viernes, 17 de agosto de 2012

17 de agosto, un día cualquiera


Bien es cierto que hoy, tras levantarme, hacer los ejercicios y desayunar, me hubiera sido difícil encontrar un instinto, deseo o necesidad que satisfacer. En todas las posiciones: tendido supino o su prono, con geotropismo positivo o negativo, destrógiro o levógiro...

Por lo demás, la mañana transcurría bien; aunque quizá estaba yo más alerta a lo que pasaba por alrededor. No sé. Lo cierto es que al poco he notado que una mujer me miraba con dulzura desde su coche con una disimulada sonrisa. Le he correspondido y no ha rehuido, al contrario se ha recreado aún más.

Podía haberme confundido con otro. Sí, podía ser eso. Pero ya era la tercera mujer que me obsequiaba con algo parecido en pocos minutos. No es normal, menos ahora que hace tiempo que soy “invisible”.

El ego no me ha impedido continuar buscando cual podía ser el motivo (una amiga me aconseja que cuando pasa eso mire a ver si llevo la bragueta abierta; no era ese el caso, al menos hoy); y al poco he caído en la cuenta. Hoy es mi cumpleaños. Sí, hoy cumplo 65 años. Parece que a partir de este momento paso a ser un espécimen raro y me ocurrirá a menudo.

Sea por lo que sea: ¡Gracias! A todas. Ha sido un maravilloso regalo, sobre todo para mi ego. Sabéis que ocupáis un lugar privilegiado en mi vida.

sábado, 4 de agosto de 2012

19 DÍAS... Y NI UNA SOLA NOCHE

Partí el 5 de julio sin pensar en nada. He adquirido el hábito de no pensar si no me lo propongo, y me sienta bien. Sobre todo porque cuando pienso puede que alguien, incluso yo mismo, pueda correr peligro.

Ahora, a la vuelta, me pongo a escribir y enseguida desecho la idea de hacerlo al modo tradicional. Para mí, tradicional es todo: descriptivo, heroico, romántico, incluso si se trata de emular los folletos de divulgación que venden en las librerías, que es lo habitual. Así es que voy a desparramar palabras, ideas, sensaciones y todo aquello que ha quedado retenido en algún rincón de la memoria, sin más pretensión que la de divertirme recordándolo.

La noche del primer día estoy sólo y voy a darme un homenaje a Hondarribia. Alguien me devuelve a la realidad con una simple pregunta: “¿solo?... no hombre, estos momentos son para compartir”, al tiempo que la luna llena se hace un hueco para echarme un ojo.

El “consejo” provoca una pinzada en mi estómago, pero ya no hay tiempo, ni están cerca las personas con las que me gustaría hacerlo. Así es que, sigo adelante con el disfrute incompleto. Durante la cena, intenta la preguntita volver y tantas veces lo hace yo la rechazo.

Llueve. Corro a cobijarme en la parada del autobús y eso agita mi aparato digestivo. La calle está desierta excepto un bar al otro lado, en lo alto, en el que un grupo de personas comparten bebida y comida bajo un toldo.

Tengo aires. Me relajo y los suelto todos juntos. La parada del bus hace de carpa y los de enfrente paran las mandíbulas y levantan todos la cabeza a un tiempo. Sus cuellos se alargan y sus ojos me dedican toda su admiración; es como un nido de polluelos que han oído a la madre que viene con la comida. Parece que el sonido de la lluvia no ha amortiguado nada. El tiempo juega a mi favor y dejan de prestarme atención, por aquí ya hace tiempo que no hay atentados con bomba.

Pero el acontecimiento tiene consecuencias. Al día siguiente, nada más abren las tiendas, hago acopio de un nuevo atuendo: unos pantalones y varios calzoncillos, porque nadie está libre de que se repita. Suerte que están de rebajas y no me sale caro.

