abrazo eterno.


Y muy especialmente, al círculo energético de hermandad sagrada del que hemos disfrutado; inspirado por: Henda Jabri, Samah Cherigui y Coral Ruiz.

lunes, 2 de octubre de 2017

MONTE LÍBANO

(Libanon depui 1946)

Un centenar de personas llevan más de una hora haciendo cola para subir al avión, a pesar de tener ya el asiento asignado. El primero de la cola, un hombre de poco más de treinta años, se mueve constantemente de aquí para allá, golpea con el pasaporte en el mostrador y gira la cabeza a uno y otro lado nerviosamente. Parecen no haberse enterado de que saldrá con más de una hora de retraso.
Sorteando la cola pasan niños que buscan el vuelo a Argel, viven con alegría su último día de vacaciones en familias de acogida.
Finalmente se llena el viejo A320 y comienza a rodar. Apenas despega nos visita el anochecer; aún consigo hacer una foto por la ventanilla recogiendo la luna en cuarto creciente avanzado y la punta del ala del volador.
No vuelvo en mi hasta divisar allá abajo las luces de Chipre, esa isla tan codiciada por los que entienden que el desarrollo es destruir el planeta de forma irresponsable, tal como si ellos no tuvieran sus pies en él. Y en pocos minutos más estamos en la terminal de Beiruth.
Poner los pies de nuevo en tierra se hace eterno; una pelea hacia la mitad del avión, que hace que tengan que llamar a la policía, lo bloquea todo, a pesar de lo cual tengo que agradecer que no se contagie la beligerancia.
Salimos y allí está esperándonos Ibrahim, un hombre de casi un metro noventa y tres cifras cumplidas cuando sube a la báscula, pelo escaso pero largo y barba tan abundante como la sonrisa.
Nos recibe con tres besos que recibimos sin oposición; besos que al final repetirá cuando nos despidamos, y que echaremos de menos cada despertar a partir de ese momento.
Su potente Toyota Land-Cruiser recorre el trayecto hasta el hotel sorteando los todavía numerosos vehículos que deambulan por las calles de esta particular ciudad.
Cuando nos despedimos, porque la cosa no fue más allá de los besos, nos dice que al día siguiente nos mandará un taxi para la excursión, y que estaremos en contacto durante la semana para lo que necesitemos.
Al entrar al hotel nos sorprende una mujer vestida al parecer de novia, culo en popa arreglándose algo de un zapato. Y mirando hacia la otra parte de la amplia puerta veo otra pareja que por su atuendo, ella con traje blanco de cola y él de negro, parecen estar también de celebración. Se ve que aquí se casan en blanco y negro, y por la noche.
Son las dos de la madrugada y en la puerta del hotel todavía hay varios taxi y algún que otro todoterreno.
Dormimos hasta el amanecer, pues aunque teóricamente hay solo una hora de diferencia con la península, realmente debe de haber tres. Por nuestra culpa.

Día 3 domingo.
Tras desayunar cumplidamente aparece el taxista; es un hombre de pequeña estatura, que no articula ni una sola palabra en inglés, tampoco en francés, y del castellano ni se me ocurre preguntarle.
Queremos ir a Byblos, con su castillo y anfiteatro, ciudad de origen fenicio donde nació el alfabeto moderno; y también a Baalbek, en el valle de la Bekaa, donde está el Templo de Júpiter.
Llegar a un acuerdo con él para el viaje resulta más complicado de lo esperado. Y el resultado del no entendimiento se arrastrará durante todo el día.
El hombre conduce con algo de miedo, en un país en el que las calles y carreteras tienen tantos carriles como vehículos sean capaces de meterse en ellas. Parece haber un acuerdo tácito donde el más rápido, incluso en los atascos más descomunales, y el más atrevido, es quien consigue llegar a su destino. No hay semáforos salvo en el centro de la ciudad (el down town) ni a penas señalización, lo cual facilita mucho las cosas.
Llegamos a Byblos con un calor propio del lugar y comenzamos la visita. Aún se nota, sobre todo fuera de la capital, que hasta mitad del siglo pasado fue un país de influencia claramente francesa. Actualmente la influencia yanqui va a saco, comenzando por el dolar. Las guerras no se hacen para nada.
Su situación estratégica ha hecho durante siglos que se haya acostumbrado a ser vapuleado por unos y por otros, y como consecuencia también ha bebido de muchas culturas: fenicia, romana, griega, mameluca y alguna más en el pasado, y ahora toca, como he insinuado antes, la cultura dólar. Es la única palabra que todos conocen del inglés.
Lo que en su día fueron grandes monumentos, hoy son en la mayoría de los casos ruinas. Ruinas que salvo las que la Unesco pone algo para, más que arreglarlas, evitar que desaparezcan bajo los cimientos de un edificio, están ahí esperando.
Mezquitas e iglesias comparten poder, en ocasiones pared con pared. Y no pasa nada. Muchas de ellas, tanto las antiguas como otras más recientes, pueden presumir de una calidad arquitectónica muy considerable.
Al salir de uno de estos templos, un rayo de luz me inundó, y aunque no escuché el “Saulo, Saulo”, sí comprendí una frase bíblica, la cual se me transmitió en el momento añadiéndole dos palabras más “la fe mueve montañas de dinero”. Ahora lo entiendo todo.
Hay muchos más bancos de los que trabajan con dinero, que los que sirven para sentarse. Desde los grandes que adoptan nombres que no ofrecen dudas, hasta otros más pequeños surgidos del propio país, como por ejemplo el lujoso Banco Audi, fundación incluida, cuyo origen viene de una fábrica de jabones, que solo hace un par de generaciones inició una señora y que ha heredado su laboriosa familia. Hay que caer en la cuenta de que el jabón sirve para lavar.
Líbano ya fue hasta hace pocas décadas un importante dentro financiero, y parece que tras las guerras que ha sufrido en los últimos años, vuelve a tomar fuerza en el mundo de las finanzas.
Y dicho esto nos vamos a Baalbek. Un largo camino que nos lleva a voltear la cadena montañosa y descender al valle de la Bekaa, frontera con Syria.
Las montañas, que a principio del siglo pasado eran bosques de cedro, ahora están mínimamente cubiertas de pasto para las cabras, salpicadas de improvisadas “jaimas” para los pastores, y bien custodiadas a cada paso por controles militares provistos de “bolígrafos extra-largos” y todo tipo de parafernalia cuyo único objetivo es amedrantar a la población, porque cuando hay conflicto de verdad solo sirven para hacerles fotos.
Al bajar al valle de la Bekaa, un inmenso espacio de cultivo de frutas y verduras, nos encontramos con los improvisados asentamientos Syrios, en los que no es posible ni siquiera estimar su cantidad; mucho menos expresar el horror que allí se vive.
Cuando ya parece que no vamos a llegar, gracias a la “antitemeridad” de nuestro chofer, llegamos a Baalbek.
Le decimos si quiere comer algo, y nos muestra su comida: una jeringuilla con la que equilibra su nivel de azúcar en sangre. ¡Pobre!
Comemos frente al Templo de Júpiter; bueno, frente a lo poco que queda. El lugar ofrece una gran variedad de platos, que cocina en el momento, el único de los que allí hay que le gusta el fútbol, que nos informa de que España le ha ganado a Italia por 3 a 0.
Se puede comer pollo con salsa amarilla, pollo con salsa verdosa y pollo con salsa rosada; también unos filetes de pescado congelado con diferentes salsas u otros vegetales como berenjenas y calabacines, con o sin las salsas. Pero como el hambre ahuyenta las dudas, comemos.
A un lado y otro de la calle unos niños que juegan con metralletas, lo que no deja de ser una forma de entrenamiento, y quien sabe si un seguro de vida más adelante.
El Templo de Júpiter es (debió de ser) único. Por poner un ejemplo, algunas de sus columnas tienen un diámetro próximo a los dos metros. Cuesta imaginarlo, pero un grupo de ellas que se encuentran en restauración, cuando se contemplan desde abajo transmiten algo singular. Pasamos en él más de una hora.
Volvemos por un camino diferente, en el que solamente empleamos cuatro horas y media. A veces por los atascos y otras porque tenemos la impresión de que hemos atajado pasando por la vecina Syria. Hay controles militares, vallas, concertinas y bolardos por todas partes.
Al llegar el taxista quiere que le demos más dinero, a lo cual nos negamos. El precio estaba pactado.
Así las cosas, averiguamos el modo de movernos por el país de otro modo. Acordamos intentarlo los días siguientes en unos microbuses “discrecionales” que salen de Cola (un lugar junto a un mercado y bajo un escalextric)
Salimos a pasear por el paseo que hay junto al mar (la Corniche), paramos frente al Petit Café para tomar algo; y, debido a que se encuentra junto a otros establecimientos similares, por error, inducidos por el espabilado que hay custodiando la escalinata, nos metemos en otro. Cenamos junto al mar, disfrutando de la brisa de las pipas de agua y del calor de las brasas en la espalda. La cena está bien y el lugar también.
Luego paseamos entre grupos que se han traído la cena y las pipas de agua de su casa, de una boda que está tirando petardos, uno de los cuales se les escapa y casi se lleva por delante la cabeza de un paseante, con las consecuencias que se le suponen al caso (una discusión fenomal), y con la vista maravillosa de las rocas iluminadas que hay junto a la costa, objeto de fantásticas postales que se ahorran todo lo demás.



