viernes, 5 de noviembre de 2010
Cosas de familia
Bueno, vamos al tema diplomático: la llegada resulta espectacular, pues a pesar de estar a mitad de agosto y de que aquí no llueve nunca, está cayendo un agua de cojones (los ingleses dirían “It’s raining cats and docs”, porque no entienden qué quiere decir "de cojones”). Tras las presentaciones, cenan con los más allegados, pero a penas pasan unos minutos, comienzan a sentirse los nervios de algunos de los que están al acecho, merodeando por los aledaños, para integrarse en el acontecimiento.
Por fin alguien rompe el fuego y todos los demás se avalanzan sin piedad sobre el grupo. El primero, se presenta y se hace a un lado, pues la integración en el grupo requiere de un poco de tiempo. Enseguida el segundo, y el tercero, y detrás todos los demás. Los más prudentes, tras un pequeño lapso de tiempo, se despiden con una sonrisa y/o con un “encantado, ahí estamos, si necesitan algo ya saben” (que se podría añadir, se las apañan, pero que no se añade porque no está dentro del protocolo).
Y también están los que se quedan, porque quieren participar y darse a conocer. Tienen algún chiste que contar o alguna frase brillante que han aprendido recientemente o que vienen lanzando desde hace tiempo en las reuniones con un nivel de éxito que consideran importante. No se resisten a desperdiciar una ocasión así. Quieren que los recuerden como el pariente brillante, gracioso o simpático, aunque lo más normal es que lo hagan diciendo “recuerdas, aquel gilipollas que no hacía nada más que decir chorradas” (eso si los agasajados o presentados son normales, claro. Porque eso de normales, que viene de norma, cada vez es más la excepción en lugar de la norma).
Y comienza el espectáculo. Hay que dejar la marca de la casa, hay que causar una primera impresión mundial. Primera impresión es esa para la que sólo tenemos una oportunidad que normalmente la cagamos.
Pero aquí se hace todo sin red. Cuando el primero cuenta el último chiste, ese que ya oímos a Eugenio hace 25 años, viene el segundo y deja las llaves con la estrellita sobre la mesa, el otro se atreve con la gracia machista que ríen las mujeres y ponen una mueca en la cara de los hombres. Porque las cosas están cambiando y además de otras perlas cultivadas, la hipocresía gana cada día más puestos en el ranking de los valores sociales.
El tercero (o el cuarto, ya no recuerdo), dice que se va porque mañana tiene que coger muy temprano (a las 4 de la tarde) el vuelo de NY, el de Bombay o el de Torrevieja, pero es importante que sea un vuelo, nada de ir en coche, tren o autobús, que eso del vuelo coloca en una situación más de élite, de distinción, aunque vayas en bajo coste y quien sabe si ocupando el asiento de quien en ese momento está en el water.
Así es que, conforme pasa el tiempo, todos van dejando sus señas de identidad, que es de lo que se trata. De hacerse notar, en suma. Así es que, cuando salgan por la puerta tras la tardía despedida, después de que los recién llegados se rompan la ternilla de la nariz sobre la mesa en esa cabezada que ya no se puede retener a tiempo, uno pensará que ha sido una vez más el ocurrente, otro que ha sido el gracioso, el inteligente; pero es raro que haya quien se de cuenta de que lo que realmente ha sido es el gilipollas, eso se les suele pasar a todos por alto. No entra dentro de lo posible para casi ninguno, aunque, entre tanta competencia, es normal que, al no haber grados, sea difícil asignar esa etiqueta a uno solo, y de algún modo se han de identificar a los familiares, que por el nombre resulta cada vez más complicado hacerlo. Sobre todo con la tendencia actual de ponerles nombres de animal de compañía y viceversa.
La presentación resulta un éxito. Todos (o casi todos) ya piensan en el siguiente acontecimiento familiar y por qué no también social. Lástima que estas cosas tan relevantes no puedan verse reflejadas en las revistas que luego hojeamos (u ojeamos) durante las siestas.
Son cosas de familia.
Centro Comercial en verano
Mirar con disimulo es algo que hemos aprendido desde pequeños y que cultivamos siempre. El reojo si vas a pie, o incluso la búsqueda desesperada de un letrero o número de policía imaginario, y el retrovisor si en coche. Pero en el caso que me ocupa, como no me había quitado las gafas de sol, la cosa se hacía más llevadera. Vamos, que había que disimular menos.
Y no es que mi acompañante sea de las que me echan en cara las miradas, no. Lo que no quita para que impere cierta medida de prudencia.
Así capeaba la obligada visita a tan detestable lugar, al menos para mi, cuando en un giro inesperado de los acontecimientos que iban y venían, tuve una aparición. Y ¡qué aparición!.
Ni gafas de sol, ni escaparates, ni reojo ni nada pudo disimular mi sobresalto. La discreción saltó en mil pedazos.
