domingo, 14 de enero de 2018

TÚNEZ - 2017/2018

Es de madrugada, apenas las 2, cuando la luna en cuarto creciente nos mira avanzando por las calles solitarias; una arrastrando la maleta y el otro con la mochila de travesía descansando en las caderas.
El autobús parte apenas llegar. Viene de Sevilla.
El duerme-vela es interrumpido dos veces, ambas por paradas obligatorias, antes de llegar a El Prat; en los dos casos llovizna, el suelo está muy mojado y hace un frio húmedo.
En El Prat hay que bajar rápido porque el coche continúa hasta Barcelona.
Miramos los paneles y nuestro vuelo ya tiene asignadas ventanillas de facturación, pero éstas no abrirán hasta dos horas antes de la salida, como es habitual. Así es que esperamos sentados en un banco, viendo como poco a poco se va formando ante los puestos de facturación la sempiterna cola de los aeropuertos.
Sí, creo que aeropuerto debería ser sinónimo de cola. Se hace cola para todo, aunque sea innecesario. La más grave la que se establece ante la puerta de entrada al aparato, que dura muchos minutos, y eso que ya se tiene el asiento reservado. Se prefiere el plantón de la cola y la posterior espera dentro hasta que se llene el puro de la aeronave, a sentarse fuera y solo entrar cuando se haya abierto la puerta. Algo parecido a una ansiedad colectiva y generalizada.
El vuelo tarda hora y media en llegar a destino; y salvo el despegue que más se parece al de una lancha fuera borda dando bandazos (posiblemente turbulencias), el resto es tranquilo. Volamos casi en línea recta hasta Sicilia y enseguida estamos aterrizando.
Ya en el aeropuerto de Túnez, Coral, Mariona, Ismael y nosotros, decidimos esperar a Lola que viene de Madrid.
La espera se hace larga porque el vuelo se retrasa, como es habitual. Mientras esperamos, alternamos entre tomar unos tés y salir a disfrutar de la suave llovizna del exterior, más apetecible que el ambiente cargado de humo que se respira dentro, a pesar de que en teoría no se fuma.
Ya todos reunidos, un microbús (también llamado “fragoneta” en calé) nos lleva al hotel en el que pasaremos la primera noche. Es un edificio antiguo y remozado a base de pintura y poco más, pero resulta muy interesante puesto que es una forma de conectar con una realidad que otros lugares ocultan haciendo que el mundo sea falsamente uniforme.
A penas llegamos y nos instalamos, comenzamos a patear el barrio antiguo, en el que estamos, y a continuación el centro de esta capital, que rezuma por los cuatro costados haber sido colonia francesa. Nombres de las calles, avenidas y plazas, estilo arquitectónico de algunos edificios e incluso el nombre de los organismos oficiales.
En algunos casos incluso parece que el tiempo se ha detenido en la primera mitad del pasado siglo. Claro, si no fuera porque las “epiceríes” son ahora tiendas de teléfonos móviles, y porque nuevos vehículos comparten la calle con otros supervivientes de pasadas épocas.
Hace poco que visité Marsella, y hay calles que podrían intercambiarse sin que nadie se apercibiera de ello.
Comemos higos de pala a un dinar que nos ofrece un espigado anciano que arrastra su carrito de esquina a esquina; a continuación esquivamos una y otra vez a los vehículos que interpretan con flexibilidad las señales de tráfico, hasta adentrarnos en la parte nueva.
Llama la atención la embajada francesa, rodeada de soldados con bolígrafo tamaño “King size” y de bucles de concertinas, lo que ofrece una imagen fuera de lugar; incluso tienen un tanque estacionado en la puerta. Sabedores de que es una demostración de fuerza inútil e innecesaria, los soldaditos miran más las caderas de las paseantes que cualquier otra cosa.
Justo enfrente, en grandes letras rojas a mitad de la plaza, reza: I LOVE TUNEZ. Habitual por otra parte en varios países del mediterráneo; obviamente cambiando lo de Túnez por lo que en cada caso toca. Todo un ejercicio de coherencia con las concertinas, que no me extrañaría que fuera idea de la “inteligencia militar” (otra contradicción)
Cenamos comida tunecina excelente, guiados por unos amigos de Henda que son oriundos. Y, abundando en su amabilidad, acabada la cena nos devuelven a todos al hotel, aprovechando que las plazas de su Toyota Avanza son extensibles y nosotros de goma. Me gusta porque rememoro cuando subíamos siete en un 600 o incluso más en un 2CV.
