viernes, 29 de mayo de 2015

BOLONIA-FIRENZE-FERRARA

BOLONIA (la Emilia Romagna)

20/04/2015
Italia, siempre Italia, y Bolonia lo es.
Acabo de llegar y ya se respira (y se paga) su ambiente.
El ómnibus que lleva del aeropuerto a la estación de trenes, apenas 15 minutos semáforos incluidos, cuesta 6 €, lejos del transporte gratuito de la Bolonia comunista de hace una década.
Nada más bajar ya se percibe que no es una ciudad costera. Nunca sabré explicar el porqué, pero siempre lo siento y acierto.
El hotel está en la calle de al lado, apenas 100 metros andando. Me vendrá bien pues quiero hacer algún viaje a ciudades próximas.
A las 5 de la tarde me pongo en marcha. Las esbeltas arcadas de sus soportales me protegen a lo largo de más de un kilómetro que me separa del área cuadrilátero.
El centro de Bolonia y parte de sus aledaños se encuentran protegidos por sus característicos soportales. Tantos kilómetros como longitud tienen sus calles multiplicado por dos. Cada uno con un diseño diferente dan a la ciudad un aire único. Protegen del sol y de la lluvia y la hacen acogedora.
Tanto las columnas de esta arquitectura como el resto de los edificios de la ciudad están construidos casi exclusivamente por ladrillo cocido luego revocado con diferentes tipos de mortero. No importa que sean cuadradas o redondas, altas o bajas, todas las columnas, cuando dejan ver su interior, allí está el ladrillo.
También las puertas de la ciudad, las iglesias y el resto de monumentos aparecen con la misma estructura. Luego, algunas, tienen añadidas decoraciones en función de la época en que se construyeron, pero nada más. La basílica de San Petronio, aún en restauración, es una prueba evidente de lo que digo.
Esto le imprime un carácter particular a la ciudad.
La constante rehabilitación es algo habitual en Italia desde que la conozco. No hay calle o plaza que no tenga algo en rehabilitación. Es el precio que hay que pagar por mantener y recordar la historia de manera digna.
Por el centro no hay mucho tránsito de vehículos, en eso me recuerda a Praga donde estuve recientemente.
Bicicletas y bicicletas abarrotan los aparcamientos, frente a la estación, en la universidad y allá donde hay un lugar para dejarlas. Son bicicletas de los años 60, con sus guardabarros, con el manillar retorcido y sin avergonzarse del óxido que los años les han adjudicado.
Cuando circulan lo hacen con gran habilidad entre los peatones, al estilo de los triciclos por el centro antiguo de Marrakech. Sólo se les oye el traqueteo de sus hierros trotando sobre los adoquines. Ignoran casi por completo los semáforos, sólo atentas a no acabar bajo las ruedas de alguno de los autobuses o vehículos de alta gama que de cuando en cuando comparten con ellas la calzada. Un comportamiento totalmente latino.
En la calle se huele constantemente a humo de tabaco. Pero no del tabaco que plantaba y luego secaba mi abuelo para luego llenar su pipa, no. Éste es un humo grasiento y pegajoso, que entra por la nariz y llega al cerebro. Un humo que molesta.
En Bolonia hay iglesias y muchas tiendas de ropa y de zapatos, tantas que parece que tengan especial interés en fomentar el pudor. Se cambia de idea si se fija uno en los diseños (me refiero a los de la ropa no a las iglesias).
En la oficina de turismo no me ayudan mucho… me dan un plano y me informan de lo que yo pregunto: Morandi, MamBO (es el museo de arte moderno, no un baile), la universidad y poco más de momento. Me han tomado por un francés, será por eso.
Hago una decena de marcas en el plano y me lanzo a la primera: Piazza Maggiore, basílica de San Petronio. En rehabilitación. Nada más entrar el vigilante del pudor me recuerda “el capelo”, me lo tiene que repetir dos veces porque no había oído yo la “ca”, y claro pensé que era un vendedor del cupón. Me sorprende la cantidad de confesionarios que hay, y muchos con clientes o feligreses o pecadores, que no sé cómo calificarlos sin molestar.
La basílica es muy grande y extremadamente austera. Hay más imágenes de madera, mármol y terracota que de los que todavía somos de carne y hueso.
Están san Pío da Pietrelcina, Carolo Oppizzonio, un tal Giovanni da Modena, que creo que era pintor y varios más.
También muchos carteles pidiendo dinero para la rehabilitación, que pagues por hacer fotos, que compres un ladrillo para la reconstrucción; exactamente “adottamus mattone”, y es que creo que mattone es ladrillo, asociación libre de mi cosecha.
Cuando me voy una chica cuenta las monedas de las recaudaciones.
Entre las 7 y las 8 de la tarde las bicicletas comienzan a bostezar, los de las obras riegan el cemento que han esparcido durante el día y los cafés se llenan.
A las 8 entro en una trattoria a tomar algo y salgo de estampida en respuesta al cariño de la acogida. Recaigo en un pequeño local “bio” llamado “Il volo del bombo” donde sirven cocina de la región; bueno lo que ellos llaman cocina: panini de mortadela o prosciuto de mil maneras (jamón en román paladino) y pasta con birra o un cálice de vino frizzante (una copa de espumoso). También aquí me toman por francés. Les corrijo para que sepan que les entiendo.
Tomo de lo que hay, para que complicarse.
La mesa que tengo enfrente a la que estoy obligado a mirar por mi posición me ameniza la cena. Son tres parejas del lugar, dos mayores y la tercera de mediana edad. Cuando llego ya han dado cuenta de algunos platos colectivos y cuando me marcho aún siguen pidiendo más acompañados de las consiguientes botellas. Me fijo y sólo tienen en común que llevan gafas. Bueno, si acaso que los dos hombres mayores a los que tengo más cerca hacen esfuerzos por que la cabeza no llegue a la mesa; es como si les pesara mucho y lucharan por no meterla en el plato. Quizá si hubieran pedido una almohada conseguirían relajarse.
Antes de levantarme, el de la derecha comienza a toser y a no ser porque la mujer que tiene a su lado le arrebata el vaso que ha cogido para aliviarse, se hubiera abrasado pues era nada menos que el de la vela de cera que pretende dar un toque romántico a la velada.
Contra el silencio de los hombres, las mujeres hablan y hablan sin dejar de comer.
Vuelvo al hotel de soportal en soportal, acunado por una luz suave que invita al paseo. Ya apenas hay nadie por las calles.
Me sobrepasa un hombre de andares rápidos acompañado de una oriental a la que le cuesta mantener el equilibrio sobre los tacones. Unos metros más adelante el hombre opta por tomarla en brazos y tras una veintena de pasos comienza a tambalearse. La deja en el suelo antes de ir los dos rodando y continúan más o menos en dirección recta. Seguro que algo se ha ganado con el gesto.