Día 4, lunes y fiesta.
En la esquina del hotel pactamos con un taxi que nos time para llevarnos a Cola. Nos cobra diez veces más de lo que nos costará ir en el microbús a Tiro (Tyr o Sour), en el sur del país, ya junto a Israel. Que lo que nos cobra sea asumible en euros nos hace picar esta primera vez. En adelante pagamos como todo el mundo en microbuses y taxis, y para las excursiones descubrimos Uber, cuyos precios son 3 ó 4 veces inferiores a lo que piden los del lugar; además los coches están limpios, vienen a buscarte al momento y los conductores ofrecen agua y pastas. Sin olvidar que no fuman y ponen el aire acondicionado a la temperatura que se les solicita. Casi todos hablan inglés.
Llegamos a Tiro y encontramos dos hoteles, uno muy caro que, en coincidencia con nosotros, no muestra ningún interés en acogernos, y otro más asequible que deja mucho que desear. Pero como parece que no hay más, aceptamos el segundo. Es solo una noche.
Comemos en Al-Fanar, junto al faro, un pescado que le insistimos al cocinero de que no lo queme y cumple con ello. Curiosamente no hay forma de beber ni vino ni cerveza en ningún sitio, salvo una cerveza sin alcohol que es un refresco dulzón y Pepsi por todas partes, pero a cambio te sirven un “cointreau” (40º) o un “tía María” y se quedan tan frescos.
Por la tarde vamos a las ruinas arqueológicas de la zona Al-Mina, Patrimonio de la Humanidad, de épocas romana, griega, bizantina y fenicia. Los restos de los poblados más antiguos, en los que los sepulcros están junto a las casas, fueron en su día violados rompiéndolos a pesar de ser de piedra, para saquear lo que en ellos pudiera haber; eso sí, dejaron casi todos los huesos.
El paseo, con la puerta emblemática de Tiro, que aparece en las postales, tenía 3 kilómetros de longitud y estaba jalonado de columnas, pero se ha construido en una parte importante y columnas apenas quedan. El hipódromo, en el que todavía no se ha construido, es inmenso y en él aún se representan espectáculos de baile, en este caso en las escalinatas del palco, mientras que a los espectadores los sientan en la parte baja. Todo un ejercicio de baile y demostración atlética.
Allí conocemos a Nabil Fakih, un cirujano plástico que va con su mujer y con dos amigas de ésta. Todos hablan castellano. Él estudió en la Universidad de Navarra y su mujer es de Granada.
Dice que ha enseñado el lugar más de 20 veces a amigos que vienen de otros lugares, y gustosamente nos acompaña. Vive en Tiro donde tiene un hospital de su especialidad.
Luego de la visita nos invita a unos exquisitos zumos de sandía y otras frutas. Vemos juntos esconderse el sol desde la zumería, y también alzarse la luna a punto ya de formar un círculo perfecto.
Desde aquí se ven las luces de Israel a pocos kilómetros. Le comentamos a Nabil Fakih lo que nos han dicho, sobre que si tienes la marca en el pasaporte de haber estado allí no puedes pasar a algunos países árabes, entre ellos Líbano, y nos comenta que, como los israelitas lo saben, ponen el sello en un papel aparte del pasaporte.
Nos despedimos con pena, ha sido un encuentro agradable y enriquecedor. Hemos aprendido, entre otras muchas cosas, que los dátiles hay que comerlos en número impar, porque si lo hacemos en número par sus efectos se anulan. Lo haré en adelante, porque me lo he creído a pies juntillas.

DÍA 5, martes.
El desayuno en este hotel que puede tener tantas estrellas como una noche limpia, pero todas fugaces, es descorazonador. Los dos camareros que deambulan por el comedor son un ejemplo, pues parece que se han intercambiado los chalecos. A uno delos camareros le cabría otro dentro, y el otro parece que deba de contener la respiración para que no le salten los botones.
Los “croisanes” deben de haberlos sustraído de las tumbas fenicias, y del resto prefiero ahorrarme la descripción.
Todo ello es bien recogido en la consiguiente queja al pagar la cuenta, con la total esperanza de que no sirva para nada.
Cogemos un microbús compartido (taxi-group) para ir a Sidón (Saida). Al lado me toca un oriundo que cuando le digo de donde somos demuestra cultura y desparpajo. Me dice que tenemos los mismos orígenes, habla del error que supuso la expulsión de los moriscos y de Al-Andalus. Todo ello con una naturalidad que denota personalidad.
No tenemos forma de conseguir un plano de la ciudad y la gente conoce las calles porque pasa por ellas y nada más. Ni pensar en encontrar una oficina de información. Así es que el hotel que buscamos, un tal Katia, quedará para siempre en el olvido. A cambio nos alojamos en otro que está pared con pared con una de las 5 ó 6 mezquitas que hay en la zona vieja de la ciudad.
Eso nos garantiza tener la llamada del muecín casi dentro de la habitación, poder coger mangos por la ventana y ser visitados por varias especies de mosquitos durante la estancia.
Se entra por un pasaje en el que, además de la entrada a la mezquita, hay tiendas de cosas. Fuera en la calle se mezclan los tenderetes con los coches que sortean hábilmente a los viandantes compartiendo el sabor histórico del ambiente. Nada diferente a otros países asiáticos.
Como esta ciudad, de origen fenicio, tiene seis siglos de historia y no vamos a rememorarla toda, nos centramos en la Fábrica de jabón de la familia Audi, el Castillo del Mar que construyeron los cruzados en el siglo XII, el Caravasar y finalmente en el posterior intento de ir a la isla que hay a pocos cientos de metros a tomar el baño. Esto último se frustrará a la tarde porque el sol cae al mar y los barquichelos dejarán de hacer el recorrido cuando nosotros lo intentamos. La culpable, la siesta.
A un temprano medio día hacemos un alto para comer en el restaurante que hay junto al mar. Nos ha despertado la curiosidad que en la puerta luce un escudo del Rotary Club. Comemos y compartimos la pipa de agua (shisa) que fuma la alta sociedad que nos rodea. Esto es general, todo tipo de personas fuman la pipa de agua (algunos también cigarrillos); en restaurantes, bares, o simples lugares de ese descanso casi permanente que se permiten algunos en estos países.
Mientras comemos, una moto de agua pasa una y otra vez cerca del restaurante, mirando fijamente a los que allí estamos, sin duda con el objetivo de alimentar el ego, probablemente mermado por su tejido adiposo.
Nos entendemos con los nativos sin ningún problema, puesto que absolutamente todos son poliglotas de una sola lengua (quiero decir palabra). Dicen a todo que sí y contestan de forma que no te queda otro remedio que dar las gracias a pesar de no haber entendido absolutamente nada. Previamente han contestado también afirmativamente a la pregunta de si hablan francés e inglés.
Por la tarde noche nos alejamos de la costa, sorteando el tráfico ya más apaciguado, y una fila de camiones que, llenos de chatarra, aguardan al día siguiente para acabar de cargar dos barcos que esperan en el muelle. Y, durante el paseo, nos llaman la atención dos cosas, una espectacular mezquita de nueva construcción dedicada a “los mártires”, en la que nos recibe un imán muy correcto que habla perfectamente inglés, y nos invita a compartir sus abluciones; y un lujoso edificio en el que se aloja Zara (éste establecimiento aparece allá donde vayamos, en todo el mundo, en los mejores lugares).
Después encontramos por casualidad un restaurante en el que se compra el pescado a peso y te lo hacen como quieres. Comemos magres (o mabra) y gambas acompañadas de sus salsas de tahín, ensalada y agua, ya que rechazamos una y otra vez eso que llaman ellos cerveza sin alcohol.




Día 6, MIÉRCOLES.
Compartimos microbús para volver a Beiruth. El precio es de 2.000 libras libanesas por cabeza cualquier trayecto, un euro cuarenta céntimos aproximadamente. Lo mismo que nos cuesta un desplazamiento por la capital si se regatea hasta la extenuación.
Como hemos reservado hotel nos vamos al Markazia en el down town.
El centro de esta ciudad, que se supone que es la “place de l’Etoile”, tiene las calles centrales tomadas por el ejército, con las aceras protegidas por bloques de cemento y la entrada a las calles por barreras.
Sus establecimientos son de un lujo sibarítico, por no citar el centro comercial que podría ser la envidia de cualquier país del primer mundo. Las joyerías, presentes en todo el país, aquí son de diseño; y junto a ellas las marcas de coches de lujo, ropas (también Zara) y otros complementos, comparten espacio con los restaurantes no menos emblemáticos (sin faltar el starbuck coffe).
Comemos en un libanés, compramos por fin un plano de Líbano y Beiruth en una librería francesa del centro comercial, y nos disponemos a visitar las mezquitas, entre la que cabe destacar por su grandiosidad y discreto lujo, la de Amir Munzer (1620), e iglesias, que aquí son mayoría en número (es el barrio cristiano), aunque no sé si en monumentalidad.
Cenamos en Angeline (fraquicia francesa), un agradable y tranquilo café en una de las calles cerradas totalmente al tráfico. Y como aquí no se prodigan a pie salvo en “le Corniche”, pues eso: casi solos.

