viernes, 5 de noviembre de 2010

Cosas de familia

Hoy es día de fiesta en la familia. Hoy vienen los padres del compañero de un miembro de la penúltima generación familiar. Los han invitado para presentárselos a la familia, así es que habrá aperitivos (todos los días hay aperitivos, porque todos los días se celebra algo), comida en la mesa grande y todo lo que eso conlleva: el que tira la copa, el que mete la manga en la ensalada, el que pide que le pases el embutido y el niño que llora porque se le ha acabado la naranjada. Luego, para postre habrá pasteles (todos los días hay pasteles, porque hay que no dejar al páncreas que se recupere, que nunca se sabe lo que un páncreas desocupado puede hacer. Creedme que son un peligro).
Bueno, vamos al tema diplomático: la llegada resulta espectacular, pues a pesar de estar a mitad de agosto y de que aquí no llueve nunca, está cayendo un agua de cojones (los ingleses dirían “It’s raining cats and docs”, porque no entienden qué quiere decir "de cojones”). Tras las presentaciones, cenan con los más allegados, pero a penas pasan unos minutos, comienzan a sentirse los nervios de algunos de los que están al acecho, merodeando por los aledaños, para integrarse en el acontecimiento.
Por fin alguien rompe el fuego y todos los demás se avalanzan sin piedad sobre el grupo. El primero, se presenta y se hace a un lado, pues la integración en el grupo requiere de un poco de tiempo. Enseguida el segundo, y el tercero, y detrás todos los demás. Los más prudentes, tras un pequeño lapso de tiempo, se despiden con una sonrisa y/o con un “encantado, ahí estamos, si necesitan algo ya saben” (que se podría añadir, se las apañan, pero que no se añade porque no está dentro del protocolo).
Y también están los que se quedan, porque quieren participar y darse a conocer. Tienen algún chiste que contar o alguna frase brillante que han aprendido recientemente o que vienen lanzando desde hace tiempo en las reuniones con un nivel de éxito que consideran importante. No se resisten a desperdiciar una ocasión así. Quieren que los recuerden como el pariente brillante, gracioso o simpático, aunque lo más normal es que lo hagan diciendo “recuerdas, aquel gilipollas que no hacía nada más que decir chorradas” (eso si los agasajados o presentados son normales, claro. Porque eso de normales, que viene de norma, cada vez es más la excepción en lugar de la norma).
Y comienza el espectáculo. Hay que dejar la marca de la casa, hay que causar una primera impresión mundial. Primera impresión es esa para la que sólo tenemos una oportunidad que normalmente la cagamos.
Pero aquí se hace todo sin red. Cuando el primero cuenta el último chiste, ese que ya oímos a Eugenio hace 25 años, viene el segundo y deja las llaves con la estrellita sobre la mesa, el otro se atreve con la gracia machista que ríen las mujeres y ponen una mueca en la cara de los hombres. Porque las cosas están cambiando y además de otras perlas cultivadas, la hipocresía gana cada día más puestos en el ranking de los valores sociales.
El tercero (o el cuarto, ya no recuerdo), dice que se va porque mañana tiene que coger muy temprano (a las 4 de la tarde) el vuelo de NY, el de Bombay o el de Torrevieja, pero es importante que sea un vuelo, nada de ir en coche, tren o autobús, que eso del vuelo coloca en una situación más de élite, de distinción, aunque vayas en bajo coste y quien sabe si ocupando el asiento de quien en ese momento está en el water.
Así es que, conforme pasa el tiempo, todos van dejando sus señas de identidad, que es de lo que se trata. De hacerse notar, en suma. Así es que, cuando salgan por la puerta tras la tardía despedida, después de que los recién llegados se rompan la ternilla de la nariz sobre la mesa en esa cabezada que ya no se puede retener a tiempo, uno pensará que ha sido una vez más el ocurrente, otro que ha sido el gracioso, el inteligente; pero es raro que haya quien se de cuenta de que lo que realmente ha sido es el gilipollas, eso se les suele pasar a todos por alto. No entra dentro de lo posible para casi ninguno, aunque, entre tanta competencia, es normal que, al no haber grados, sea difícil asignar esa etiqueta a uno solo, y de algún modo se han de identificar a los familiares, que por el nombre resulta cada vez más complicado hacerlo. Sobre todo con la tendencia actual de ponerles nombres de animal de compañía y viceversa.
La presentación resulta un éxito. Todos (o casi todos) ya piensan en el siguiente acontecimiento familiar y por qué no también social. Lástima que estas cosas tan relevantes no puedan verse reflejadas en las revistas que luego hojeamos (u ojeamos) durante las siestas.
Son cosas de familia.