Lo que pretendo (pretendemos, ahora que estamos todos) hacer es intentar llegar en bicicleta a Santiago siguiendo el camino de la costa hasta Oviedo, luego el primitivo hasta Melide y finalmente el francés hasta Santiago; yo (nosotros, porque tendré agradable compañía) me alargaré a Fisterra probablemente ya en coche, a cumplir con un par de ritos culinarios. En Louro espera una fidegüá de marisco y en la playa de Carnota un guiso de raya, y no me gusta que me esperen (ni esperar).

Ya ha llegado el resto de la cuadrilla, nueve en total aunque uno conducirá el coche que lleva las bolsas de los que las dejen. Es sábado 7 de julio y comienza la subida. Sí, digo subida porque la experiencia me dice que salvo pequeños tramos, y digan lo que digan aquellos a los que se les pregunte, aquí todo es subida.

Si vas por caminos: barro, piedras o ambas cosas, cuando no mierdas de vaca, y si vas por carreteras corres el riesgo de que los coches y camiones te tiren fuera. Yo detesto la carretera, no he venido a eso.

La lista de iglesias, conventos y cruces se hace interminable. Románico, gótico, barroco o todos los estilos mezclados aparecen en portadas, torres y cualquier forma arquitectónica. Empezando por la de Guadalupe y acabando en la plaza del Obradoiro. No voy a hacer apenas mención a ellas, y no por desprecio al arte, sino porque no es el objetivo de este relato, y porque ya están suficientemente detalladas en mil y una publicación.

La primera foto se la hago al espectáculo que ofrece el triángulo de las tres ciudades desde lo alto: Irún, Hondarribia y Hendaya. En la última se adivinan los cuerpos de los surfistas tabla en mano a la caza de la ola más grande. Una belleza de atractivo múltiple.

Antes de llegar a Donostia nos encontramos con Javier, un lugareño que ama aquellos parajes y que se ofrece a guiarnos con su bicicleta hasta el Faro del Sol. Nos vamos Jorge y yo y, en acabar, no lo lamentaremos. El camino es duro, empinado y estrecho; Javier cae y se hace algunas heridas aunque dice que no le preocupa. Está emocionado de hacernos de guía. En el camino nos cruzamos (adelantamos y nos adelantan, sólo cuando el camino se ensancha) varios ciclistas de la prueba “transpirenaica”. Cuando les adelanto les gasto una broma y me recuerdan que llevan 900 km desde Girona. Son superhombres, no me cabe duda.

El Faro del sol vale la pena. El lugar, la vista desde él y el entorno. Continuamos y llegamos a la playa de la Concha. Javier se hace una foto con nosotros y se despide. Le invitamos a comer pero dice que va a volver, que su mujer le espera. Son más de las dos de la tarde y es probable que le queden más de otras dos horas para llegar a su casa por el mismo camino o por otro similar.

Pepe le llama a estos personajes “ángeles del camino”. Yo en cambio, seguro de que existen, los identifico como figuras bronceadas envueltas en telas semitransparentes que cruzan el puente frente al “Kusaal”, porque por momentos me hacen creer que compré el “culotte” demasiado pequeño, y lo veo como un milagro temporal.

Luego de comer dejamos el peine de los vientos y subimos el Monte Igueldo, para continuar hasta Zarautz con el fin de cumplir la primera etapa. Llegamos tarde y no podemos quedarnos en el albergue porque el hospitalero dice que con coche de apoyo no hay sitio. Dos días después, encontramos de nuevo a tres bicigrinos andaluces que venían con nosotros y sí acepta el tal señor, y nos dicen que durmieron solos en una nave grande. No entiendo nada de algunos comportamientos de la sociedad actual, lo cual me enorgullece.

Dormimos en el camping, un poco cutre, pero con buena orquesta nocturna que se prolonga al alba con instrumentos diferentes. La tortura tiene infinitos medios para agasajar a los seres humanos, lo curioso es que son ellos mismos quienes los proporcionan.

