jueves, 13 de marzo de 2014

ALDO

Aldo iba cada noche a aprender danza al patio de Ivana. Al principio se movía torpemente pero finalmente, gracias a su constancia y la paciencia de Ivana, había conseguido disfrutar sintiendo dentro la música y haciendo que parte de su cuerpo se moviera con ella.
Una noche, cuando durante varios giros sus ojos se encontraron comunicando aquello que no expresan las palabras, porque son limitadas, Aldo le dijo a Ivana con voz tenue: “Cásate conmigo. Tengo cuatro mujeres, pero puedo mantener una más sin dificultades.” Luego de unos segundos de perplejidad, Ivana le contestó con una sonrisa: “Ya estoy casada”. Aldo no se inmutó, al contrario, su cara se iluminó más y le espetó: “No importa, a mi me basta con tenerte cerca para poder bailar contigo.”
Su insistencia, la ligereza de su verbo y la suave liquidez de su mirada sobrecogió a Ivana, que acabó por dudar si debería responder o no. Temía que cualquier objeción fuera superada con un nuevo argumento dejándola inerme.
Continuaron bailando todavía mucho tiempo. Se miraban, reían, y al final acabaron coincidiendo en una gran carcajada que les costó atajar.
Se pararon uno frente al otro y a Ivana le rodaron dos lágrimas como perlas transparentes que fueron a iluminar el parqué bajo sus pies. Ella tragó saliva e intentó articular unas palabras, pero él no le dejó. Se adelantó para decirle que no tenía cuatro mujeres, que había sido una broma, y que lo único que quería era alabar la gracia con que había sido capaz de enseñarle a disfrutar del baile.
Pero lo más importante de todo había sido que habían conseguido reír juntos hasta llorar. Reír es vivir en un mundo distinto y maravilloso, reír juntos en un cielo color índigo lleno de estrellas doradas, pero reír hasta llorar es un privilegio que está por definir.

Lo que nunca sabremos es lo que Ivana quería decirle a Aldo cuando él la interrumpió.

SI NO LO VEO NO LO CREO

Planté un árbol a la puerta de mi casa cuando tenía apenas un metro (el árbol, yo sigo igual). Lo hice torpemente o él no se sintió cómodo; digo esto porque comenzó a crecer algo inclinado.
Durante varios años he estado haciendo meditación y golpeándome el timo suavemente cada mañana con los ojos fijos en él. Hoy, por razones o motivos que no considero importante dilucidar, el árbol ha corregido su geotropismo y crece recto y vigoroso.
Hace unos días leí, escuché o ví, el medio no importa, un documental en el que cuestionaban el poder curativo de la homeopatía. Decían, y es cierto, que el principio activo se disuelve hasta 10 veces elevado a 30 en agua, y que es con el resultante con lo que se elaboran las bolitas azucaradas. Que analizando el resultado final, ni cualitativa ni cuantitativamente se puede detectar la presencia del principio activo (creo que son normalmente bacterias), ni trazas de ellas. Y que aún así, inexplicablemente, hay datos que avalan que funciona, que cura.
Arguyen que es un placebo y que lo que cura es el convencimiento y el deseo de curación de quien lo toma.
Sin duda tienen razón (todos). “Nos” enfermamos nosotros y “nos” curamos nosotros. Sólo hay un tenue tabique aún no transparente para todos que hace que no todos lo entendamos igual. Ese tabique comenzó a edificarse a partir de la concepción mecanicista de nuestro entorno, asumida colectivamente, lo que ha alejado por el momento el que haya una explicación que aceptemos con naturalidad.

El tabique desaparecerá cuando entendamos y aceptemos lo que le ha pasado al árbol que crece a la puerta de mi casa. Deseo que sea pronto.

COSAS DE CINE

¿Cuántas veces lo hemos oído?, seguro que muchas: ¡está de cine!, “eso sólo pasa en el cine” y tantas otras.
No obstante sí que hay cosas que no pasan nada más que en el cine. Unas lógicas y otras no tanto, unas buenas y otras raras, sobre todo raras. Vamos, que llaman la atención. Vamos allá:
Una mujer está sola en la cama de su casa, y al levantarse se cubre con la sábana, la cual arrastra hasta el cuarto de baño, donde se ducha la cabeza y treinta centímetros de su cuerpo.
Una pareja está follando (hacer el amor sólo lo hacen los franceses) y, cuando el tío se levanta resulta que lleva los calzoncillos puestos. Mi bisabuela me contó que llevaba en sus tiempos un camisón con un agujero, pero los calzoncillos ya no los hacen con agujero, que yo sepa. Parece que para las películas, especialmente las de “jolibus”, sí.
Hay que dar sensación de que es noche cerrada y no hay nadie por allí, pues la gran mayoría recurre a los ladridos de perros. Sabíamos que los perros tienen buen olfato, no que odiaran a los cineastas noctámbulos.
Todo eso, y mucho más, pero no quiero extenderme porque deseo dejar un párrafo para lo que ocurre en el cine, pero fuera de la pantalla.
Me refiero a tener que soportar el ronroneo y el perfume de las palomitas de maíz, también llamadas “roses”, “pop-corn” y “tostones”; el último se ajusta más a lo que son en realidad. Nada que ver con el olor a tortilla de patatas de antaño, que abría el apetito hasta el límite.
Y no quiero acabar sin homenajear a los que confunden la sala de proyección con el sofá de su casa y se pasan toda la película haciendo comentarios en voz más que alta sobre lo primero que se les ocurre.
Y aún así, pagamos bastante más de mil pesetas (perdón quise decir unos pocos euros) por ir al cine.

Tendremos que reflexionar. Todos.

ASIER YA TIENE 5 AÑOS

Diciembre 2013.
Nada más acabar el entierro de la abuela Pilar en el pueblo, cominos rápidamente y nos vinimos a Valencia.
Queríamos pasar por Beniarbeig y llegar a tiempo de recogerte del colegio, en Benidoleig, a apenas 3 kilómetros de tu casa. Salías a las 5 de la tarde y venía un poco justo.
Aún así, cuando llegamos a la puerta faltaban casi diez minutos para la hora, aparqué el coche y me adelanté hasta la puerta. Grandma me siguió arrastrando su tristeza y transmutándola en alegría por verte. En el coche se quedó la tía Encarna silenciosa y Camino fumándose un cigarro.
Saliste y nos abrazaste como siempre. Luego fuimos hacia el coche. Tú te acercaste a la puerta de atrás, donde estaba la tía Encarna; ella abrió la puerta.
Fue entonces cuando noté que el tiempo se paraba y que tu te tornabas algo inquieto. Te quedaste mirando fijamente a la tía y, con una voz inhabitual en ti, algo temblorosa le preguntaste con timidez mirándola fijamente: “¿la otra se ha morido?” (la otra era Pilar, tu bisabuela). La tía vaciló unos segundos y contestó: “Sí”.
Se hizo un silencio, tú bajaste la vista y yo sentí un vacío en el estómago. Se siente con el estómago. Fue tu primer encuentro con la muerte, que, aunque un poco lejano, no te había pasado desapercibido. Sin duda fue lo primero que habías preguntado de forma apresurada cuando fuiste hacia el coche. Todos sabíamos, tú también, que aunque la vida seguía ya nada iba a ser como había sido hasta ahora.
Tenías sólo cinco años y comenzabas a tener una idea de lo rica y compleja que es la vida, tan llena de sentimientos y situaciones diferentes.

Un beso.