Centro Comercial en verano

No es mi hobby mas valorado, más bien no es mi hobby o para decirlo con más claridad “detesto los centros comerciales en cualquier época del año”. Pero ya que alguna vez tienes que ir (ésta es una de esas), me centro en lo que más atractivo me resulta. En este caso, como siempre, atractiva(s).
Mirar con disimulo es algo que hemos aprendido desde pequeños y que cultivamos siempre. El reojo si vas a pie, o incluso la búsqueda desesperada de un letrero o número de policía imaginario, y el retrovisor si en coche. Pero en el caso que me ocupa, como no me había quitado las gafas de sol, la cosa se hacía más llevadera. Vamos, que había que disimular menos.
Y no es que mi acompañante sea de las que me echan en cara las miradas, no. Lo que no quita para que impere cierta medida de prudencia.
Así capeaba la obligada visita a tan detestable lugar, al menos para mi, cuando en un giro inesperado de los acontecimientos que iban y venían, tuve una aparición. Y ¡qué aparición!.
Ni gafas de sol, ni escaparates, ni reojo ni nada pudo disimular mi sobresalto. La discreción saltó en mil pedazos.
Cual fue mi sorpresa al ver, eso sí, de reojo, que mi acompañante también miraba, lo que me dió libertad para añadir descaro a la mía.
Luego me dijo algo mi mujer que no entendí bien, y remató con …tu también lo has visto ¿no?. A lo que yo contesté: sí, pero a qué te refieres…
A los vasos, contestó. Si no le aviso se le caen del carrito.
Los vasos, pero ¿qué vasos?, que ¿llevaba vasos? ¿dónde?. Todo esto fue mentalmente, de mi boca no salió ni una palabra; bueno, sí, para decir sí, sí, claro, pero casi, casi ¿eh?.
Por no ver, yo me había dado cuenta de que llevaba carrito, ni de que se había dirigido a ella, ni nada por el estilo.
La verdad es que fue toda una ocurrencia preguntarme en semejante situación si yo había visto los vasos.
Por eso no quiero yo ir a los centros comerciales. Mucho menos en verano.
Bueno, por eso y porque no me gusta ver a la gente con pantalones cortos de esos que no son cortos, si no que llegan por debajo de la rodilla, como si fueran las faldas de las niñas del colegio del Loreto, culminando más abajo en unas chanclas de goma que golpetean a diestra y siniestra. Y es que me distraen y no veo los vasos.