Al salir por el paseo de la bonita playa de Zarautz, Arguiñano, el bufón de los cocineros populares, se hace una foto con nosotros urgiendo para no parecer “la abuelita”. Es un buen cocinero, lo de bufón está dicho con cariño, por lo malos que son sus chistes.

Enseguida comienzan las subidas, para recordarnos a qué hemos venido. Acabamos el día dejándo el cansancio en Markina.
Antes de eso… cenábamos en un restaurante de esa ciudad. Ocurrió que unas mesas más allá,  justo frente a mí, una voluminosa pareja engullía plato tras plato. Y sentí miedo. Sí, miedo.
Miedo ajeno, miedo de tenedor. El hombre, cuyo perfil me resultaba imposible evitar, pinchaba los alimentos uno tras otro, los miraba fijamente durante apenas un segundo, abría la boca e introducía el tenedor hasta el mango. El gesto, de haber sido tenedor me hubiera preocupado bastante, pues parecía casi un milagro que a continuación pudiera sacarlo de aquella caverna, para volver a repetir el proceso. Sé que el tenedor es un objeto inanimado, pero aún así, confieso que sentí miedo por él. Y miedo de los posibles sueños en los que podría derivar aquella visión. Por suerte no fue así y soñé como siempre, esas cosas que sólo puedo revelar cuando escribo y con otro personaje como sujeto principal. Será por eso que duermo tan plácidamente.
El segundo día, en cada recodo aparece la pereza disfrazada de miedo (o viceversa), intentando que abandonemos o que, por lo menos, vayamos por otros caminos menos complicados. Yo sé a lo que he venido y siempre que no me dejen solo, y alguna vez incluso así, estoy por pisar barro y mierda con la bicicleta a cuestas y el ánimo alto.

La costa vasca es tan vasca, tan única, que exige respeto, dentro o fuera del mar. Fuera porque es un continuo tobogán. Dentro ni lo imagino, sabiendo como me pongo yo cuando me mecen las olas.

Ya hay quien ha elegido elaborar un detallado informe de la calidad de las cervezas, luego la sidra y en otros casos los cafés del camino, y como confirmación basta sólo leer los sellos de la “credencial del peregrino” cuando acaba el viaje. Unos pocos sellos tomados al azar dicen así: bodega Manolo, Agote Haundi (traduce, traduce), bar Don Miguel, hostería Miguel Ángel, Restaurante El Manquín, Sidrería Francisquín, bar Xestoso, pulpería… y vista la devoción lo dejamos aquí.

Una observación. Allá donde hay una iglesia, al lado hay un cementerio; bueno, casi siempre. Un buen detalle para economizar desplazamientos. Habrá que tomar nota. Si es que no hemos avanzado nada, o casi nada en los últimos siglos.

Me impresiona Guernika y no sé por qué. La gente está en la calle, hay mucho bullicio pero un bullicio silencioso y relajado, como el que hay en el duelo de un personaje conocido. Quizá estoy condicionado por el día gris, por el nombre de la ciudad, por su pasado, o en definitiva por su historia.

La lluvia comienza en Bilbao, donde hemos de recorrer su larga ría para entrar y también para salir al día siguiente, y nos acompañará con más o menos intermitencia e intensidad durante más de tres días. La ría sin lluvia no es la ría, más ahora que tiene como inquilinos el Guggenheim y la torre de “Ibertrola”, ésta última un insulto a los usuarios de la compañía.

Para salir de Bilbao hay que mencionar Barakaldo, Portugalete, el Puente Colgante, desde el que parece que lo que se mueve es la tierra (y tiene razón), y su actividad incansable que hace caso omiso de todo lo demás.

Es cuarto día y llegamos a Laredo después de 60 km de ducha continua. Las gotas de lluvia bailan en la parte frontal del casco antes de caer sobre la cara; pero como hay más, otras golpetean los párpados hasta impedir mantener los ojos abiertos. Acelero la marcha hasta ver el 30 en el cuentakilómetros, no importa si es cuesta arriba, llano o cuesta abajo.