Cual fue mi sorpresa al ver, eso sí, de reojo, que mi acompañante también miraba, lo que me dió libertad para añadir descaro a la mía.
Luego me dijo algo mi mujer que no entendí bien, y remató con …tu también lo has visto ¿no?. A lo que yo contesté: sí, pero a qué te refieres…
A los vasos, contestó. Si no le aviso se le caen del carrito.
Los vasos, pero ¿qué vasos?, que ¿llevaba vasos? ¿dónde?. Todo esto fue mentalmente, de mi boca no salió ni una palabra; bueno, sí, para decir sí, sí, claro, pero casi, casi ¿eh?.
Por no ver, yo me había dado cuenta de que llevaba carrito, ni de que se había dirigido a ella, ni nada por el estilo.
La verdad es que fue toda una ocurrencia preguntarme en semejante situación si yo había visto los vasos.
Por eso no quiero yo ir a los centros comerciales. Mucho menos en verano.
Bueno, por eso y porque no me gusta ver a la gente con pantalones cortos de esos que no son cortos, si no que llegan por debajo de la rodilla, como si fueran las faldas de las niñas del colegio del Loreto, culminando más abajo en unas chanclas de goma que golpetean a diestra y siniestra. Y es que me distraen y no veo los vasos.
Cena a ciegas
Cuando digo imprudencia pienso solamente en mí, porque conociéndome, hay que ser insensato para hacer tal cosa. Y, si no, al tiempo.
Las presentaciones son como siempre: besos al aire, medias sonrisas de plástico, abrazos flojitos, nombres y poco más.
Yo, en silencio, porque quiero llegar a los postres, aunque nunca lo tomo. Bueno, al té verde.
Ni durante los preliminares ni durante la cena se habla de política, ni de religión, ni tampoco de sexo (con “x”, del otro tampoco, quizá porque a penas se deja ver, será que no existe). Tampoco se habla del tiempo, así es que no se habla de nada. Pero se habla. ¡Qué imaginación!
Alguien comenta algo del vino y más de uno se engancha. Ahora mucha gente sabe mucho de vino: hacen gárgaras (una hostia me hubiera dado mi padre si lo hago yo en la mesa de la familia), se enjuagan la boca, meten la napia (perdón, la nariz) en la copa hasta casi tocar el líquido y luego hacen varios ejercicios más para disfrutar de sus condiciones organolépticas (¡ahí queda eso!). Todo esto podría ser considerado una guarrería, pero ahora es muy elegante.
Pero yo, en silencio, que quiero llegar a mi té verde, y el vino me parece una puta mierda.
Otro, otra para ser más exacto, alaba la mayonesa. Y yo en silencio, que la mayonesa no es mi fuerte, yo prefiero el all-i-oli (ajo aceite en castellano).
Otro, ahora sí que es uno, come a dos carrillos una carne seca de no sé qué y gruñe. Yo, en silencio. Sonrío, que siempre viene bien.
Y llegan los postres ¡por fín!
Yo no tomo postre, mucho menos dulces, helados o chocolate.
Uno, que me parece que se ha pasado con la cosecha del 2005 (6 meses en barrica), azuza a mi compañera para que tome postre y más postre.
Y mira por donde, me sale de pronto la vena asertiva y le suelto: ¡coño! Deja ya de tentarla para que tome esa mierda. ¿Qué quieres, que se ponga hecha una vaca como la tuya, y encima ahora no están en edad de dar leche?, serás capullo…
La cena se va al carajo, y lo que es peor, también mi té.
Todo porque la gente no está preparada para aceptar la verdad. Mucho menos para que alguien se la haga ver.
La despedida es mucho menos protocolaria que la presentación. Quedamos con un “a ver si nos vemos” que sabemos que no será nunca. Nos intercambiamos muecas, que no sonrisas, y ahí queda todo.
De ahora en adelante sólo iré a cenas a ciegas si son realmente así: a ciegas. Literalmente. Y yo solito.
El Mosquito Tigre
Las ganas de mear me devuelven a la realidad. Soy humano. De modo que echo una mirada al entorno para asegurarme de que nadie me acecha entre las dunas y me dispongo a vaciar los depósitos líquidos de mi cuerpo.
Al placer del lugar se suma éste otro con componentes sexuales. Todo lo que pasa por los conductos bajos resulta placentero y no podía ser ahora menos.
Continúo el paseo, pero enseguida me percato de que mi vigilancia previa a la meada no ha sido completa. Me invaden ciertos picores en los bajos que me hacen sospechar que me he guardado algo que no es mío.
Miro y ¡qué veo!... una enorme rojez que se inflama por momentos. Vuelvo unos metros, presto atención al lugar donde ejecuté la placentera meada y puedo observar con claridad varios ejemplares de mosquito tigre revoloteando.