Día 7, jueves.
Desayunamos en el hotel, y nos convencemos enseguida de que no habrá una segunda vez. Soso, tedioso y poco variado; además de que no está incluido en el precio.
Estrenamos el descubierto servicio de UBER, que por un precio fijo y sin regateo (50 dólares), casi cuatro veces menos que los taxi, te llevan a un tour por cualquier parte del país, te ofrece agua, ponen el aire acondicionado y no fuman.
Vamos a Jeita Grotto, unas cuevas de las que se lleva mucho descubierto, pero se presume que aún queda más. Alturas de más de cien metros en algunos puntos y estalactitas de más de diez metros, con estructuras que nunca habíamos tenido ocasión de contemplar. Unas dos horas de recorrido, porque la parte de abajo hay que recorrerla en una barcaza.
Volvemos aún a tiempo de comer, aunque algo tarde. Lo hacemos en el Gran Café. Ahora que ya hemos probado casi todo, nos parece más de lo mismo, excepto el postre, que para una vez que lo tomamos, resulta ser un misil en la “línea del flotador”. De bueno tiene que nos ahorra la cena.
Luego intentamos encontrar algún sitio donde comprar recuerdos sin éxito. En las pequeñas tiendas, al estilo de las “epiceries francesas” se venden refrescos (sobre todo Pepsi), patatas fritas y similares, tabaco y chuches. Algunos más grandes se alargan con algo más, pero sin excederse.
Otras tiendas, más a las afueras venden plásticos de todos los colores y usos; y también en esas zonas hay espectaculares fruterías, una con otra, en las que se ofrece gran variedad de frutas y verduras.
Descansamos y por la tarde nos adentramos en el Barrio Este. Calles estrechas y aceras estrechas, casas que aún muestran las consecuencias de los bombardeos, si cabe con más celo que en otros barrios, intercaladas con otras nuevas o reconstruidas.
Hay algunas galerías de arte, bistrós y panaderías-pastelerías que hacen que todo huela a la ya algo lejana influencia francesa.
Me paro en un pequeño anticuario que expone en una pequeña terraza un hombre, con aspecto de haber visto pasar muchos años con satisfacción, e intercambio unas palabras con él. Habla un francés perfecto, aderezado con una tenue sonrisa. No presume de lo mucho que sabe ni le inquieta lo que le queda por aprender. Nos despedimos como si nos conociéramos de siempre.
Merendamos solos en una lujosa pastelería francesa en la que se agolpan las mesas vacías, bajo la atenta mirada de las dos personas que la atienden, una con aspecto de ser el responsable, mientras que la otra nos trae el agua y los pasteles.
Volvemos por la estrecha acera, esquivándola cuando alguna cafetería ha situado delante una mesa con sillas. Algunas terrazas en los últimos pisos se adivinan convertidas en salas de fiesta. Y la mayoría de los bajos reconstruidos lo han sido con criterios de diseño moderno.
El día se consume poco a poco y se despide a la luz de la última luna llena del verano.

Día 8, viernes.
Desayunamos fuera, pero como hoy también es “fiesta política”, está todo chapado, así es que no nos queda más remedio que aceptar las cookies del Starbuck coffe.
Volvemos a llamar a UBER para que nos lleve a lo que queda de los bosques de Cedro, Reserva de la Biosfera, y un par de lugares más que hay en la zona. Lo que ellos llaman “tour”.
Hacemos la solicitud y apenas nos da tiempo de salir a la puerta donde ya nos espera el coche. El amable chofer nos ofrece agua y madalenas, pone el aire y, como sí se maneja bien en inglés, llegamos enseguida a un acuerdo de por dónde ir y qué visitar.
La carretera está bastante despejada, quizá por la fiesta, y llegamos pronto a lo alto del bosque.
El bosque de cedro desprende un olor totalmente diferente a cualquier otro. El olor característico de los cedros es además agradable y revitalizador; al menos eso nos parece.
Los ejemplares de este reducto tienen un porte espectacular. Llama la atención que apenas dejan crecer vegetación en su entorno, lo que da al bosque un aspecto singular, alternando el color blanquecino del suelo con el enorme porte de los cedros, el verde oscuro de sus acículas y el azulado suave de las piñatas erguidas.
Damos un largo paseo haciendo fotos, quizá abrigando la ilusión de que nos podemos llevar una parte con nosotros, cuando el único disfrute está en el presente vivo.
Como sé que me tengo que ir, no quiero hacer la despedida muy larga, no me gustan las despedidas; así es que tras una media hora de caminar respirando profundamente, echo una última mirada al símbolo de mi horóscopo celta y asiento con la mirada a mi compañero, en signo de despedida a hurtadillas.
Al bajar aún nos para el conductor para que robemos una última imagen a un ejemplar milenario. Siento algo que no soy capaz de expresar, así es que guardo silencio mientras el coche serpentea esquivando los retorcidos troncos una y otra vez, hasta que ya no se huele a nada. Otra vez estamos en el mundo.
Tenemos hambre y le pedimos que pare en cualquiera de los pueblos que aún nos queda por visitar: Beittedine, Deir al-Qadisha y Damour. Él nos lleva a un restaurante que está rodeado de pequeñas caídas de agua, que corre por aquí y por allá.
Comemos con prudencia. Mi compañero pide otro cuchillo porque el que le han dado, muy bonito por cierto, no corta; el camarero, que escucha atentamente, se lo lleva y le trae otro exactamente igual. Lo que evidencia de que le ha entendido perfectamente, por eso le había dicho que sí a todo.
Volvemos sin apenas dificultades en la carretera.
Por la tarde volvemos de nuevo al Barrio Este, con la esperanza de descubrir algo más, seguimos creyendo en lo que escriben las guías y las referencias que se pueden leer en internet.
Para ello procuramos abarcar más zona, sin que varíe demasiado nuestra experiencia.
Merendamos en otro café afrancesado. Venden pan y pasteles, sirven cafés y unos bocadillos muy sofisticados, e incluso nos podemos tomar una sidra.
Pasamos más de una hora saboreando los últimos minutos en este país. Ya hemos aprendido a ignorar la prisa.
Un nuevo UBER que por 10 dólares nos llevará al aeropuerto, porque Ibrahim, que había prometido llevarnos, se excusa de que se casa su hijo, nos dejará a merced de los interminables controles a los que obligan los vuelos, sobre todo en algunos países.
La noche volando, la mañana cuidando de que no nos roben nada en la estación de Sants, a pesar de que estamos alerta casi lo consigue un “habitual” de esos quehaceres, y de nuevo aquí.

HASTA LA PRÓXIMA, Que será pronto.