Al final espera una inmensa playa desde la que en la siguiente etapa embarcaremos para salvar otro pequeño paso marítimo. En total serán 3 a lo largo de las dos semanas de viaje, el último hasta la poco motivadora Santander. Más que lógico que no me motive, viniendo como venimos de Euskadi.

Desde el primer día nos ha llamado la atención el color del paisaje (eso sí se mantiene en todo el recorrido), las diferentes tonalidades del verde de sus valles y sus montañas que parece que estén cubiertas de algodón del mismo color. Esponjosas y llenas de vida. También la extraordinaria limpieza, sobre todo en Euskadi, lo que demuestra que se sienten propietarios de su tierra y la respetan.

Y de Laredo nos vamos al pueblo de las tres mentiras: Santillana del Mar; porque ni es “santa”, ni “llana”, ni tampoco tiene “mar”. Un pueblo bonito en el que permiten que haya coches por todas partes para que no llame la atención respecto de los demás. No hay aceras y los vehículos pasan por las carreteras que lo cruzan como rayos. Que hay que igualarse por bajo para no dar envidias.

San Vicente de la Barquera ha cambiado poco. Sus marisquerías, caras y con poca calidad, continúan vacías, mientras que las pizzerías y los bares de pinchitos hacen su papel, aunque a veces dé la impresión de que te dan la espalda. Aquí la gente se levanta muy tarde, parece como si fuera destino del veraneo mesetario, ese que identifico porque habla acentuando mal y arrastrando el final de las palabras. Me encantan (;-D).

Pero ocurre algo diferente. En lo alto del pueblo, mientras pagamos 1,5 € por entrar a una iglesia que me aseguran que es singular, aparecen un grupo de conocidas ciclistas trayendo la alegría que tanta falta hace. El breve momento lo inmortalizo con tecnología japonesa, pero la energía que nos transmiten sus abrazos permanecerá durante mucho tiempo con nosotros. No cito sus nombres por si me olvido de alguna, que no soy de fiar. El encuentro nos carga de energía positiva. Para acabar la tarde, Jorge y yo nos aventuramos a cenar en “Los Arcos”.

Al salir del tal señor de la Barquera, los pelos se me ponen de punta (los que me conocen no sabrán cuales, yo tampoco), y es que a lo lejos se puede distinguir con claridad el perfil de nada menos que el “Naranco de Bulnes”. Siento una atracción singular hacia determinados retos, y este es uno de ellos. Miro el pulsómetro y no es broma, está acelerado y eso que aún no hemos comenzado la subida del siguiente puerto. Esta es una de esas cosas por las que merece la pena vivir (todas las demás también, pero…).

Ahora le daré una de cal a Comillas, centrándome en el “Capricho de Gaudí”, el cual visitamos Luis, Jorge y yo. Un palacete delicioso con detalles de libertad artística que trasladan a otra concepción del mundo, del espacio y del arte. El arte es como el amor (o si se prefiere el sexo, que qué más da), sólo es posible practicarlo y disfrutarlo en total libertad, inventando cada vez las reglas o mejor sin ellas. No tiene otro límite que el de la creatividad y la entrega. Y Gaudí lo entendió así. Yo estoy en el camino, aunque me temo que es largo. Habrá que tirar mano de algún principio budista para seguir adelante sin perder el entusiasmo.

Otra cosa que me llama la atención, casi desde el primer día, pero sobre todo desde la salida de Euskadi, es la gran cantidad de mansiones “indianas”, incluso en un pueblo que no recuerdo hay un museo “indiano”. ¡Toma!. Parece que son de los aventureros que se fueron a “las indias” y, a saber qué hicieron por aquellas tierras que, ya entonces, pudieron volver y edificar tamaños edificios para presunción propia y envidia de sus conciudadanos (seguro que tendría algo que ver con la “prima de riesgo”. Aquí cuando no va de primas va de primos). Aconsejo que se lea a Fray Bartolomé de las Casas para valorar con más exactitud lo que sugiero.