Cena a ciegas

Voy (vamos) a una cena con gente que no conozco. Somos invitados. Se trata de cuatro parejas, entre ellas nosotros, una de las cuales, que sí que nos conoce a las otras tres, ha tenido el valor o la imprudencia de invitarme a cenar. Aquí me expreso en singular porque mi pareja puede ir a cualquier cena o reunión sin ningún problema.
Cuando digo imprudencia pienso solamente en mí, porque conociéndome, hay que ser insensato para hacer tal cosa. Y, si no, al tiempo.
Las presentaciones son como siempre: besos al aire, medias sonrisas de plástico, abrazos flojitos, nombres y poco más.
Yo, en silencio, porque quiero llegar a los postres, aunque nunca lo tomo. Bueno, al té verde.
Ni durante los preliminares ni durante la cena se habla de política, ni de religión, ni tampoco de sexo (con “x”, del otro tampoco, quizá porque a penas se deja ver, será que no existe). Tampoco se habla del tiempo, así es que no se habla de nada. Pero se habla. ¡Qué imaginación!
Alguien comenta algo del vino y más de uno se engancha. Ahora mucha gente sabe mucho de vino: hacen gárgaras (una hostia me hubiera dado mi padre si lo hago yo en la mesa de la familia), se enjuagan la boca, meten la napia (perdón, la nariz) en la copa hasta casi tocar el líquido y luego hacen varios ejercicios más para disfrutar de sus condiciones organolépticas (¡ahí queda eso!). Todo esto podría ser considerado una guarrería, pero ahora es muy elegante.
Pero yo, en silencio, que quiero llegar a mi té verde, y el vino me parece una puta mierda.
Otro, otra para ser más exacto, alaba la mayonesa. Y yo en silencio, que la mayonesa no es mi fuerte, yo prefiero el all-i-oli (ajo aceite en castellano).
Otro, ahora sí que es uno, come a dos carrillos una carne seca de no sé qué y gruñe. Yo, en silencio. Sonrío, que siempre viene bien.
Y llegan los postres ¡por fín!
Yo no tomo postre, mucho menos dulces, helados o chocolate.
Uno, que me parece que se ha pasado con la cosecha del 2005 (6 meses en barrica), azuza a mi compañera para que tome postre y más postre.
Y mira por donde, me sale de pronto la vena asertiva y le suelto: ¡coño! Deja ya de tentarla para que tome esa mierda. ¿Qué quieres, que se ponga hecha una vaca como la tuya, y encima ahora no están en edad de dar leche?, serás capullo…
La cena se va al carajo, y lo que es peor, también mi té.
Todo porque la gente no está preparada para aceptar la verdad. Mucho menos para que alguien se la haga ver.
La despedida es mucho menos protocolaria que la presentación. Quedamos con un “a ver si nos vemos” que sabemos que no será nunca. Nos intercambiamos muecas, que no sonrisas, y ahí queda todo.
De ahora en adelante sólo iré a cenas a ciegas si son realmente así: a ciegas. Literalmente. Y yo solito.

El Mosquito Tigre

Es un día de principios de verano. Es muy temprano. Camino por una playa desierta del sur de Europa. El sonido de las olas dejándose atrapar por la fina arena que me soporta transporta a otro lugar. Parece como si realmente el paraíso sí que existiera, al menos temporalmente.
Las ganas de mear me devuelven a la realidad. Soy humano. De modo que echo una mirada al entorno para asegurarme de que nadie me acecha entre las dunas y me dispongo a vaciar los depósitos líquidos de mi cuerpo.
Al placer del lugar se suma éste otro con componentes sexuales. Todo lo que pasa por los conductos bajos resulta placentero y no podía ser ahora menos.
Continúo el paseo, pero enseguida me percato de que mi vigilancia previa a la meada no ha sido completa. Me invaden ciertos picores en los bajos que me hacen sospechar que me he guardado algo que no es mío.
Miro y ¡qué veo!... una enorme rojez que se inflama por momentos. Vuelvo unos metros, presto atención al lugar donde ejecuté la placentera meada y puedo observar con claridad varios ejemplares de mosquito tigre revoloteando.
El picor se afianza y progresa de forma importante. La mañana parece que ha dado la espalda a mi suerte, o al contrario ¿qué más da?.
Cuando llego al médico del pueblo más cercano, un señor de avanzada edad, con bata color de rosa (la habrá lavado con el jersey de su mujer), lentes redondas en la punta de la nariz y una sonrisa de pillín que invita a jugar al mus, me atiende en la puerta de su consultorio.
Pase, pase. ¿Qué le pasa hombre de dios?...
Pues mire doctor, me parece que me ha picado un insecto en la entrepierna y…
¡Ala! Súbase a la camilla y descúbrase.
Cuando el médico ausculta el órgano afectado y valora lo ocurrido, tras preguntarme si sé qué es lo que me ha picado para ponerme así, le contesto que tengo casi la total seguridad de que ha sido un mosquito tigre.
El hombre, que es la primera vez que ve algo semejante, me mira con atención y me dice: Mire usted, yo le voy a recetar una pomada y unas pastillas que le bajarán la inflamación en unas horas. Si quiere puedo incluso inyectarle y puede incluso acelerar el efecto. Pero no había visto nunca nada similar y creo que a todo hay que verle su parte positiva.
Y continuó ¿dónde podría yo encontrar ese mosquito que Vd. dice?. Y fue entonces cuando su cara de pillín se iluminó de forma importante. Su frente se arrugó aún más y sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas.
Yo me quedé mirándole unos segundos y no pude evitar que una risa que acabó en carcajadas resonara en todo el consultorio.
Médicos así es lo que necesita la sanidad en todo el mundo: con batas color de rosa y con soluciones fáciles para todas las enfermedades.
¡Salud!