El picor se afianza y progresa de forma importante. La mañana parece que ha dado la espalda a mi suerte, o al contrario ¿qué más da?.
Cuando llego al médico del pueblo más cercano, un señor de avanzada edad, con bata color de rosa (la habrá lavado con el jersey de su mujer), lentes redondas en la punta de la nariz y una sonrisa de pillín que invita a jugar al mus, me atiende en la puerta de su consultorio.
Pase, pase. ¿Qué le pasa hombre de dios?...
Pues mire doctor, me parece que me ha picado un insecto en la entrepierna y…
¡Ala! Súbase a la camilla y descúbrase.
Cuando el médico ausculta el órgano afectado y valora lo ocurrido, tras preguntarme si sé qué es lo que me ha picado para ponerme así, le contesto que tengo casi la total seguridad de que ha sido un mosquito tigre.
El hombre, que es la primera vez que ve algo semejante, me mira con atención y me dice: Mire usted, yo le voy a recetar una pomada y unas pastillas que le bajarán la inflamación en unas horas. Si quiere puedo incluso inyectarle y puede incluso acelerar el efecto. Pero no había visto nunca nada similar y creo que a todo hay que verle su parte positiva.
Y continuó ¿dónde podría yo encontrar ese mosquito que Vd. dice?. Y fue entonces cuando su cara de pillín se iluminó de forma importante. Su frente se arrugó aún más y sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas.
Yo me quedé mirándole unos segundos y no pude evitar que una risa que acabó en carcajadas resonara en todo el consultorio.
Médicos así es lo que necesita la sanidad en todo el mundo: con batas color de rosa y con soluciones fáciles para todas las enfermedades.
¡Salud!
miércoles, 27 de octubre de 2010
Camino de la plata
Hace calor, mucho calor que la noche ha suavizado. Y la alegría de este pueblo hace que se olvide todo, que sólo viva uno para ver, para compartir y para disfrutar de su compañía.
La Torre del Oro refleja en el Guadalquivir las últimas luces de la tarde, y lo hace como sólo ella sabe hacerlo. Con promesas del pasado y esperanzas del futuro, con todos los ocres y azules de la naturaleza mezclados de forma improvisada. Una improvisación que repite cada día de manera diferente y cada vez más estimulante.
Dicen que en esta tierra, cuando miras a una mujer, ella no te devuelve la mirada sino que mira a tu pareja. Quizá para medir su atractivo, el de ella misma, quizá para devolver el cumplido.
Es la competencia de la coquetería, la satisfacción de saberse bella.
Quisiera que la noche no acabara nunca, quisiera pasar el resto de mi vida vigilando la ciudad invertida que me llena de paz y hace que me olvide que soy humano.
A las pocas horas, apenas despuntar el día, estamos en Itálica.
Incontables golondrinas labran la luz de la mañana con gran destreza para no interrumpirse en el vuelo. Envuelven los campanarios adornados con colores vivos y descansan en los cables que cruzan las calles dando a éstos un cierto sentido estético.
El día las devuelve a sus escondites. Esperan al atardecer a que los insectos vuelvan a pulular poniendo más proteínas a su alcance.
Observo el lento despertar de estos pueblos calmos que soportan la canícula entre toque y toque de sus campanarios y espadañas, entre copa y copa en los bares y entre misa y misa de domingo.
La sociedad económica ha dilapidado una parte de la personalidad de sus casas y el trazado de sus calles. Ya no son de su pueblo, son de donde les dicen que son.
Impotentes para tener una identidad e incapaces de creer en nada, sus gentes buscan símbolos, nexos de unión o posesiones materiales que satisfagan su vanidad, su orgullo de pertenencia. Están sumidos en una anestesia general que les aboca a perder el sentido de solidaridad.
Sin origen, no saben de donde vienen y pasan su efímera vida sin encontrar un destino.
Junto a una iglesia hay dos bares, abiertos casi día y noche. Enfrente, en un edificio antiguo de discreta belleza, se lee “estancia diurna y refugio familiar”. De él entran y salen ancianos renqueantes. Unos van a sentarse en el banco de la parada del autobús que hay delante, mientras dejan que se consuma un cigarro tras otro entre sus dedos, otros hablan solos porque quizá con quien quieren hablar ya no está, gesticulan o simplemente buscan una sombra o un rayo de sol.
Hay tantas formas de esperar la muerte que cada uno elige una diferente.
Pasan los días y los lugares, y desde Cáceres a El Casar, sin pasar de sus tortas, excelente crema de queso que recuerda pies sin lavar, aunque algo más caro, cruzamos el Tajo, que si no fuera pos sus recientes afluentes apenas llevaría los deshechos de las aglomeraciones de la meseta, y aquí recogen sus aguas un enorme pantano. Para ellos un mar y como tal lo disfrutan. Con sus puertos, sus playas, sus mosquitos, sus improvisados basureros incívicos y sus paisajes. Junto a la fauna de la que estoy rodeado, me recuerdan mi Mediterráneo natal.