Al día siguiente, la hora del desayuno se demora porque todo funciona al ritmo del país y no del reloj. La escasa luz de las lámparas de bajo consumo del comedor, ayuda a que los manteles parezcan blancos y cada cosa con el nivel de limpieza que le corresponde.
Ni se nos ocurre inspeccionar o poner pegas a nada de lo que nos ponen, el objetivo es desayunar. Esto es para mí norma obligatoria cuando viajo a cualquier país fuera de los que no me gusta viajar, que suelen coincidir con los que se parecen al nuestro y no tienen nada que enseñarnos.
Acabada la “prima colacione” y recogidos los bártulos, partimos. Hemos quedado a las 9 frente al Ministerio de Turismo, que aunque está relativamente cerca, decidimos dada la hora ir en dos taxis; taxis que dicho sea de paso son muy baratos. Pero para tomar un taxi es condición “sine quanon” que el taxi pare. No mola subirse en marcha, menos si está ocupado.
De modo que tras conseguir pasar el examen previo del conductor y tener dos a nuestra disposición; en el que yo voy, no tengo forma de convencerlo para que nos deje frente al obelisco (junto a él pasamos durante la carrera), que está a su vez frente al mentado Ministerio en el que hemos quedado.
Finalmente me conformo con que nos deje ante el tanque de la Embajada Francesa y el "I love Túnez". Sin duda el buen hombre quería que estuviéramos a buen recaudo. La carrera cuesta 1,80 dinares (65 cts. de euro), así es que le doy 2. Se lo merece.
El kilómetro que hay hasta nuestro destino verdadero nos cuesta casi media hora a pie, incluyendo un concienzudo peregrinaje en busca de algo parecido a la sal de frutas, en previsión de un problema de estómago en el desierto (vamos, como si no hubiera en el desierto donde desahogarse, sea por donde sea).
El mancebo que atiende en la farmacia, que al parecer entiende perfectamente la demanda en lenguaje universal, suministra finalmente un tranquilizante efervescente, que no hay que usar por suerte en todo el viaje. No tengo ninguna duda de que, amén de no entender nada de lo que se le dijo, se trataba de un gran observador y que su intención fue ayudarnos a tener unas vacaciones tranquilas.
Las pacientes compañeras que hacen guardia en el Ministerio de Turismo (aún sin pasar a formar parte de la plantilla) nos reciben con júbilo, como a alguien a quien se lleva esperando mucho tiempo y no se tiene la seguridad de que vaya a aparecer nunca.
Esto son cosas que no se entienden hasta que no se acaba el viaje, porque durante el mismo, está uno tan centrado en lo siguiente que tiene que hacer que no se tiene suficiente perspectiva. Vamos, que si el relato se escribiera de forma inmediata, parecería algo totalmente irreal, unas veces desolador y otras idílico.
Tras los abrazos, los contactos visuales de reconocimiento (nuevas tecnologías) y las presentaciones, diciendo cada uno nuestros nombres, nos acomodamos en la furgoneta e iniciamos el largo viaje que nos llevará primero a la Gran Mezquita, junto a la que comeremos en un restaurante próximo; y luego, tras otro buen trayecto, a cenar y dormir en las cuevas trogloditas, ya bien entrada la noche.
Porque aunque no estamos en el ecuador, ni mucho menos, aquí amanece antes que en nuestra latitud y el sol también se da más prisa en dejarse caer tras el horizonte.
Alrededor de la Gran Mezquita pululan los ya típicos cazaturistas, ofreciendo lo que en cada caso se les ocurre (hay que comer, y el hambre agudiza el ingenio).
En nuestro caso no dudamos en comprar estambres de “hibiscus rosasinensis”, como si fuera azafrán, té al doble de precio que en el supermercado y pañuelos de papel a precio de pañuelos de tela.
Además, pagamos para entrar a la mezquita y para hacerle fotos, ignorando que con el móvil no hay que pagar, así como que a mí no me van a dejar a entrar dentro de la propia mezquita, teniéndome que conformar con el patio; eso sí, un patio muy grande.