De San Vicente de la Barquera a Ribadesella pasamos por los “Bufones de Arenillas“ que son patrimonio de no sé quien (estos no son todavía de la humanidad), como todo aquello que es algo diferente de la rutina diaria. Vayan llevando pues algunos cuidado ¿EH?. Bueno, se trata de que las rocas se han desgastado junto al mar por la parte de abajo y cuando la marea entra por esos agujeros sale hacia arriba con un rugido estremecedor. A veces el chorro del agua alcanza 15 ó 20 metros de altura y, claro, la gente va a verlo.

Cenamos en Ribadesella, sin que importe la marca de la cerveza. Al día siguiente hacemos el descenso del río Sella (hay que mojarse… el culo). Catorce kilómetros con algunos rapidillos (que no rápidos), que cubrimos en poco más de dos horas, contando el tiempo del bocadillo. Es sábado y hay sabaderos y domingueros, por lo que hay que intentar alejarse de ellos, la estupidez suele salir más al exterior los fines de semana. No es fácil, no obstante el esfuerzo, librarse de los que se mojan con la pala o se cruzan para hacer la “gracieta del día” mientras la inmortalizan con el móvil. Simplemente seres humanos.

De esta “aventura de bote” participamos todos, no hay mas que ver la pinta que tenemos en la foto, con el pantalón corto, las chanclas, la pala en la mano, tal que si fuéramos de safari, y el chaleco salvavidas cuyo tensor central toca el arco del triunfo más de lo que sería de desear (al menos el mío). Una vez en el agua, unos reman y otros simplemente “se dejan llevar…” . Yo, dada mi fama de ser sociable, elijo un kayak de una sola plaza, para evitar ser una carga para nadie. Antes de llegar al final, ya casi solo, veo que una pareja va y se “pica”. Pero ¿de qué van?.

Mi fibra sensible (suponiendo que exista) se activa cuando en la última parte comienzo a ver miles y miles de salmones que ascienden hipnotizados sin inmutarse porque mis remos les pasen cerca. Dejo de remar y me estremezco. Van guiados hacia el nacimiento del río por una energía que les supera, y a mi me han recordado que todos estamos un poco así… unidos por una misma energía, la misma que nos traslada por el Universo a miles de kilómetros por hora sin pedirnos nada a cambio.

El domingo, se enriquece el grupo con la décima participante. Catalizador y bálsamo dado que ya llevamos más de una semana de cansancio y en cualquier momento una chispa puede ocasionar una explosión nuclear con daños colaterales. Estelia es siempre una bendición: deportista y deportiva, pero sobre todo amiga. Viene de hacer el descenso del Tajo en Guadalajara y da la impresión de traer una mezcla de ilusión, curiosidad y miedo. Gracias por venir.

Aunque no quería (ni quiero) hablar del camino puro y duro en plan turístico, hay algo que es necesario decir y lo voy a hacer. En el camino no sólo hay cuestas arriba y barro y piedras, e incluso en ocasiones zarzas y mierda; también hay cuestas abajo, verdes caminos alfombrados de hierba, carriles bici que se asemejan a autopistas con puentes exclusivos y varios metros de anchura, carreteras secundarias sin a penas tránsito, y especialmente travesías de bosquecillos que de no conocer las especies podrían pasar por ser de Nicaragua, Costa Rica o cualquier otro país con frondosos bosques subtropicales.

En el camino, además de su bella dureza y sus sorpresas, también hay conexiones humanas. Adelanto a una mujer en bicicleta que le cuesta superar una pendiente, pero ni se plantea abandonar. Me dice que es austriaca y le manifiesto mi admiración por su tierra (poco tiempo después está en el mismo pueblo que nosotros buscando alojamiento). En lo alto de una dura pendiente en la que llevo el esfuerzo al máximo, una peregrina se lanza y me empuja hasta que supero el desnivel (¡gracias, muchas gracias!).