Poco después, aún no se me ha olvidado el Tajo ni su pantano y me doy cuenta de que el desierto no tiene por qué ser de arena, también puede ser de cardos y piedras, de cereales caprichosos y libertinos, de arañas y hormigas y de una avifauna aclimatada a un entorno hostil. Pero que aún así, hay gentes que viven, que miran, hablan y se mueven, aunque poco.
Gentes sumergidas en las sombras y sumidas en la meditación, arrancando todo el sabor a la vida contemplativa.
Grandes promesas debieron de hacerles para que en otro tiempo fueran al otro lado de la mar a matar infieles; o quizá les dejaron que se lo pensaran y, ya se ve que la casualidad estuvo de su parte. He dicho casualidad, no crueldad, pues ésta a menudo la da el fanatismo de ideologías que sólo se justifica con los dogmas y recurriendo a la fe y no a la razón.
Oigo a lo lejos, pero como si estuviera junto a mi, que alguien habla gritándole a un teléfono. Creo que es un derroche, pues igual le oiría sin ese artilugio, esté donde esté la otra persona.
Sigo solo. Al fondo veo el pantano, rodeado de suaves montes de canela moteada de donde presiento huyen los reptiles por hostil. Una tórtola turca hace el coro a la del teléfono y algún que otro gorrión rebusca insectos para sus crías. Poco más. Ya hace mucho que el ser humano se encargó del resto.
Mientras, el que parece que nunca se para deja caer unas decenas de grados sobre quien no se pone a cubierto. Ya ha encañado todo lo que tiene a su alcance, de modo que quizá me busca a mi.
Otro día más. Esto es Caparra. Los ayudantes de los arqueólogos ponen una columna en pie y éstos les hacen fotos, por lo que yo me evaporo entre los olivos camino de las termas. ¡OH! Iluso de mi, ¡OH! Infelices. Mucho les queda aún por descubrir entre almuerzo y almuerzo, pero las termas son ahora más “termas” que nunca. Casi un horno al aire libre. Con tal de ser emperador de algo, capaces eran estos romanos de conquistar Gobi. Creo que la calor me está afectando las mielinas, así es que parto hacia Aldeanueva del Camino, perseguido por las miradas de las cigüeñas que me vigilan impasibles desde sus privilegiadas atalayas.
Y, llegado a ésta, preguntéle a una señora dónde se podía comer bien, la cual miróme de “de cap a peus” y soltóme: ¡ándale! Pues ahí en el bar. Luego fuése, perdióse tras las cortinas de la tienda de dulceciños, y no hubo nada.
Está claro que no me hago entender y tampoco entiendo del todo bien. Sí ella, que tras su mostrador asaetea con preguntas a los clientes, y cuando parten nos traduce la intención. “Ahora estás mejor ¿eh?” (es que estuvo mala, no comía y se quedó muy delgada). ¿Pero tú eres ahora pintor? (es que nunca lo había visto así, va siempre muy arreglado). Unos se explayan orgullosos de la respuesta, otros huyen escondidos tras la oportuna llamada del móvil.
En la plaza respiran todas las edades. Bueno, todas excepto un adolescente que agoniza bajo el peso y las caricias del sexo opuesto.
Ésta vía, éste camino…
Tanta evocación a siglos pasados me hacen dudar del paréntesis de las edades medias, de si la peste y el sida no habrán sido cosa de los dioses y de qué pensarán de todo esto Febo y Osiris, por poner dos que son de casa de todos los días.
Pasan las horas y tras ellas los días y los felices años de nuestra frágil vida (ponga Vd el autor, que yo no fuere). Y de Calzada de Bejar a Salamanca, ya se huele a pata negra con Ribera del Douro.
Calzada de Bejar. Calzada romana desde la que se llega y sobre la que se deja este pueblo de un centenar de personas, en el que no se mueve el tiempo salvo en las campanas del reloj, que tienen la misma intensidad, tono y timbre que las que oyeron mis oídos por primera vez en este pequeño planeta.
Luego vienen las dehesas, los incombustibles alcornoques, las piaras, los cuervos, las zorras y otros tantos que huyen en silencio a penas les sorprende nuestra presencia fugaz.
Nos miran, nos ignoran y a menudo ambas cosas. Sin más.
Al día siguiente desayuno vino con bellota transformada en jamón. Me acuerdo de Dionisos y de Baco, y busco otro para que proteja al segundo manjar.
Camino de Zamora, camino del Duero, el sol abandona la compasión que tuvo los últimos días. El día me eriza primero los pelos y poco después me levanta la piel.
Los campos siguen rubios y las cigüeñas impasibles. No se cansan de golpetear sus picos desde lo alto. Las golondrinas tampoco se cansan de labrar la luz del amanecer hasta tejer una madeja de caminos en el cielo tan hábil como rápida.