domingo, 27 de noviembre de 2016

EL PERÚ INKA

Tras una película y media, dos pseudo-comidas, 6 horas de un sueño algo frio y varias de conversación, pisamos la costa del Pacífico al sur del Ecuador
Son las 5 de la madrugada, aún no ha amanecido (aquí, de 6 a 6 es de noche y de 6 a 6 de día).
Al amanecer impacta una capital difuminada en una niebla alta y continua que no diferencia el mar del cielo; y que nos va descubriendo edificios altos e insulsos que plantan cara al acantilado que se deja caer sobre el océano.
Entre 10 y 12 millones, 1/3 de la población del país, se distribuyen horizontalmente en varios municipios indiferenciados, continuamente surcados por vehículos de todo tipo de pelaje. La ley del más audaz, del más temerario, aunque sin graves accidentes evidentes, les hace fluir cansinamente.
Al acantilado que separa la ciudad del mar, lo intentan contener con redes y plantas, sin demasiado éxito.
Miraflores, el barrio más occidental (no geográficamente), tampoco se salva de la tónica general. Más allá Barranco, el barrio bohemio, y luego Chorrillos con su faro y su pequeño puerto pesquero-deportivo.
Desde arriba llama especialmente la atención el restaurante La Rosa Náutica, un balneario muy parecido al que se encuentra junto al aeropuerto de Buenos Aires. Aunque ya nos advierten que es mejor la imagen que su cocina.
Mientras preparan la habitación en el hotel, que está en Miraflores, cerca de la plaza Kennedy, más conocida por la de los gatos, aunque hay aún más palomas que felinos, recorremos la costa para ir desmitificando uno a uno todos los lugares que ensalzan las guías turísticas.
Llama la atención la profusión de carteles indicando el peligro de tsunami y las vías de evacuación. Vías, por cierto, nada fáciles de encontrar. Eso me hace suponer que aquí los tsunamis son más “relajados” que el tráfico.
El centro de la ciudad lo determina la plaza de Armas, como así será en absolutamente todas las ciudades y pueblos del país.
A partir de allí se aglutinan los edificios coloniales más emblemáticos. Municipalidad, Parlamento y Gobierno, cuando los hay, pero sobre todo Iglesias y Catedrales (de estas siempre hay en abundancia), todas absolutamente de dos torres, lo que parece que quiere decir que están dedicadas a la virgen (una, la que sea, porque como hay tantas; y eso que los libros sagrados apenas hacen referencias a ellas).
Los agentes de la autoridad proliferan en el centro con sus vistosos uniformes. Son sobre todo mujeres. Hago la pregunta y siempre me responden igual: son menos accesibles a la corrupción.
No parece muy cierto que todo sea aquí relajado como nos han dicho; al menos en la conducción. Intento que me respeten cuando cruzo un paso de cebra y me resulta extremadamente difícil. Pongo la mano y me lanzo temerariamente, y a menudo tengo que recordar cómo le di el tercer pase a aquella vaquilla en la fiesta de comunión de la hija de un amigo, para llegar con vida al otro lado de la calle.
El principal instrumento para conducir es sin duda el pito (del coche), y cuanto más suene mejor; otra cosa sería averiguar por qué se pulsa.
Voy a cambiar unos dólares a la oficina que mejor precio ofrece y, por la tarde, me advierten y aseguran que uno de los billetes de 100 soles es falso.
Devolvérselo hecho pedazos a quien me lo dio sólo sirve para relajar mi indignación. Ahora ya se diferenciar un falso de uno bueno.
En el tránsito de coches destacan los microbuses sin puerta que van voceando sus destinos, a pesar de que los llevan escritos por todas partes. Eso me recuerda a Java, donde me dijeron que lo hacían porque todavía mucha gente no sabía leer el destino indicado sobre el parabrisas.
Comemos “ceviche” con vistas al mar y al parque del amor, y descansamos ya en la habitación.
Al otro día nos recogen para visitar “Pachacamac“(una de las pocas ocasiones en las que hacemos visita en grupo, el resto gozaremos de guía y transporte exclusivo). Interesante complejo de edificios encaramados en una ladera hasta la que casi llegan las viviendas de adobe y ladrillos sin enlucir, que conforman todo lo que no es el centro de la capital. Tal cual un pueblo de nuestros vecinos del sur.
Desde este interesante lugar, donde hay un flamante museo, se puede divisar la costa del Pacífico y la “transamericana” que va desde Alaska a Ushuaia.
Pachacamac recibe su nombre del ídolo (dios) inka del mismo nombre. Es una palabra quechua que quiere decir “creador de la tierra”; y probablemente también dios de los terremotos, una de las principales preocupaciones de los habitantes del lugar, por su proximidad a las placas tectónicas de Nazca. Parece que el lugar era un centro de peregrinación y ceremonias.
No obstante, y aunque casi siempre se habla de cultura inka, nos recuerdan que existieron hasta 87 culturas anteriores (preinkas), siendo la más antigua conocida la cultura “lima”, probablemente la segunda más antigua del planeta tras la mesopotámica.
En el lugar destaca la dedicación al sol, su principal dios junto con la pachamama (la tierra). Aunque actualmente, y en general, sus creencias se ven mezcladas con las de la religión cristiana, introducida a sangre y fuego por los conquistadores, las originales no han desaparecido, a diferencia de otros lugares también invadidos por los llamados conquistadores.
En el museo aparecen (y aparecerán siempre y en todas partes) los tres mundos, representados por tres animales: el mundo superior por el cóndor, el mundo actual por el jaguar, y el inframundo por la serpiente.
También vemos por primera vez cómo realizaban sus enterramientos. Se han conservado muy bien a pesar de que no utilizaban ningún tipo de tratamiento (embalsamamiento), debido principalmente a las condiciones climatológicas. Una curiosidad es que se hacían en cuevas excavadas en las montañas y en posición fetal. El objetivo es que fueran “semillas para el futuro”; de ahí podría venir el nombre de cementerio: semen-eterio.
Para tener una idea de lo que fue el imperio Inka en el momento de su máximo esplendor, hasta la llegada de los hispanos, contaba con unos 12 millones de personas y tenía su capital el Puno, aunque sus orígenes lo sitúan en Cusco (Cosco, que quiere decir ombligo del mundo; privilegio que la mitología reserva para el lago Titiqaqa, así lo escriben).
Salimos del museo para visitar el templo de la Luna. Construido de adobe (el adobe es siempre una mezcla de barro con paja, moluscos o piedras), si bien para la parte baja – cimientos - utilizaban solamente piedra, con el fin de proteger su estabilidad.
Las ruinas ocupan una colina muy extensa, así es que continuamos para observarlas desde una zona más elevada, puesto que no se puede penetrar (están en restauración). Visualizamos lo que fue una ¿cárcel? ¿colegio? (¡qué eufemismo!) o algo parecido, donde se recluía a mujeres jóvenes, escogidas por los sacerdotes desde niñas (a veces desde el vientre de la madre), con el fin de que realizaran diferentes trabajos especializados. Y también para los sacrificios que se realizaban para “aplacar” a los dioses; cuando éstos enviaban terremotos u otras catástrofes. Era entonces cuando se realizaban a tales barbaries. Y el que fueran mujeres vírgenes tiene (tenía) que ver con que las mujeres son símbolo de fertilidad y de continuidad de la especie. ¡Toma!
El “lugar” estaba vigilado por guerreros castrados, y a él sólo podían acceder los sacerdotes. No se sabe si estos también estaban castrados.
¡BUENO, BUENO! Qué enseñanza, por cierto bien aprovechada en la actualidad por otras culturas. Con sus lógicas modificaciones para occidentalizarlas. Con que se avisen por “whatsap”, ya se pueden elevar a la categoría de normales.
Como aún es temprano y el hambre apremia, tomamos un taxi a Mixtura. Se trata de una feria anual de alimentación, ubicada en unas carpas frente a la bahía de la Madalena.
Hay muestras, venta y degustaciones de los productos que producen estas tierras: frutas, papas, chocolates y todo tipo de raíces y plantas poseedoras de todos los omegas, alfas, betas y gammas del alfabeto griego.
Comemos, bebemos, departimos y disfrutamos durante más de dos horas, hasta sentir que nos llama a voces la cama de la habitación del hotel.
[Pasamos la tarde tomando TÉ y charlando con un amigo que vive y tiene sus negocios en Lima. Él nos instruye algo más sobre estas tierras.]
Cuando el día ni tiene pensamientos de amanecer, nos avisan de que nos esperan para llevarnos al aeropuerto. Son las 3 menos cuarto. ¡UFF! Parece que huyen de los atascos de las horas punta, ¡y de qué manera!
Alrededor de las 7, un viejo 737-400 nos deja caer, dormitando aún, en el aeropuerto de Arequipa, la segunda ciudad de Perú, donde viven más de millón y medio de andinos.
Hemos atravesado durante más de una hora un inmenso desierto de montañas de media altura. Un paisaje duro y aburrido de tierra arrugada por manos gigantescas, sobre la que el cielo nunca llora.
Arequipa es una zona sísmica, cruzada por un río que recuerda los oasis del Atlas africano; sólo hay verdor junto al cauce.
La ciudad está vigilada al fondo por un pico de más de 6.000 metros (es la parte masculina), que no parece tan alto al estar la ciudad a 2.400. Ahora sus crestas están discretamente nevadas; y enfrente, con algo menos de altitud, un limpio triangulo, que recuerda al Puig Campana, al que se le atribuye la feminidad.
La ciudad es muy extensa, salvo un par de torres no se superan los dos pisos, una forma de defenderse de los movimientos sísmicos, el último hace dos semanas.
En la suave ondulación de su entorno se amontonan los barrios de clase media, los pobres y los más pobres; mientras que las quintas se reservan los privilegios, tanto en extensión como en ubicación.