Tengo la impresión de que a diferencia de Asturias, Cantabria se acerca al mar con timidez, ¿será por que es más mesetaria y teme su bravura?. Si es así, seguro que se le cura comiendo avellanas.

Este viaje comprende un mundo de sensaciones, complicidad, empatía, amistas, afecto y hasta cariño, en raciones grandes, pues es para compartir.

Elegir el camino en vez de cualquier otra ruta alternativa, siempre menos dura, tiene premio. Unas veces por el paisaje, otras por la gente con la que se coincide y siempre por la imprescindible solidaridad que precisa para concluirlo con éxito.

Villaviciosa, donde no soy capaz de encontrar ningún vicio que merezca la pena, Grado, Tineo y Granda de Salima, con su descomunal y antiguo pantano forman parte de la lista de destinos que vamos pasando, ya en el camino Primitivo.

En Granda, donde después de más de 74 kilómetros y varios puertos llego totalmente exhausto, tomamos la pensión más barata de las dos que hay en el lugar (elegimos entre Jorge y yo). En el bar donde nos alquilan las habitaciones comemos y bebemos lo que nos ponen sin saber de qué se trata. El agotamiento, que es común a todos, no nos permite hacer distingos.

Desde la ventana de nuestra habitación se ven los tejados de la iglesia, los cuales forman un dibujo que me resulta artístico. Frente al bar, unos jóvenes (y jóvenas) esperan sentados en el bordillo. Al día siguiente nos enteramos de que el bar, a partir de cierta hora se convierte en el “pub” del pueblo; y eso puede que dé explicación a otras cosas…

Antes de dormir, a pesar del cansancio, ponemos unos minutos la tele y, para ello, apagamos la luz zenital y encendemos la de la mesilla. Cual es nuestra sorpresa cuando ésta se revela como una tenue luz roja que da un ambiente cuanto menos sospechoso a la habitación. Son las metamorfosis del camino que aparecen en cada recodo. Nuestras carcajadas resuenan en todo el edificio. Nos cuesta parar. Buen ejercicio de relajación después del esfuerzo para abordar un profundo dueño que nos llevará a la siguiente etapa. Al otro día nos enteramos de que nadie más encendió la luz de la mesilla; bueno, ¡ellos se lo perdieron!

De Granda a Castroverde, 71 kilómetros, la cosa no mejora; me refiero a los puertos. Superamos cuatro, dos de ellos de más de mil metros. Sólo porque sabemos que ya estamos en lo alto creo que tenemos ánimos para hacerlo. Hemos ascendido al macizo gallego y eso tiene su precio (lo de macizo es por la montaña, abandonar cualquier tentación respecto de otro significado). Pero de aquí en adelante, como ya he dicho, presumimos que todo va a ser diferente, que no puede ir a peor. Probablemente sea porque olemos el pesebre (me refiero al pulpo, al marisco y, cómo no, al albariño).

Y aquí viene la "oportunidad perdida", en un tramo en el que el camino va paralelo a la carretera, vamos a buen ritmo, a una hora próxima al mediodía, un mediodía de sol gallego, yo voy abriendo la marcha para alcanzar cuando antes un camino frondoso y sombreado, pero de repente aparecen junto a la carretera una muchedumbre de Protección Civil y Guardia Idem; me hago un hueco entre ellos y me encuentro de frente con "el Feijoo". ¡Jóder! qué oportunidad. Pero el tío va, se aparta, y dice "perdón señor". Yo le doy las gracias y sigo, pero ya no hay solución. Me voy pensando acabo de abortar una gesta heróica y si alguien me lo habría agradecido. Desvaríos.