Cuervos, gorriones y otras aves añaden variedad al monótono paisaje que quedará en silencio conforme avance el día.
El Duero, cada día más viejo y sonriente, quieto y en marcha, cantando siempre el mismo verso pero con distinta agua [no me resistía a ponerlo, me atruena en la cabeza y me surte del corazón cuando a él me aproximo, con permiso de Gerardo y de Diego, según versión de Jorge y de Luis, los dos juntos como cuatro amigos burlones].
Zamora me espera sentada sobre una inmensa roca dentro de la cual guarda el románico en todos sus rincones.
Al pasear por sus calles me siento a caballo entre nuestros vecinos y nosotros, entre realidad y ficción social, entre el ser y el aparentar.
Me da algo de tristeza ver que no todos somos capaces de vivir la realidad sin aparentar falsas imágenes de absurda libertad. Cuando la libertad no es sino la capacidad de los seres humanos para vivir de forma autónoma respetando el entorno y los demás. Así nos lo impone el fascismo de mercado que nos tiene dominados.
Y más Vía de la Plata. La plata, desfiguración de su significado el cual pretende aludir a la calzada romana, a sus característica y no al mineral, ofrece camino para caminar, rutas para los “bicigrinos” (by Roberto) plagadas de soledad y siempre de espaldas al caminante.
Aquí no se sigue la vía Láctea ni ningún meridiano, ni tampoco el movimiento virtual del movimiento de ningún astro. Aquí no hay misterio.
En el pueblo que dio a luz a León Felipe descansamos al ritmo de los estruendosos sonidos guturales nocturnos de varios durmientes, que curiosamente son los únicos que duermen.
Sin otro encanto que el de sufrir por sufrir, la tentación sacude a la razón para que de un salto a la ría de Muro, a la isla de la Toja o a la desembocadura del Miño.
Miradas de incrédula sorpresa me hacen volver a la realidad y posponer tal libertinaje. Pero de ahora en adelante voy a minimizar mi sufrimiento físico en el pedregal o en el asfalto, más allá de lo que el placer pueda compensar.
A punto de dejar Castilla o Castilla y León, o solamente León, me acuerdo de que alguien dijo: “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora”. ¡Qué país, coño!
Demasiadas oportunidades dejó pasar este país. Isabel y Fernando, mejor hubiera sido Fernando e Isabel o sólo Fernando. Despreció la unidad con capital en Lisboa, y también el nuevo mundo sin renunciar a los orígenes. Los asesinatos de familia: Felipe el Hermoso, por ejemplo. La inquisición, la iglesia, sus predecesores y sucesores, todavía entre nosotros.¡Oh qué lastre!.
O el “traidor” Fernando VII.
La crueldad estúpida en el poder y la ignorancia del pueblo esclavo.
Por todos esos recuerdos he cruzado en pocos días, he pisado sus huellas y me han transportado a un tiempo todavía vivo que mantiene lastrado el futuro y paralizado el presente.
Más de 1.500 años de desprecio de la libertad, de que inventen ellos, del poder de unos hombre sobre otros, precisan de un despertar súbito para que la historia no se repita con sus peor cara.
Y, si no, al tiempo. [Quizá nos salve, el fascismo de mercado. Qué paradoja]
Cenamos en la Puebla de Sanabría vigilados por su castillo. Cruzamos poco después el río para ir a dormir y, a la mañana siguiente otro ángel con mil caras y poco conocimiento geográfico nos salva de acabar en Portugal.
El sol nos guía de nuevo hasta Agudiña, un pequeño pueblo que nos traslada al “far-west” en el que para el Talgo. Su única calle cuenta con media docena de ferreterías (tiendas) al estilo de aquellos. Allí se venden guadañas, martillos, pan, detergente, Güisky y todo lo que pueda necesitar un granjero, pero un granjero gallego, claro.
Un pueblo donde te entienden en castellano pero te contestan en gallego. Donde te miran fijamente y con la mirada te preguntan mientras inician o esperan un saludo. El saludo del forastero. El hospitalero es de Valencia. Un hombre tranquilo que parece que entre vacaciones en familia y hospitalero en Agudiña no ha tenido ninguna duda.
Luego, de Agudiña vamos a Orense. ¿Qué coño hago yo aquí?... y mi pregunta se queda sin respuesta de momento.
Y es que para mí este camino no tiene sentido más allá de la contemplación de la naturaleza, de observar la diversidad social dentro de la uniformidad que nos invade y de constatar una vez más la dominancia a lo largo del tiempo de sectas opresoras que hoy todavía perduran.
Siento una rebelión que me hierve dentro. ¡Estúpidos borregos humanos! Que toleramos el dominio de los estrategas de la manipulación social, aliados con el poder político. Escoria de malas conciencias y guardianes de las peores energías del ser humano.