En los edificios públicos que se distribuyen alrededor de la plaza de Armas, hay andinos de piel tostada uniformados, para controlar la entrada, o simplemente para abrir y cerrar las puertas.
Lo mismo ocurre en los bancos y grandes empresas.
Fijándome bien se confirma mi sorpresa de que son clonados.
Voy al hotel y busco la horizontal hasta el mediodía. Tengo que dosificarme.
Por la tarde gozo de una visita guiada por mi compañero, el cual se ha instruido durante mi sueño. El lugar es el Monasterio de Santa Catalina, dedicado a monjas de clausura y actualmente en activo.
La parte antigua la muestran sin recato (¡hay que tener valor!), no así los aposentos y estancias actualmente en uso. Pero este monasterio requiere de una explicación detallada y extensa, así es que quien quiera que venga y lo vea.
Y con hoy van CUATRO días. Seguimos en Arequipa.
El desayuno en la terraza, lejos del estresante tránsito, nos anima a averiguar en qué vamos a emplear el día.
Nos dirigimos a la plaza de Armas y, nada más salir me percato de que las polis también son clonadas. Me sorprende que nadie se haya dado cuenta (quizá disimulan).
Tomamos té en la terraza del primer piso de un edificio colonial desde el que se ve una panorámica muy interesante de la plaza, casi totalmente peatonalizada, y de las montañas nevadas poniendo fondo a las torres de una catedral (una, porque haberlas las hay, y en profusión).
Luego, tras un sutil regateo con el que conseguimos mitad de precio, contratamos un tour de 4 horas por las afueras. De ellas al menos 2 horas se irán en traslados.
Vamos a tomar el famoso helado de queso (de sabor parecido a la vainilla) con pisco, nada del otro mundo, y a continuación al Mirador de los volcanes, desde donde se puede apreciar el valle Chilina, que toma su nombre del río Chili, que significa frío. Continuamos el camino y nos van describiendo los diferentes edificios por los que pasamos: iglesias de estilo barroco mestizo, en las que se mezclan los motivos inkas con otros propios de la religión católica; la casa del Arzobispo Goyeneche (no, nada que ver con el excelente tanguista), que fue un benefactor de la ciudad, pues incluso pagó la construcción de un hospital (¡qué buenos son los padres escolapios…!).
Recaemos en la mansión del fundador de Arequipa, auténtico “pupurrí” de objetos que han montado un grupo de espabilados; desde la que se ve la ciudad en panorámica, y donde sorprende que desde tan extraordinaria quinta el fundador no se avergonzara de lo que fundó. Nada que ver una cosa con la otra, hasta el punto de quedar convencidos de que no era merecedor de sus aposentos.
Lo que más llama la atención del lugar son las pinturas de la escuela cusqueña, todas ellas anónimas, como era preceptivo en la citada escuela. También una enorme escultura en el jardín en la que se representan dos toros en lucha, uno de los espectáculos más populares de Perú (está bien que los que tienen cuernos luchen, pero entre ellos).
Nos cuentan que la mansión tuvo varios propietarios, por causa de herencias, así como por tenerla que abandonar los jesuitas cuando fueron expulsados por Carlos III de Sudamérica ¡Ay! Si Carlitos levantara la cabeza).
Seguimos a un curioso Molino movido por las aguas de un canal, el cual continúa funcionando a la perfección, aunque sólo para demostraciones. En el edificio hay varios aperos agrícolas ya en desuso, así como unos corrales con alpacas, llamas, vicuñas y guanacos, con el fin de completar el espectáculo. Al finalizar el hambre corroe, y hay que retener los jugos ante los puestos de fritanga donde ofrecen papas rellenas de cebolla y tomate, panochas de maíz de granos enormes con queso salado y otras extrañas viandas. Y como el hambre sólo se aplaca dejándose llevar, pues: ¡hágase!
Luego, cómo no, también visitamos una tienda de prendas de alpaca. Todos se afanan en ofrecer “alpaca baby” (la de primer corte), cosa que o te lo crees o no te lo crees. Los precios son prohibitivos.
Cada vez que bajo del autobús (¿por qué no ómnibus?) me esperan mis enemigos los mosquitos, en sus diferentes especies, y hasta posiblemente género. Ni la esencia de té, ni la de eucaliptus, ni el “vicks vaporub” ni tampoco la manga larga los disuade. ¿Qué tendré yo para las hembras (de los mosquitos)?
En la tarde nos abandonamos a la equivocación entre cuadra y cuadra, hasta que vemos un cartel que invita a una charla cobre medicina Cuántica en el hospital General.
Con tiempo temamos un taxi, más que nada porque los mapas a menudo no son fiel reflejo de la realidad, y porque una de las muchas virtudes de los pobladores de estos lugares es que, a cualquier pregunta, contestan con todo detalle, lo hacen de manera que resulta imposible ajustar la respuesta a la pregunta. Esto nos deja boquiabiertos y no acertamos a decir nada más que “gracias, muy amable”.
Llegamos puntuales, entramos en el hospital, preguntamos por la charla y… nadie sabe nada. Insistimos y, finalmente, nos conducen por intrincados pasillos de luz mortecina y pequeñas ventanillas vacías hasta un inmenso teatro en el que apenas hay media docena de personas. No está ni el conferenciante. Aquí si son fieles a su tan cacareada impuntualidad. Nos sentamos en primera fila.
Al poco aparecen dos técnicos con ordenador y proyector que pasan varios minutos intentando ajustar los artilugios, mientras va llenándose la sala.
Por lo que habla el supuesto conferenciante con una colega, entendemos que su lengua materna es el portugués, y que de castellano anda flojillo.
Media hora después (a diferencia de nuestros guías, que están con 10’ de antelación) comienza la charla en portugués, para cuya traducción se buscan voluntarios (estoy tentado de ofrecerme para hacer una traducción modelo “Tip y Coll”, pero desisto).
Como lo que aparece en pantalla está también en portugués, pero son “corta y pega” de varios libros con la reseña al pie, me basta con eso. Y así hasta que ocurren dos cosas: una, que un asistente intrépido se autoriza a incorporarse al micrófono y le arrebata todo el protagonismo al brasileño, y otra que les resulta imposible ocultar de que se trata del acto de reclutamiento de una secta (religiosa para más INRI).
Hacemos un mutis por el foro, y junto a nosotros escapa uno de los traductores del acto. Gracias a él conseguimos salir de aquel laberinto de pasillos ya totalmente oscuros, que acaban siempre en puertas cerradas.
Ya fuera, el improvisado guía se extraña de nuestra presencia allí; ante tal pregunta nos apresuramos a averiguar algo sobre la charla, y nos confirma que sí que es una secta.
Compartimos taxi al centro conversando y vamos a tomar unos creps en un restaurante francés. El tipo no parece que sea una persona estándar, pero como tampoco nosotros lo somos, la velada resulta interesante, si bien no duele olvidarla.
El quinto día sí que podemos desayunar a una hora normal. Aquí los desayunos son de 4 y 1/2 a 8.
Luego nos llevan a la estación de autobuses, vamos a Puno. Tras los protocolos de boletas y tickets, nos sitúan en primera fila de la clase business del autobús. Delante tenemos un panel negro que separa del conductor, del wáter y de la subida al primer piso. Sólo puedo ver por la ventanilla.
El lugar es perfecto para que resulte un calvario para mí; eso sí, de sólo 7 horas, con una parada de 5’ para cambiar de conductor, en la que no podemos movernos del sitio.
Primero me entretengo observando el desierto que atravesamos, con frecuencia lleno de mierda, y luego observando a lo lejos la boca de un volcán que fuma su pipa echando largas bocanadas.
Pero no tarda en aparecer el mareo y sus consecuencias, que llegan hasta el interior de la vesícula. ¡Todo un placer!
Tras esos 420’ paso el resto del día en la cama del hotel, tomando muña (menta andina). Me propongo hacer lo necesario para no repetir eventos similares. Y lo cumpliré. Ha sido un día aciago, sólo aliviado por un masaje de más de una hora con que me ha regalado la fisio del hotel antes de acostarme.
Puno, junto al lago Titikaka (Titicaca o Titiqaqa, el nombre es quechua, una lengua que nunca se escribió hasta el siglo XVI), es una ciudad que crece más que por un desarrollo social y económico, porque la televisión es muy mala.
Su puerto, abarrotado de lo que yo llamo “pateras”, tiene una contaminación que no creo que se pueda medir. El nuevo presidente del país, con apellido de la Europa oriental y nacido en EE.UU. ha prometido que construirá 12 depuradoras (jejeje).
Así es que animados por un futuro tan prometedor, qué pueden hacer los nativos sino llevarnos a Uros, a ver las islas flotantes hechas de totora, y luego a disfrutar de la hospitalidad de Lidia en Amantani (su hija, una adolescente muy aseada da clases a los niños de la isla, gracias a las donaciones de la agencia de viajes que nos ha organizado el viaje. Está agradecidísima. Nosotros también).
El espectáculo en Uros es totalmente turístico, como lo es en África el de los batusi o la visita a los nativos en Etiopía; eso sí, ligeramente diferente a las reservas de indios de los Unidos Estados del continente americano; porque esos sí que se salen del tiesto (¡pobres!).
Subimos al templo del sol a ver atardecer en lo alto (buen pateo), bajamos a cenar a casa de Lidia y, por la noche, nos disfrazan para que bailemos y bebamos cerveza en el salón del pueblo.
En estos actos, el comportamiento de las personas delata sus orígenes de inmediato. Los mediterráneos se comportan (nos comportamos) siempre igual, pero los centroeuropeos, incluidos los anglosajones, pasan de una timidez preocupante a otra actitud más preocupante aún. Entonces es cuando a mí me apetece irme a dormir. Enciendo el frontal y desando lo andado, aquí siempre cuesta arriba.