Y lo de no poder entrar no es por no intentarlo, sino porque el “cuidador” al que llamaré sacristán, cuando me ve descalzarme, me exige que manifieste que profeso su religión como condición para hacerme el paso expedito.
Le contesto que las creencias religiosas son algo que pertenece a la intimidad, cosa que no debe de gustarle, porque intenta insultarme llamándome primero italiano y luego español. Como no sé que es peor, no insisto.
Aunque eso del supuesto "insulto" son elucubraciones mías, pues quién sabe si el hombre lo que estaba castigando con sus palabras era solamente mi mala pronunciación del francés.
La verdad es que esto no me ha pasado en ningún otro lugar; me refiero a lo de negarme el paso a un lugar sagrado. Ni en Turquía, ni en Marruecos, ni recientemente en Líbano, donde incluso el Imán, en una de las mezquitas, nos invitó a los oficios religiosos del siguiente domingo, haciendo gala de un inglés de Oxford y una amabilidad  exquisita.
Antes de entrar a devorar la comida, porque hay hambre, se nos cuela la inevitable visita a una tienda de alfombras, uno de los reclamos de los países del Magreb. Las alfombras son parte de su artesanía, estén fabricadas donde estén fabricadas (incluso si lo están en Crevillente)
En el restaurante “El Brija“ me hago un lío con el menú y los platos y pido comida para media docena. Lo que unido a que el pescado a la brasa lo pasan un poco, y a que la “harisa” (salsa picante) aparece aquí y allá y no desaparece nunca, presiento que me va a costar doblar el número de abdominales de la mañana durante unos doscientos meses, que es más o menos el tiempo que tarda una vaca en hacerse vieja.
Henda, que ya observó que la noche anterior había cometido el mismo error, se ofrece a asesorarme en adelante sobre la comida.
El día es soleado, a diferencia del ayer lluvioso, y así continuarán todos los que permanecemos en el país. Eso potencia la fuerza del encalado de las fachadas, que contrasta con los azules o amarillos crema de las puertas y ventanas, y da un indudable toque de alegría mediterránea allá donde se mire.
Las palmeras, los espacios abiertos y el lento penduleo al andar de las chilabas que muchos visten, completan el paisaje.
Las carreteras son bastante aceptables. Largas rectas lógicas de un país apenas montañoso, que se pierden en el infinito horizonte.
Tenderetes de frutas, verduras y otros productos envasados, se alinean a un lado y otro de la carretera al pasar por los pueblos, en los que hay que sufrir los “sleeping policemen” (resaltos en la carretera para que se aminore la marcha); y entre pueblo y pueblo la venta en recipientes de plástico de los combustibles, compitiendo con las estaciones de servicio, casi todas de Oilibya (no Newton John, si no la petrolera del país vecino)
No faltan en los pueblos, y a veces en medio de un descampado, los minaretes, símbolos fálicos que reivindican el poder, al igual que en Europa las iglesias y catedrales, ahora perdiendo protagonismo a manos de bancos, empresas energéticas y otras de objetivos algo difuminados.
A un lado y otro de las carreteras, y a veces hasta donde alcanza la vista, se amontonan los plásticos, aquí predominantemente azules, auténtica plaga de tantos y tantos países en América, Asia y África.
Cada vez confío más en la capacidad de autodestrucción de la especie “sapiens”.
Llegamos al poblado troglodita de Douirete, con las ganas justas de cenar, muy placenteramente por cierto, y dormir, con no menos ganas.
El silencio es atronador, y quienes tenemos el privilegio de levantarnos, aunque fugazmente, a media noche, ya se sabe a que, disfrutamos de un cielo ya abandonado por la luna, pero ocupado por más de cuatrocientos mil millones de luminarias, necesitadas más que nunca de nuestros ojos.
Nos levantamos, a poco más de dos días de acabar el año, y nos recibe un desayuno purificador y un cielo azul que nos acompañará, primero en una sesión de Biodanza, made in Coral, y luego en un paseo por los poblados “bereberes”.
Desde que pisamos territorio relativamente puro, unos y otros, vamos sacando péndulos y varillas, y midiendo “bobis” aquí y allá. Luego, tras contrastar lo medido, nos sorprendemos con las coincidencias. Hay que remarcar, sin intención de establecer relación, que a partir de ahora y durante todos estos días, los móviles NO VAN A TENER COBERTURA Y QUE EN EL DESIERTO NO HAY WI-FI.