YA NO HAY CIGÜEÑAS…
Tampoco arquitectura civil a penas. Nunca la ha habido.
Aquí el románico se difumina hasta casi desaparecer. Ha cesado la acumulación de iglesias, ermitas, catedrales y conventos con horarios más que restringidos de los que sólo hemos podido disfrutar de los exteriores de la mayoría de ellos.
Esos aquí se diluyen en los restos de cultura celta que todavía pervive, sin que a penas el visitante se de cuenta.
[Un paréntesis para recomendar una lectura: Mensajes ocultos en el camino de Santiago. Brief ediciones. yago.tap@gmail.com]
Mientras muerdo pan de Cea y bebo vino de mencía, observo los años pasados en las caras de los hombres y en el andar de las mujeres que renquean cargadas a dos manos.
Un hombre espigado aunque algo vencido por los años compra en el mercado derechos de vacas nodrizas y paga al contado.
Me pongo al sol. A pesar de las mangas largas el frío de final de julio pone en tierras celtas los pelos tiesos a primera hora, aunque luego levante la piel a mediodía.
Rostros celtas reposan cerca de mi, sin prisa. Esperando la parca como en todas partes. Contestando respuestas dudosas a preguntas sencillas. Parecen no estar ya seguros de nada. Ellos configuran los pueblos, las abadías, “os concellos”.
Una hormiga voladora me confunde con una flor. A ellas también ha llegado el cambio transgénico.
Miro fijamente las nubes allá en lo alto y las imagino fijas. Es Galicia quien se mueve bajo mis pies y yo sentado en ella. Gira lentamente para encontrarse mañana en el mismo lugar.
En la esquina dos mujeres cuecen pulpo en sendas ollas de más de un metro de altas. El olor me transporta hasta la costa.
Es su vida. La de estas mujeres y posiblemente la de sus familias. Lo venden en platos de madera oscurecida por el jugo del cefalópodo.
Por momentos se hace el silencio total y poco después gime una voz allá en una esquina, con la dulce música de su altibajo. Repetitivo, pausado y reflexivo. Y es que el gallego no improvisa, siempre se toma su tiempo para preguntar.
Santiago. La Santiago turística, la de las fotos a los andamios de restauración, teatro, acondicionamiento o adaptación, para el insaciable aparato político. Esa que hay que ver en postales mientras comes pulpo de ayer y te pones hasta el culo de azúcar con la tarta de Santiago o la del apóstol. Todo ello acompañado de un servicio a menudo poco complaciente, quizá por el acoso de clientela sin exigencias de calidad. Otra vez la falta de conciencia del consumidor respecto de su poder. Su inmenso poder.
Liberado yo de la placentera obligación que yo mismo me impuse para el camino de la plata, a penas pasadas las 8 de la mañana, con el sol en el horizonte de mi espalda, situación imposible en el Mediterráneo, me encamino a Fisterra. Lo que en un tiempo fue el final de la tierra conocida para egipcios, babilonios y grecorromanos; en suma por una cultura. Y que posiblemente también hoy responda a un final, aunque ignoremos ese final del mismo modo que ignoramos nuestra ignorancia.
Antes Noia, con sus acumulaciones de materia orgánica (2 ó 3 metros de mierda, me dice un anciano del lugar), que la bajamar deja ver, como si le retiraran la piel y descarnaran el bresol de la vida.
Luego Muro, y poco después una joya desconocida. Sin duda por eso joya. Las cristalinas aguas, las arenas blancas y los pequeños lagos junto al mar de Louro, con su pequeño faro sobre las rocas de una pequeña punta que señala al plus ultra.
Y en muro, en un “establecimiento” sin nombre está Rogelita, Rogelia para las amigas. No quería pero por fin me dice que vaya a las 2 menos cuarto.
Yo, como un clavo, a las dos menos cuarto estoy solo en una inmensa habitación con un perol delante de mí. Y ese perol contiene una fideguá de marisco con tantas navajas, vieiras, almejas y gambas que tapan los abundantes fideos. Se planta ante mi y me llena una copa de ribeiro, luego me dice que si no me lo acabo me pondrá un suspenso.
Vuelve al rato para volverme a llenar la copa de vino. Le pregunto si está casada y ríe. Contesta (curiosamente no con otra pregunta) que sí, pero que una y no más… luego ríe. Cuando acabo, con un aprobado por los pelos, le pido un té verde y me dice que me siente en el bar a hacer la digestión.
No sé cuanto tiempo pasa con el culo en una silla, los pies en otra y mi cabeza colgando felizmente. Luego vuelvo a Santiago y de allí al Mediterráneo de un tirón.
Galicia… otro país, otro mundo.