De Castroverde a Melide, pasando por Lugo, donde comemos, el trazado es muy diferente. Una jornada singular. Singularmente digna de recuerdos, porque un día más habíamos elegido el camino. Esta vez éramos Luis, Estelia y yo. La etapa era la penúltima. El camino era bello, muy bello. Toda la frondosidad de la fraga gallega nos inundaba y nos hacía olvidar el cansancio, el calor y el hambre; a lo que había que añadir que estábamos perdidos. Bueno, parcialmente perdidos del resto del grupo. Al final supimos que íbamos por delante, que los demás estaban afaenados devorando plato tras plato, y decidimos que en el próximo lugar que consiguiéramos tomar algo no lo dudaríamos. Y no tardó en producirse la ocasión. Al poco, una casa rural rodeada de un jardín frondoso apareció casi por sorpresa, y en la porchá de la entrada, nos esperaba un hombre maduro que desbordaba amabilidad y al que no tuvimos que esforzarnos en darle muchos detalles.
Nos dejamos caer en las sillas y enseguidateníamos frente a nosotros una bandeja de huevos fritos con salchichas, carne asada y una monumental ensalada; amén de las correspondientes jarras de agua y de vino. Y hasta ahí recuerdo. No sé si nos ofreció postre, si tomé té, ni nada más.
Lo siguiente que puedo escribir es que abrí los ojos acostado en la hierba porque alguien me llamaba. Al rato distinguí a Estelia… por fin alguien conocido. Y fue cuando le pregunté dónde estaba y porqué me llamaba (o quizá fue ¿para qué…? no lo sé). Cuando me convenció de que yo era yo, me explicó que llevaba más de una hora durmiendo, que estábamos haciendo el camino y que debíamos continuarlo.
Nos despedimos del amable “hospitalero” sin conseguir que nuestra cara de satisfacción y nuestro agradecimiento superara los suyos. Supimos que, casualmente, era primo de la amiga que nos esperaba en Melide. Otra casualidad. Maravillosa casualidad.

Ya en Melide hacemos acopio de proteínas a base de ese animalito de mar al que tantas veces he envidiado en algunos momentos de mi vida. Y el viernes, con el pulsómetro más acelerado que los pedales, ponemos las ruedas en ese complicado cruce de corrientes subterráneas que es la catedral de Santiago, aunque nuestro viaje no ha acabado. Es simplemente un hito obligado por las energías que atesora.

Luego ya viene toda una cascada (cambiaré la palabra porque se puede malinterpretar); quiero decir una sucesión de placeres al amparo del primer objetivo cumplido: cena de chupetón (son cosas del corrector ortográfico, quise decir “chuletón”) con un pozal de vino ribeiro, descanso nocturno, singular fidegüá de marisco en Louro, para mi no es una primicia (Rogelita, la cocinera, ya tiene varias proposiciones formales mías; pero siempre me dice que con un error en su vida ya tiene bastante), baño en sus playas; al día siguiente visita a la playa de Carnota, subida al monte Pindo con sus 625 metros de desnivel y las maravillosas vistas del cabo de Finisterre y la playa de Carnota en toda su extensión, guiso de raya acompañado de un líquido frío, que hace que me despierte después de no sé cuánto tiempo, en una playa desconocida con la marea bañándome los pies. Luego de un tiempo me entero de que estoy en Galicia todavía.

Y al otro día la vuelta. Volvemos porque sabemos que es la única forma de emprender una nueva aventura. Hacia dónde… qué más da si es nuestra.

Como resultado del esfuerzo realizado, estamos mucho más en forma, tenemos un color de piel más bronceado, hemos disfrutado de la satisfacción de ser capaces de realizar un esfuerzo notable, y hemos engordado una media de 3 kilos, sólo falta averiguar dónde se han localizado para decidir dejarlos o quitarlos. Toda una tarea que me parece que no es bueno hacer en solitario.

Gracias a todos (a unos más que a otros) y SALUD para emprender la siguiente aventura.