A pesar de esta fatal situación, acabaremos el viaje todos con vida, y sin que se registre ningún problema digno de mención.
Como la palabra tiene el poder que tiene, que es mucho, pero estamos en el mundo de la imagen, todo lo que leyendo este relato se pueda imaginar, no tiene parangón con lo que aportan los cientos de fotografías que todos nos afanamos en tomar en cada momento. Y eso que ninguno somos japoneses.
El viaje durante el resto de la jornada, en 4WD (también llamados 4x4 o todoterrenos) hasta el campamento de Zmela es toda una experiencia.
El conductor de nuestro Toyota Land Cruiser es el hombre perfecto para reparto de una película del desierto. Sereno, diestro con el volante y con un rostro color bronce que invita a confiar en el trabajo que hace.
El desierto, para quienes no lo hayan frecuentado, no son todo dunas. El desierto es eso, desierto. Unas veces es más llano y otras menos, unas con dunas y otras sin dunas. Incluso éstas pueden ser pequeñas o enormes, móviles o fosilizadas como en el norte de China.
El que atravesamos en este caso no nos ofrece demasiada dificultad, menos para el coche que llevábamos, y aun menos si le añadimos la pericia y el buen hacer del conductor.
Vadeamos algunas obras de una carretera que están haciendo las petroleras, así como también canalizaciones, supongo que de gas. Por suerte, aquí todavía no hay semáforos, aunque si de por medio están las petroleras, todo llegará.
A penas nos encontramos con dos o tres vehículos que van de acá para allá, amén de las máquinas de las obras, hasta que finalmente llegamos a nuestro destino, que podríamos calificar como “el principio del desierto”, porque a partir de ese punto, donde está el campamento Zmela, las dunas sí que ya van a ser bastante más considerables, y ya no nos vamos a encontrar con nadie; excepción hecha de la visita de dos “polis del desierto” en moto.
Me estoy refiriendo a los tres días que pasaremos de aquí en adelante con los bereberes y los dromedarios. Casi todos en el coche de sanfernando, unas veces a pie y otras andando.
Lo voy a llamar un paréntesis de más o menos setenta horas, entre las que se incluye el paso de un año a otro, y que salvo los hitos diarios que suponen las paradas para hacer la comida y montar los campamentos para pasar la noche, son un placentero caminar normalmente tras los dromedarios, siguiendo sus almohadilladas pisadas; aunque hay quien temporalmente se encarama a sus gibas, con el fin principalmente de le tomemos unas fotos los de a pie.
Ese maravilloso peregrinar propicia que nos agrupemos aleatoriamente, dejándonos guiar por la energía del desierto, que a diferencia de la de la montaña que es vertical y vigorosa, ésta resulta ser horizontal y transmisora de paz espiritual.
Para situarnos, repito, tengamos en cuenta que no hay wi-fi, y que ninguna empresa de telefonía ha puesto (todavía) repetidores. Así es que, cuando iniciamos el viaje ya sabíamos que se iba a tratar de una desconexión total con el exterior.
Algunos debimos de hacer acopio de grandes dosis de valor, ante la certeza de estar tanto tiempo sin “guasap”.
Finalmente no hubo desgracias personales.
Es más, el mundo siguió girando, el sol se asomó en silencio cada mañana sin pedirnos nada a cambio; y, llegada la hora del ocaso, hizo un mutis por entre duna y duna, poniendo contraluces y sombras de dulce erotismo, entre la sugerente sinuosidad que el aire había formado en la arena.
Recogemos leña seca y hacemos fuego, mientras un experimentado berebere amasa harina, agua y sal para hacer una torta que luego cocerá sobre las brasas enterradas en la arena, para hacer el pan nuestro cada día.
En otra hoguera, que permanecerá encendida hasta que busquemos la posición fetal debajo de las pequeñas tiendas, se cocerán para comida y cena, las verduras cortadas allí mismo por manos expertas, se calentará el té, y se ahuyentará la humedad de las noches del desierto. Esa humedad, que es imprescindible para que haya algo de vegetación donde el cielo se ha olvidado de llover.