Antes de las 6 de la mañana abro la ventana, desde la que se ve allá abajo el Lago Titikaka, para que penetren los primeros rayos del sol que ha prometido visitarnos a nosotros los primeros.
El cielo está limpio y una pequeña embarcación va bordeando la costa empujada por las lentas remadas de un hombre que permanece erguido en la proa. Es una diminuta sombra oscura sobre el fuego con que van tintando la superficie del lago los primeros resplandores. Fuera hace frio, y dentro también. He dormido con tres mantas. Las ventanas cierran pero menos.
La llamada a desayunar alivia nuestra espera. El desayuno es apetitoso y bien cocinado, como lo fue la cena. Siempre con productos de la tierra. Para finalizar muña, la deliciosa menta andina o la siempre presente coca.
Dejamos Amantani y nos dirigimos a Taquile, otra isla en este gran lago de más de 250 km de largo y otros 50 de ancho de media. Tiene unas costas en Bolivia y otras en Perú. En sus altiplanicies se cultiva la mejor “quinua” y su altitud lo hace único en el planeta.
Pasamos parte del día en Taquile, visitando una de sus principales aldeas. La plaza principal, de tierra, está sembrada de jóvenes europeas que toman el sol tiradas aquí y allá, como lo harían en cualquier playa del mediterráneo. Todo un espectáculo.
Unos pequeños torreones de adobe, así como los edificios que la rodean, también de adobe y ladrillos, le dan un aspecto pseudocolonial por su forma. Al pie del torreón principal hay un hombre y una mujer vestidos con atuendos de típicos, probablemente para suscitar los deseos de ser fotografiados y también quizá para conseguir alguna propina a cambio.
A mediodía nos adentramos en el pueblo y vamos a comer a un restaurante en el que volvemos a disfrutar de una comida agradable, entre la que quiero destacar una trucha muy bien cocinada.
Luego, un hombre nos hace una demostración de cómo obtener en un instante champú de una planta llamada “chujo”, así como lo suave que queda el cabello tras ese tratamiento. A mi esos placeres no me interesan en absoluto. Cuestión de casta (no caspa).
Bajamos hasta el puerto por una senda intrincada, pues el pueblo está en lo alto, y tomamos de nuevo la barcaza hasta Puno.
Cubierta la etapa de la visita al lago Titikaka, nos disponemos durante un día y medio a visitar dos lugares singulares:
Han pasado siete días…
De entre el templo Fálico en Chucuito (junto a una iglesuela casi románica), la necrópolis de Sillustani y Aramu Muro, me quedo con la última.
Nos lleva un conductor silencioso y un guía muy reservado, aunque una vez que le manifestamos nuestro interés por conocer algo más profundo, esotérico y espiritual, el guía comienza a hacerse un poco más abierto y locuaz, pero sin elevar demasiado la voz.
Hijo de madre aimara y padre quechua, domina las dos lenguas. Llegamos junto a la montaña y nos aleja un poco de ella para mostrarnos la “puerta tridimensional” con más perspectiva.
Hablando de un modo impersonal y dejando lo que dice casi siempre en boca de los pocos habitantes de un caserío próximo, pero sin dejar de lado lo que la historia asume, no hace observar algunas similitudes entre el perfil de la montaña y la carena de un cóndor o el perfil de seres gigantescos.
La puerta es una hornacina de forma trapezoidal, suficientemente alta como para que pudiera pasar un ser gigantesco y de más de un metro de ancha. Cuenta con una pequeña hendidura a la altura del ombligo y con otras dos hendiduras verticales más profundas a lado y lado, distanciadas 60 centímetros aproximadamente de la puerta.
 Cuentan (se dice) que fue construida por seres gigantescos para pasar a otra dimensión, tras un rito que suponía finalmente poner el ombligo en la hendidura central.
Nos dice que los vecinos del poblado cercano, algunas noches, ven luces y oyen ruidos en el lugar.
Y un en un tono algo jocoso, cuando ven que alguien llega a visitar el lugar, comentan: “si sólo hay una montaña y una puerta horadada, ¿vienen a ver los ovnis?”. Parecen estar acostumbrados a que ocurra lo que ocurre, y a que algunos vayamos a visitar el lugar. No demasiados porque ahora estamos absolutamente solos.
Mi compañero se aventura un poco a la experiencia “del ombligo”, mientras yo observo desde lejos junto al guía. Finalmente vuelve junto a nosotros sin acabarla  a disfrutar del relato del guía (tenemos pagados los hoteles y el vuelo de vuelta y no quiere perdérselo).
Siguiendo con el relato esotérico al que alentamos al guía, nos dice que el lugar pudo haber sido construido por una raza de gran altura (5 ó 6 metros) y de sangre dorada. De la sangre de los que fueron enterrados dicen que provienen las minas de oro.
Que su cultura fue “recontrasolar”, la cultura “muria”, un mundo anterior a la Atlántida, de la cual algunos se mezclaron con los entonces “humanos”. Que viajaban en naves y que en algún momento se petrificaron.
Una vez al año viene un grupo de seres humanos con sus maestros a realizar una ceremonia. Pasan uno o dos días y los que están preparados, son personas puras, dicen que su espíritu pasa a otra dimensión, a un mundo mejor, al nivel 7.
Para ello hay que alcanzar aquí el nivel 6; y parece que los más equilibrados de los humanos estamos (están, están…) en el nivel 3, pues nos lastra el egoísmo y la envidia (seguro que eso sí es pura verdad)
Acusan a los conquistadores (invasores) y a las creencias religiosas que traían asociadas de ocultar estos lugares, ritos y creencias. Que fueron durante muchos años sus principios, y que habían permanecido vivas durante sucesivas evoluciones culturales.
Finalmente, antes de partir del lugar, lugar que a mí me parece totalmente singular y en el que percibo una sensación que no he olvidado ni un momento, nos informa del alineamiento de esta puerta con otros lugares míticos de sus ancestrales culturas.
Al volver cruzamos la capital aimara. El chofer nos comenta con cierta congoja, que hace pocas semanas quemaron al alcalde; al parecer su gestión no era la que esperaban. Y también con cierto pesar añade que “los aimaras son muy brutos”. Mientras el guía permanece con la vista perdida y en silencio.
Por la carretera, camino  de Bolivia, nos encontramos dos parejas o tres de ciclistas, cargados con sus alforjas y algo separados. No tengo ninguna duda de que forman parte un grupo. Me dan envidia.
Ahora comentaré algo de Pisaq. Y es que después de Aramu Muro me va a costar darle importancia a cualquier otro resto cultural del pasado.
Sobre un cerro muy suave se levantan varios cilindros, con la base algo más grande que su parte superior, a modo de troncos de pirámide. Las piedras que los forman están perfectamente acopladas, como la inmensa mayoría de lo que queda de sus edificaciones importantes. Algunos tienen una pequeña puerta de forma trapezoidal. Y parece que se trató de un lugar funerario; aunque también dicen que guardaban semillas en su interior.
Llama la atención que algunos cilindros han sido afectados de forma importante por rayos, porque el lugar es propicio a las tormentas. Y eso hace pensar respecto del magnetismo o carga eléctrica del lugar.
Desde esta elevación se puede observar meridianamente la isla circular totalmente plana, como cortada por una cuchilla, que ocupa una parte importante del misterioso lago Umayo, que se encuentra a nuestro lado. El guía nos dice que la visitó hace algún tiempo, que en ella vivió un tiempo con un conocido y maestro suyo, el cual tiene escrito un libro. Nos habla del Mensaje de los Apus, de Rubén Iwaki y de un tal Oscar Kaisi. Lo dice con excitada ilusión.
Volvemos al coche por la única calle que hay, flanqueada por tenderetes de recuerdos. Vamos saludando a las vendedoras que ya recogen porque el sol se va a la otra parte, que también lo necesitan. Y a la vuelta nos resalta las diferentes formas de riego que aún se practican, lo que una vez más pone de relieve la importancia que los pueblos anteriores a nosotros han dado a la agricultura, a la tierra, a los astros, a las estaciones, y en suma a lo único que permanecerá, aunque no sé de qué manera.
El traslado de Puno a Cusco decido hacerlo volando, desde Juliaca, que Puno no tiene aeropuerto. El ómnibus contratado promete 10 horas de viaje, aunque ahora si con alguna parada, pero no quiero correr riesgos.
La compra del vuelo por internet desde el hotel resulta complicada (más de media hora de teléfono, y subiendo 20 € cada 10 minutos… jejeje). Pero al día siguiente resulta que hay huelga de transportes de turistas (es una forma de llamarla, pero sí, la hay), así es que contrato con el hotel que alguien me lleve al Juliaca, a tiempo para tomar el vuelo (13:30). A poco más de las 10 me recogen. Pero comienza el ir y venir de aquí para allá por entre el caos de la ciudad, buscando pasajeros incluso tocando al timbre de sus casas, que por cierto “ni caso”; y yo a ponerme tenso. Con ya un cabreo tamaño “king sice” le digo al conductor que hay un compromiso de llegar a hora a Juliaca, a lo que me contesta que sí. Pero incluso ya en carretera – hay 50 km – la situación no mejora. Le digo que si pierdo el vuelo la vamos a tener parda y parece que algo se acelera, mientras comparte un helado con una señora que viaja junto a él leyendo un periódico sensacionalista (casi todos son así); en la portada hay un asunto de sangre y faldas. Pero en Juliaca todo se pone aún mejor, porque hay que esquivar a los piquetes de huelga.
Tras más de un centenar de vueltas por callejuelas, y otras tantas preguntas mías de “cuánto falta”, llegamos al aeropuerto al filo de las 13:00. Salgo disparado y me encuentro con una sola ventanilla y una cola de unas 200 personas, la mayoría guiris. Como no había podido sacar el “boarding pass” el día antes, busco a una azafata, le cuento la papeleta y me toma la maleta para ver si tengo que facturar. Y sí, pesa más de 8 kg (11,5)… A partir de ahí no sé qué le digo, pero me pide el pasaporte, va tras el mostrador y me trae la tarjeta de embarque.