Lo que aquí relato son reflexiones y vivencias, fruto de un viaje que me ha decepcionado. Me explico:
Seis personas que a penas se conocían, yo entre ellas, hemos convivido durante más de dos semanas sin que haya corrido sangre por los caminos, y eso es para mí decepcionante. ¡Cuántas represiones! ¡Cuántos deseos no satisfechos! ¡Cuántas y cuántas hostias reprimidas! Y ¡quién sabe! Si hasta deseos sexuales…
Pero ha valido la pena. No sé si nos volveremos a encontrar todos otras vez juntitos, incluso con Kristian, el alemán, y con Roberto, el legionario, o si se prefiere el bicigrino, con el padre y el hijo de Zamora, o los otros en que el padre parecía estúpido, o con las vascas y el italiano que les enseñaba canciones de Domenico Modugno para cantar en las bajadas. Pero en el recuerdo de todos quedará por siempre la huella de cada uno de los que no somos nosotros mismos. Ese será precisamente el recuerdo que nos faltará; pero esa falta la llevamos todos a la espalda durante toda la vida. El desconocimiento propio.
Hemos comido, hemos sufrido, hemos olvidado nuestros problemillas cotidianos, hemos conocido nuevos lugares, gentes nuevas, y hemos convivido con el entorno de un modo solidario.
Un abrazo muy muy fuerte a todos y gracias por vuestra compañía y por vuestras enseñanzas.
http://el-guerrero-del-antifaz.blogspot.com
martes, 15 de junio de 2010
Se me ocurre
lunes, 14 de junio de 2010
Rosario
Rosario nació en un pequeño pueblo blanco de Al-andalus, clavado en una grieta de la sierra y con la mirada puesta en el cercano mar, esperando ver pasar de nuevo las galeras de Dragut.
Nada fue en su vida diferente hasta que llegó a esa difícil edad en la que, en su tiempo, las mujeres que no se casaban tenían que vestir santos. Y aunque ella piensa que vale más vestir santos que desnudar borrachos, no puede evitar que el trauma se haya adueñado de parte de sus días, y todavía hoy.
Por eso, desde hace años, asiste a todas las ceremonias matrimoniales que se celebran en su pueblo.
Para ellas, Rosario se arregla como si fuera la protagonista, pero con discreción. Consulta con un espejo de cuerpo entero que tiene en el dormitorio, que apenas le devuelve la mitad de su figura porque el tiempo le ha robado el reflejo del fondo.
Pone en su cara la mejor de las alegrías andaluzas y es tempranera en la ceremonia, para coger un sitio preferente.
Rosario sigue con atención todo el rito y, cuando el celebrante pregunta a los contrayentes si se quieren el uno al otro, su corazón se desboca, como si no hubiera aprendido de ocasiones anteriores. Siempre espera que ahora sea diferente. Que esta vez sí.
Toma aire, se concentra y, cuando oye la pregunta de “¿quieres a … por esposo y marido?”, Rosario lanza su frase de siempre. Con fuerza. Sin que suene como un grito, pero todos la oyen y ya no giran la cabeza ni se sobresaltan. Es Rosario, como en cada boda.
Rosario dice “si no lo quiere pa’ mi”. Luego, también como siempre, una lágrima rueda por su cara lentamente, como si no quisiera caer al suelo, arrastrando parte del maquillaje.
Rosario se queda hasta el final, y cuando el lugar queda vacío, va a la trastienda y pregunta si hay que vestir a alguien.
lunes, 7 de junio de 2010
Somos cautivos de nuestros actos libres
Y por ello, si tenemos la oportunidad, o la obligación social o moral, de ayudar a un ser humano a orientar su conducta, es bueno que sepamos que, en la sociedad occidental de finales del siglo XX y principios del XXI, para integrarse en ella, hay unas normas de educación y respeto que debemos de seguir y hacer cumplir.
Poniendo especial cuidado en los siguientes puntos:
1.- El consumo desordenado. Tener todo lo que se desea, ahora y ya, no contribuye a formarse una personalidad y una conducta responsable, conocedora de que todo tiene un coste social, económico, incluso ecológico, por lo que es necesario merecerlo, por decirlo de forma sencilla, aunque podríamos ser más concretos según qué casos.
2.- La libertad de acceso tanto a lo que es bueno para nuestro desarrollo y para la salud, como a otras sustancias, autorizadas o no, que aún resultando perjudiciales pueden estar fácilmente a nuestro alcance, supone una gran responsabilidad, necesidad de conocimiento y fuerza de voluntad, para evitar caer en un consumo desordenado o incluso en el caso de las drogas simplemente en su consumo. Y me refiero a drogas de todo tipo, tanto las aceptadas socialmente como las prohibidas.
3.- El retraso en la edad para la asunción de responsabilidades de los niños, que se está produciendo desde hace ya décadas en el mundo occidental, con el consecuente alargamiento de la niñez, ha supuesto la aparición de un período demasiado largo en el que los niños, ya no tan niños, pasan largos períodos de tiempo ociosos, lo que supone un riesgo importante a la hora de orientar su conducta, salvo excepciones en las que el deporte u otra afición los arrastra a ocupaciones más que deseables para su desarrollo y su futuro.