Pero como el tiempo no existe, no hay límites para hacer biodanza, para meditar; para adornar la arena, guiados de la intuición, con un gran mandala que nos servirá como referencia para ofrendas, círculos de amor y de perdón, bailes e improvisados ritos.
Tendremos los despertares aderezados con sesiones de yoga, saludos al amanecer y abrazos que funden nuestras energías.
Sin olvidar la noche de cambio de año, en la que, iluminados por un manto de estrellas y por un casi plenilunio, recibimos las energías del nuevo año junto con toda la que el Universo nos regala.
El fuego arde vigoroso, las canciones surgen espontáneas, los abrazos y los deseos revolotean de uno a otro, y la noche nos roba el cansancio para que nos quedemos con ella.
Siempre todos a una, tunecinos y europeos, bereberes y descoloridos, mujeres y hombres. Seres humanos en fin.
Cuando llega el tercer día, nadie tiene ganas de que aquello acabe, pero el avistamiento de un enorme oasis nos engaña para que no torzamos la ruta. Aun así, alguien hay que da la impresión de querer escapar.
En el oasis de Tozeur el agua de la poza está templada. Gozamos de su tibieza al margen de algunos signos que nos devuelven al incalificable ambiente de lo que se ha dado en llamar civilización. Sí, eso que hace un par de siglos ha inventado el homo sapiens (la mejor descripción de la especie sapiens se recrea en un libro del mismo nombre, de Yubal Noah Harari)
Allí, en el mismo oasis, nos obsequian los bereberes con la última comida del desierto, con el pan ácimo y con las naranjas y los dátiles que nos han venido dando energías para disfrutar de este singular viaje.
Los abrazos de despedida nos dejan en manos de un microbús, cuyo conductor más parece ser el del Rolls de un lord del imperio de su majestad, que el de un microbús, eso sí muy elegante, tomado en el desierto de Túnez.
Impecablemente vestido, de porte serio y comportamiento amable y cortés, y de un físico y una profesionalidad ejemplar.
Volvemos por las interminables rectas de siempre, aminorando el paso para superar los resaltos y aliviando las necesidades biológicas en dos ocasiones, para lo que aprovechamos el paso por dos de los numerosos pueblos que cruzamos, cuyos tambalillos en penumbra flanquean la carretera.
Vamos a dormir a una casa tradicional junto a las ruinas de Carthago.
Como ya es tradición, el nombre de Amilcar (Barca) lo han tomado para sus fachadas hoteles y restaurantes, incluso casas de alquiler de coches (por qué no, si el de Napoleón da nombre a un museo y el de la Libertad a una avenida…)
Lo mejor de Carthago es sin duda el color de su cielo y la dignidad de alguna que otra columna que se mantiene rígida, orgullosa de su pasado. Sin olvidar el puerto púnico, en su día envidia del imperio romano. Hasta que lo destruyeron, pues ese es el objetivo principal de las envidias.
La comida en un improvisado restaurante “Púnico” resulta muy buena, especialmente el talante del espigado anciano que nos sirve, capaz de satisfacer cualquier petición, siempre que esté en nuestra galaxia.
Y la cena de despedida, en la que nos acompañan todas las compañeras de viaje tunecinas, recrea un ambiente en el que se conversa con la mirada, compartiendo la energía que los días de comunión nos han regalado.
Un último paseo por el zoco la tarde antes de la vuelta, aun da de sí para que los expertos regateadores, hagan algún que otro agujero en nuestros bolsillos. Eso sí, sin que nos demos cuenta hasta pasado un tiempo.
La vuelta no nos priva de la inmersión en las prisas, los innumerables controles y las esperas incomprendidas de los aeropuertos. La última, más de una hora dentro del aparato.
Quien se sienta a mi derecha me dice que es normal esperar una hora, porque hay que contrastar nuestros datos con tres archivos, para asegurarse (?).
No entiendo, pero como creo que él tampoco, no pregunto más. Porque entre hacer explotar el aparato en pista o en el aire, yo a la primera opción solo le veo ventajas.
Ha sido un gran viaje!
Gracias a todos y un abrazo eterno.


Y muy especialmente, al círculo energético de hermandad sagrada del que hemos disfrutado; inspirado por: Henda Jabri, Samah Cherigui y Coral Ruiz.

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