Le doy las GRACIAS más que merecidas y tomo el vuelo. Otro viejo Boeing pilotado por alguien que, o tiene parkinson o nos lleva sin despegar atravesando montañas. Lo bueno, que la tortura dura solamente 35 minutos. Miro el reloj, es martes y 13.
Cusco me recibe envuelta en una humareda homogénea que, en nariz, da pie a afirmar que algo se quema. Y sí, la quema de los restos de una cosecha se han trasladado a otras y a todo el secarral  que encuentran alrededor, tras un largo y seco invierno.
Desde lo alto, me faltan dedos para contar sus iglesias, que luego comprobaré están adornadas de portadas de un barroco mixto, porque mezclan sus dioses (normalmente animales) con símbolos de la religión de los invasores europeos. ¿Quién era más salvaje?, eso está por acordar.
Las iglesias o catedrales son todas de dos torres, lo que supone que están dedicadas a alguna virgen.
Todos los taxis me piden 20 soles para llevarme a “la Casa de Fray Bartolomé” (el hotel), excepto un joven que me pide 15; me voy con éste último, que por cierto acaba de estrenar un toyota comprado con un préstamo. Luego le daré 20 soles y le diré que se quede con las vueltas.
Me instalo en el hotel cuando todavía están arreglando habitaciones. Vuelvo a percibir que esta labor la hacen solamente hombres. Seguro que hay un motivo, o si no que le pregunten a DSK.
El resto del día visitando la ciudad, especialmente el enorme mercado. En él tomo un delicioso zumo de mango, fresas y jengibre (hasta tres vasos) y me harto a escudriñar sus productos y sus gentes. Así hasta que en la tarde llega mi compañero. Tras unas vueltas por la plaza de Armas cenaremos pizzas en un restaurante un poco pijo, en el que la gente no se mira a la cara, sino continuamente al celular.
Al día siguiente, ya reagrupado con mi compañero, volvemos al mercado. Allí comemos una sopa de quínua y una deliciosa trucha, sentados en un poco de uno de los bancos que se agolpan donde sirven las comidas. Nos sorprende el lavaplatos que utilizan: un barreño con agua en el que meten y sacan los platos. ¡Lo contentas que se van a poner mis bacterias cuando vean personal nuevo!
Nunca he tenido problemas en ninguna parte del mundo; sí un enriquecimiento importante de mi riqueza bacteriana. Sé que sin ellas no podría vivir, de modo que hay que estar agradecidos.
Más adelante tocará Valle Sagrado, con algunas paradas de poca relevancia, entre las que hay que destacar la correspondiente a la comida, en un lugar paradisíaco, que al parecer fue la residencia del gobernador cuando se fijó aquí la capital. Cierto que lo que ahora es el pueblecito tiene una estructura que no difiere en absoluto de los pequeños pueblos de la Mancha o Extremadura. Una calle larga a lado y lado de la carretera, y alguna que otra mansión o estancia separada a uno y otro lado. En una de esas, fantásticamente rehabilitada, convertida en “casa rural” con jardines y cómo no, su iglesia en un lugar privilegiado, es donde nos preparan el “bufé-libre” (yo lo llamo “la bufa de la gamba”, por ser el lugar en el que los centroeuropeos se manifiestan como seres desenfrenadamente hambrientos ante una orgía brasileña. “Orgía brasileña” sólo hace referencia a comida, lo otro es bacanal). ¡Dan pena!
El Valle Sagrado es realmente impresionante. Ante tal santuario natural no caben palabras, sólo mirar y admirar.
Y finalmente OLLANTAYTAMBO. Como todas las grandes construcciones Inkas, el lugar está inacabado. ¿Por qué?...
Considerada como la mejor construcción Inka, tanto en calidad de la ingeniería como en diseño, elección del lugar y un largo etcétera; no escatiman en argumentos para justificar que quedara inconclusa.
Que si los lugares de las batallas debían de ser destruidos (y allí se libró una), olvidados, ignorados o abandonados para liberar el espíritu de los que allí morían; o que ante el riesgo de que no fuera un éxito por el riesgo de que se desmoronara, tras contar con la alianza de otros poderes, lo declaraban lugar no grato. Una incógnita.
Uno y otro argumentos son adoptados por diferentes corrientes historicistas para explicar tanto esto, como cómo traían hasta el lugar piedras de decenas de toneladas que luego encajaban perfectamente unas con otras, sin que sus superficies fueran (sean) planas; es decir, que hacían coincidir las partes cóncavas con las convexas. Y todo ello valiéndose al parecer de piedras de río y poco más como herramientas.
Que si 10.000 personas trabajando ordenadamente, que si troncos, arena o piedras de río para transportarlas (deslizarlas) ¿también montaña arriba?, porque montaña abajo caen por su peso. Todo ello pretende soslayar un completo desconocimiento de lo que fue y da abrigo a múltiples teorías.
Ollantaytambo, edificado sobre una construcción Guari, pre-Inka, está orientado al este, y resulta un monumental espectáculo de piedra, enclavado en una enorme vaguada entre dos montañas. Distribuido en gradas muy bien diseñadas con drenajes y accesos insuperables; y una vez más (no me canso) una sillería única por el tamaño de las piedras y por su perfección. Nos dicen que está construido al 25%, y que fue abandonado ante la amenaza de posible derrumbe (una teoría). Para ello Guachacute buscó la complicidad de los sacerdotes, ya que de continuarlo y fracasar, podía suponer la muerte del inka.
No parece caber ninguna duda de que uno de los objetivos principales era agrícola. La orientación, los drenajes y el acceso al indispensable riego (agua), así lo confirman.
En las construcciones inkas siempre hay un binomio: piedra y agua. Por cierto que esta última la conseguían de una laguna que hay en la parte alta, que da un caudal actualmente de 4 m3/seg.
Cuando llegamos a lo alto se pueden ver las filas de tenderetes abajo vendiendo todos los recuerdos que resulta imposible pensar que estén fabricados aquí en Perú. Y es que es así vayas donde vayas. Y al final todo, aunque no lo ponga, es “made in RPCH”, para “disimular”.
Una reflexión final. Puesto que estos lugares parece que tenían como objetivo la “investigación” para la mejora de los cultivos; es predecible que aquí trabajaran tanto en la construcción como después, geólogos, astrónomos, ingenieros, arquitectos y agrónomos.
Ahora sólo veo guías turísticos y vendedores de recuerdos. Todo un avance de la civilización en los últimos 5 siglos.
Desde aquí parte también el “camino del Inka”, recorrido que se hace a pie hasta Machu Picchu durante 4 días. Si bien el record está en 6 horas menos cuarto.
El Décimo Día (DD), tomamos el tren hacia Aguas Calientes, ciudad más próxima a Machu Picchu. La estación es pequeña y está perfectamente desorganizada por una veintena de seres clonados. La cola es la que corresponde al lugar y a los que la forman (¡ojo! hay argentinos).
El tren hace chu-cu-chu-chu-cu-chu y va junto al río. Tiene el techo acristalado y sus azafatas nos ofrecen frutos secos, galletas y té, durante la hora y cuarto que dura el recorrido.
Vamos por la parte baja del Valle Sagrado hasta Aguas Calientes, desde donde a la mañana siguiente, nos llevarán hasta Machu Picchu en unos ómnibus “ecológicos” (son viejos y ruidosos, pero potentes, Mercedes a gas-oíl que aunque apenas huelen sus gases ¿dónde estará la ecología?). Suben y bajan continuamente por la estrecha e intrincada carretera sin rozarse ¡Sorprendente!
Aguas Calientes es una ciudad turística: tiendas de recuerdos, hoteles, restaurantes, casas de masaje (ahora ya hay en todas partes, jejeje).
A primera hora del día siguiente (el décimo primero), tras una larga cola nos embutimos en un ómnibus que ruge montaña arriba hasta lo que el saqueador yanqui Bingan dejó de Machu Picchu (se llevó más de 50.000 objetos a golpe de pico y pala; vamos lo que Sancho Panza diría “joputa”).
Descubrir de nuevo el lugar tras 4 siglos perdido, fue obra de un tal Arteaga, vasco, en 1911. Una de las tres familias que vivían aquí. Él fue quien se lo mostró a Bingan, que buscaba la última ciudad inka, y creyeron que era esta. Craso error, fue Bilcabamba, situada en el interior de la selva y destruida por ellos mismos.
También colaboraron posteriormente en la destrucción los sucesivos presidentes del país. Un obelisco situado en el centro de una explanada fue retirado y se rompió, para que “aterrizaran helicópteros” en la celebración de la conferencia de países “no-sé-qué-americanos” (orden de un tal Alan García); otro presidente “de ojos rasgados” permitió que hicieran un anuncio de cervezas y como consecuencia se cargaran una parte emblemática del monumento al sol; y más cosas que nunca sabremos.
Al final vino la UNESCO y lo hizo “Patrimonio de la Humanidad”, al filo de ser privatizado por el presidente que ahora está en prisión (pobrecito, entre ratas, y seguro que injustamente). ¡Qué ojo tienen los de aquí para elegir gobernantes!, nada que envidiar al resto del mundo.
Bueno, pero, aun así, “el lugar es un espectáculo”. Fue al parecer una universidad, un centro de investigación y quizá también un lugar sagrado. Aunque a mí particularmente lo que más me impresionó, pasando por encima de los casi 3.000 “homos varius” que me rodeaban, fueron las moles montañosas que lo rodean. Sorprendido por los innumerables “selfis” de los que me rodean, señalando con el dedo o levantando los brazos para echar a volar cual “pato mareado”, me esfuerzo en escuchar a nuestro guía particular que se ha instalado en la garganta una grabación monótona e insulsa y nos condena a escucharla durante más de dos horas. No me aporta nada.