4.- Las exigencias socio-profesionales ocupan a los padres, responsables de la educación de los más pequeños, casi la totalidad de su tiempo, sin dejar apenas tiempo para la imprescindible relación que precisa la labor de transmisión de los valores necesarios para una integración social sin traumas.
5.- La falta de roles claros y de una pirámide de autoridad sólida y evidente en casa, así como también en ocasiones el resquebrajamiento de la imprescindible unidad total de criterio entre los padres, abre grietas e inseguridades que deterioran la seguridad del niño y lo empujan a comportamientos erráticos y rebeldes.
6.- La sociedad ha perdido el objetivo principal de toda educación humana: crear conciencia, desarrollar un fuerte código moral acerca de lo que está bien y lo que está mal. La conciencia, el sentimiento de responsabilidad y de culpa vinculado a un desarrollo pleno de las emociones morales, ha pasado de moda, considerado “obsoleto y trasnochado”. Y de esta manera hemos cometido un grave error.
[Tomado parcialmente del Profesor Vicente Garrido Genovés]
jueves, 3 de junio de 2010
Pasar página
Estaba ante ella como cada día, su erotismo, ilimitado no hacía mucho, comenzaba a desmotivarme por habitual.
Conocía su cuerpo milímetro a milímetro, ya no había sorpresas por descubrir. Sus pechos naturalmente firmes, donde siempre dirigía mi primera mirada, lucían una espléndida aureola marrón oscuro, que contrastaba con el redondo dorado del resto.
Luego paseaba la mirada por el resto de su cuerpo. Las piernas largas acababan en un culo proporcionado y suficiente que giraba al llegar a la cintura para descubrir el nido de la entrepierna parcialmente depilado. Ofrecido con un deseo permanente a mi mirada curiosa.
Las manos siempre me sorprendían. Hay una obsesión permanente en mi por las manos. Dónde están posadas. Cual es su gesto. Qué hacen o indican que van a hacer. Las manos son la pesadilla de los pintores, que las eluden por inspiradoras de su fracaso, y también para mí, como sujetos activos del erotismo. Son las responsables del éxito. Pueden hacer que vueles lejos de la realidad, casi siempre cuestionable.
Como alas, en apenas segundos, te transportan a otro lugar y a otro mundo sin que tengas que moverte ni un centímetro.
Sus manos, las de ella, en actitud receptiva, prometían el éxtasis.
Al final, me detenía en el gesto, en la mirada. Sus ojos y su boca, tan familiares como deseados, habían arrancado la más profunda sexualidad que jamás pudiera yo imaginar. Habían sido tantos momentos de goce, de placer, que aún resultándome ya familiares, me revelaban algo nuevo cada vez.
Hasta este día.
Cansado y casi con lágrimas en los ojos, la oculté tras la siguiente página para acabar de masturbarme con otra diferente.
Lunares
No se valorar cómo he disfrutado más con el sexo. Si en el momento de la relación. Larga o corta. Con las caricias de los preliminares o con los besos y el relax final, tendidos boca arriba y la mirada puesta en el infinito zenital.
Sí que cuando encuentro a la persona, de forma casual, con la que he compartido esos momentos, un extracto del pasado nos acerca y nos une a través de la mirada, de la posición de nuestros cuerpos, de una sutil atracción que parece querer evocar o repetir aquellos momentos.
Ayer fue un día de esos. Después de mucho tiempo la vi de espaldas. Su caminar. El movimiento de su pelo recogido en cola de caballo. Era ella.
Quise alcanzarla y lo hice lentamente para disfrutar aún más del encuentro. Nunca he sido impaciente. Ahora menos aún.
Pasaron varios siglos de placer inmenso hasta que llegué a su altura y rocé con mi brazo el suyo.
Volvió la cara con gesto serio, preocupado. En pocos segundos había recobrado la sonrisa. Una sonrisa que parecía traer de tiempo atrás. Que aunque no se correspondía con el momento, aún recordaba.
No nos dijimos nada. Continuamos caminando juntos mucho tiempo, aunque a mi me pareció un suspiro. Luego se paró. Nos paramos.
Ya frente a frente la miré por dentro. Esa mirada que sólo se puede hacer cuando conoces a una persona y le miras fijamente a los ojos durante mucho tiempo.
La suya se tornó acuosa. Sus lunares eran ahora verrugas y su pasión resignación.
La abracé. Nos abrazamos. Bajó la vista y siguió su camino. Yo me quedé mirando sus andares. El vaivén de su cola de caballo. Eso no había cambiado nada.
Varios metros después se volvió y me envió un beso con la mano.
Yo le respondí al saludo de despedida y me quedé maldiciendo a quien ha transformado sus lunares en verrugas.