Al final, ya liberados, andamos (o anduvimos, que éste verbo no se me da bien) hacia atrás una pequeña parte del camino del Inka. Una maravilla, especialmente para dejarme muy claro que lo mejor había sido tomar el tren. A juzgar por el puente final que se ha de cruzar para llegar, el camino no es apto para adolescentes como yo. Hicimos lo correcto.
Cuatro horas después, tras una larguísima cola de más de 100 metros tomamos de nuevo el ómnibus tumba abajo.
Hemos hecho amistad con una joven brasileña que trabaja en México en una empresa farmacéutica española (a eso ahora se le llama globalización), y compartimos la comida en el primer restaurante que encontramos. Hay hambre. La chica es muy normal, necesita un psicólogo, como cualquier ser humano del mundo “occidental” (qué querrá decir esa palabra) que se mira al espejo un día y se da cuenta de que está todavía vivo. Le damos algunos consejos de “grand father” (¡pá lo que hemos quedao!) y nos despedimos (varios días después me dará por internet las gracias. Si hubiera o hubiese gloria, que nasty de nasty, nos esperarían con one enormous limousine).
La tarde es gris. Busco una camiseta que ponga “Since 1947” para tranquilizarme y no la encuentro. Finalmente compro un sombrero que pone “Machu Picchu” y me conformo.
La tarde se consume entre paseos, pisco y picaditas.
Amanece un día espléndido, así es que vamos de caminata por la vía del tren, junto al río, hasta un supuesto parque natural o reserva, que tienen semiprivatizado. Cual pardillos, antes de entrar nos dirigimos a una casa de madera que hay junto al río a anotar en el libro registro nuestros nombres, por si desaparecemos en el la fronda boscosa. Allí, una joven que apenas articula palabras en castellano, nos cobra 5 soles; y también nos informa de que si desaparecemos nadie nos buscará. ¡Guay!
El lugar es interesante. Seguimos una larga senda muy interesante que acaba en una cascada y una enorme poza. No puedo resistirme y me lleno de energía en sus frías aguas, ante la sorpresa de dos parejas que se abrigan al sol con gruesos anoraks.
Si alguna vez te preguntan ¿vudú o muerte?, elige vudú, porque si eliges muerte primero te harán vudú.
La vuelta viene al pelo para comer y volver desde Aguas Calientes al Cusco. En el tren nos tocan de acompañantes una pareja de ancianos japoneses. El hombrecillo hace fotos y película sin cesar (hasta a una mosca que hay en el cristal, en serio), y por la otra parte a una oriental que trabaja en Río (de Janeiro), que viaja con una amiga, y una pareja de novensanos mexicanos (ella embarazada), pero del norte de México; es decir, norteamericanos. Todos hablan en muy buen inglés (excepto yo), también francés; y las brasileñas portugués y algo de castellano.
El Cusco, antigua capital y sin duda el lugar más importante del imperio Inka, da mucho de si. Allí visitamos con detalle el Qoricancha (Templo del sol; “uno de los…”) y los sitios arqueológicos de Sacsayhuman, Quenqo, Puca Pucara y Tambomachay.
Detenerme en detallar cualquier cosa de estos lugares requeriría un largo texto posiblemente aburrido. Así es que sólo destacar que en su mayoría están o inacabados o semidestruidos para utilizar las piedras en otra construcción o para edificar sobre sus ruinas otro templo, palacio o catedral (lo último lo más normal).
Y el domingo WARACHICUY. Tras el Inti-rainin que se celebra en junio, y es la fiesta más importante del Perú Inka, ésta, organizada por el Instituto de Ciencias, es de notable espectacularidad.
Resumiendo, se trata de competiciones que han de superar los jóvenes para ser considerados adultos: casarse, ir al ejército, trabajar, etc. ¡Qué poco atractivo!
También les llaman “olimpiadas inkas” porque son pruebas físicas, como por ejemplo que dos o más jóvenes se enfrenten en noble lucha sobre un puente colgante, pasar de un lado a otro de un río colgado de una cuerda utilizando las manos y otras más parecidas.
Tomamos un taxi muy temprano y estamos en la enorme explanada de Sacsayhuaman cuando apenas hay organizadores y policías con perros recorriendo el recinto. Nos sentamos en una grada; y allí nos localiza una profesora del Instituto de Ciencias, que se encarga de la organización, invitándonos a que nos pongamos en la tribuna. Se sienta con nosotros y compartimos hasta que comienza el espectáculo, que se prolonga hasta las 2 de la tarde; casi 7 horas desde que llegamos.
Es un espectáculo colorista hasta su máxima expresión, con trajes, banderas (por cierto con los colores del arco iris, que es la que agrupa a todo el “imperio”), disfraces, música, mensajes, canciones y, por supuesto, la presencia del Inka y de “la inka” (¿), que presiden, dirigen y son llevados en andas al principio y al final del espectáculo.
Pero yo me quedo sobre todo con el mensaje del INKA, con lo que exigía a su pueblo:
NO SER PEREZOSOS
NO ROBAR
NO MENTIR
[Con razón los exterminaron, seguir esos principios supondría acabar con la sociedad actual]
Por la tarde nos despedimos de la ciudad. De la que nos quedamos con una idea bastante completa, así como  de lo que es el sur de Perú, la parte central de lo que fue el Imperio Inka. Nos faltará el centro y el norte, éste último lo echaré de menos sobre todo por la Cordillera Blanca.
Cuando al día siguiente comenzamos a volar la Amazonía, envuelta en bruma y en el humo de los constantes incendios, no siento la euforia que esperaba. Me centro en contar los meandros del río Madre de Dios, que es uno de los nombres que recibe el que luego será el Amazonas. Los ojos se me quedan a menudo pegados a las parcelas carbonizadas, aún más negras a causa de la lluvia.
Tomamos tierra en la explanada que hace de Aeropuerto en Puerto Maldonado. Nos espera una furgoneta zancuda, sin cristales y pintada con motivos de la selva. Y nada más subir comienza a desplomarse la masa de agua que permanecía colgada a pocos cientos de metros, para acabar haciéndolo de golpe. Agua que penetra en el interior a pesar de que bajamos las cortinas de hule y las sujetamos con las manos.
Cruzamos parte de la ciudad, nos parapetamos en una media porchá y saltamos al cobertizo, donde lo primero que vemos es la clave del wi-fi apuntada en la pared. El corro que se hace frente a ella me recuerda cuando salían las notas en el instituto o en la facultad.
Durante la hora en que el agua convierte en ríos las fangosas calles, disfrutamos de un silencio al que le hace coro el tintineo del agua en el exterior. Todo el mundo mira una u otra pantalla, ajenos a cualquier otra cosa.
Cuando amaina, cruzamos a comprar galletas en un kiosco, sorteando tuc-tuc y charcos de profundidad indefinida. Miro aquí y allá, donde los edificios de una altura, en apariencia semi-terminados, están llenos de carteles; sobre todo anunciando clínicas dentales.
De nuevo en la zancuda hacemos un recorrido por el pueblo, que tiene un diseño similar a cualquier sub-sahariano, patagónico o del sudeste asiático. Muy pocas diferencias. Luego cruzamos un puente espectacular, construido para la carretera que une Pacífico y Atlántico a través de la selva, y recaemos en un embarcadero donde nos espera la patera que nos llevará por el río Madre de Dios a nuestro destino.
Durante la hora y media del trayecto podemos ver a los buscadores de oro allá donde hay un recodo y la corriente deposita arena en las crecidas. Ahora, cara al verano, el río lleva muy poco caudal, a pesar de lo cual tendrá más de 300 metros de ancho de media. Sus aguas son de color marrón, tintadas por la tierra y restos vegetales que arrastra.
Pasamos por algunas edificaciones de madera preparadas para el turismo. Uno de los guías que nos acompañan nos dice al pasar por una de ellas, que es de lujo, y que hace unos meses la alquiló Mick Jaguer para un grupo de amigos durante un mes.
Le pregunto por los incendios y dice que son para librarse de la paja de las cosechas y para conseguir más espacio para el ganado. Cuando le manifiesto malestar me dice que las familias tienen que comer y que no hay muchas posibilidades de hacerlo de otra forma. No le creo, seguro que hay algo más que les induce a esas conductas.
El otro hombre duerme plácidamente apoyando la cabeza en un travesaño. Una joven francesa y su compañero hacen fotos y miran con los prismáticos, y yo hago fotos sin parar, pero sin cámara.
Nos dan unos plátanos y nos dicen que tiremos las pieles al agua, que algo tienen que comer las pirañas (seguro que es broma; o no).
Cuando llegamos nos recibe un ejército de mosquitos hambrientos y bien entrenados; y José, un hombretón maduro y guasón, de ascendencia vasca, que es el encargado de conducir a los 14 hombres que trabajan allí. Cuando nuestra relación se hace fluida me confiesa lo duro que es pasar tres meses seguidos allí, sin mujeres, manejando a los 14 mentados. Me dice que fue el responsable de un gran hotel de lujo en Lima, pero que al hacerse mayor dejaron de “quererle”. Que sirvió a muchos personajes importantes, entre ellos a Juan Carlos. Luego, con la ternura de un vasco, me dice que tiene en Cusco una hija pequeña y una mujer 20 años más joven que él, a las que echa de menos. Nos reímos.
Nos asignan una de las casas de madera, edificada sobre pilares, con mosquiteras y doble puerta, todo para evitar serpientes u otros animales no deseados; está al final de uno de los largos pasillos de madera, también sobre troncos, que se distribuyen a uno y otro lado del pabellón principal. Comemos frugalmente, y aún damos un largo paseo por la selva con uno de los guías hasta que nos abandona la luz. Lo que más ilusión me hace es verme rodeado al anochecer por infinidad de luciérnagas voladoras, que adornan el aparente desorden de la selva.
A la vuelta, apenas hay luz (sólo cuentan con energía solar), y nos advierten que de 10 de la noche a 5 de la mañana no habrá ninguna. Llevamos frontales para indicar a los insectos donde nos encontramos. Hay que ser solidarios.
Hasta que ponen la cena nos entretenemos jugando al ping-pong y al futbolín; en el primero casi hay que adivinar la pelota por la poca luz. El francés juega mejor que yo, y el belga y el italiano juegan como el francés. ¿Entendido? vamos, que ni la que juego a dobles.
Después de cenar salimos en un bote a sorprender caimanes; con poca suerte pues sólo nos encontramos con dos. Sus ojos brillan sorprendidos a la luz de nuestras linternas.
El día siguiente, que empieza cuando sale el sol, a las 6 de la mañana, comienza nuestra andadura con el desayuno. Luego pasaremos la mayor parte del día caminando por sendas y remando por los canales que se adentran en la selva, para fotografiar tarántulas, caimanes, tortugas, aves, a las pirañas saltando y, finalmente, la selva desde un mirador a 40 metros de altura. En los canales no hay mosquitos; el guía me dice que porque estos canales son ácidos.
Tras la comida cruzamos a la isla de los monos a  darles plátanos. No comprendo cómo no los han aborrecido, todos los días plátano.
Y más futbolín y más ping-pong.
La comida es original y muy agradable. Frutas, papas y todos sus derivados. Y entre los pocos que somos nos relacionamos bien (la pareja de franceses porque son guay, el hongkonés porque no habla y los belgas, porque se fijan mucho y nada más); hasta con los alemanes de otro grupo que están celebrando un cumpleaños gastamos bromas… ¡y yo que creía que estos en vez de cumplir años lo que tenían era fecha de caducidad!
La vuelta en patera a Puerto Maldonado es suave y relajada. El vuelo a la capital hace escala y resulta más largo, y luego Lima ya no da para mucho.
Visitamos su horrendo y sucio mercado, y de nuevo la plaza de Armas, precisamente en un día de huelgas en que lamento no llevar la cámara de fotos.
Para controlar a un grupo de huelguistas con pancartas, el parlamento está rodeado de antidisturbios con todo tipo de recursos (nos colamos porque el taxi hace una maniobra temeraria). Mientras, frente al edificio del gobierno una banda de música toca ritmos sudamericanos tras las rejas, con los instrumentos recién abrillantados y los uniformes de domingo. Bailo bachata con una voluntaria junto a un grupo de mirones que hacen fotos a los músicos. Luego me llaman la atención, separados en una esquina, dos hombres de riguroso luto, con un toque blanco en el cuello de la camisa, y con unas chaquetas varias tallas menos (se ve que aquí los sastres no se atreven a decirle a los clientes que han engordado), que encandilados por la música, miran embobados el baile.
Con la visita a un museo y comprar algunos recuerdos se cierra la mañana. A la noche, la cena en un restaurante de lujo, cuyo menú parece pensado para Obelix, nos ayuda a deshacernos del dinero restante. Otra cosa es la cara que pone el camarero cuando le pagamos con las monedas amontonadas sobre el mantel. ¡Lástima que tampoco llevo la cámara!
Y de nuevo aeropuerto, interminable vuelo medio dormidos, tren y regreso.
Sólo ha sido: un poco de Perú.