Martes 21/04/2015
Voy al MamBO y me informan de que abren a las 12. Aprovecho las más de dos horas que tengo para visitar la universidad de la que me separa un kilómetro y medio de soportales. Hago todo el trayecto fotografiando las diferentes columnas y sus capiteles. Es una calle recta que cambia un par de veces de nombre: vía don Minzoni, vía dei Mille y vía Irnerio.
La temperatura es agradable pero no estorba la manga larga. La situación geográfica de Bolonia entre las montañas del este, con las cumbres de los Apeninos todavía bien cubiertas de nieve, y las llanuras que dan al mar Adriático le permiten estar cerca de todo (mar y montañas) pero sin tener nada dentro, por decirlo de alguna manera.
Así es que a pesar del duro sol del centro del día, se respira un aire relativamente fresco cuando se asoma uno a las afueras.
La universidad mantiene los mismos edificios de hace muchos años, aunque creo que ninguno sea del 1088, año en que se fundó. Todos son de ladrillo refractario como el resto de los edificios. Hay gran bullicio, pintadas, carteles, convocatorias a asambleas, corros de estudiantes y un continuo ir y venir de alumnos y profesores, andando o en bicicleta. De cuando en cuando interrumpe algún coche de alta gama que circula de forma muy respetuosa.
Visito el museo de botánica y zoología, en el Palazzo Poggi, junto con un grupo de adolescentes y me recreo en lo que se ve de sus instalaciones. Tengo la misma sensación de cuando estuve en la de Canterbury; me sorprende que no tengan necesidad de edificios emblemáticos y de cambiar el mobiliario periódicamente para ser eficaces y quizá también eficientes. No lo sé. No tengo datos, pero es un síntoma tan alejado de las de donde yo vengo que llama la atención.
Cuando acabo, como es hora de comer aquí (es mediodía), tomo el menú del primer lugar que encuentro y me marcho al MamBO.
Apenas tiene una planta con una docena de obras de “arte moderno”, aunque lo más relevante es la colección permanente de Morandi. Un pintor que me gusta mucho y con el que comparto su admiración por Cezane, del que se observa una influencia relevante a mi entender. Seguro que en ello influyó mi maestro Vicente Mir.
Cuando acabo, tras siete horas de zancajeo, estoy algo cansado, así es que voy al hotel a tomarme un respiro y esperar que baje el sol.
Por la tarde me empeño en encontrar la “finestra sur le canale”. Sí, aunque parezca extraño hay más de un canal que atraviesan Bolonia. Uno lo consigo detectar debajo de la puerta que hay en la Piazza XX setiembre, y para ver el que pasa más por el centro preciso de la ayuda de más de un oriundo. Las indicaciones del mapa que me dieron en turismo no son buenas.
Me cuesta pero al final lo localizo, ya con poca luz del día.
Para volver al centro yerro la ruta y me encuentro con la “feria de la unidad” (poco más de 100 años que Italia es un país). En la feria, que está en la zona alta ajardinada, al rededor de una fuente circular, hay puestos de comida, promoción de colchones (hay un poco de obsesión aquí por los colchones, creo), un partido político denominado “partido democrático” (cuando llevan lo de democrático en el nombre, lo cual se presupone, es porque ocultan algo. Es para mi como cuando para alabar a alguien dicen que es “buena persona”, pienso que es porque no tienen nada mejor que decir de ella), un robot de cocina, alguna ONG y poco más. Por destacar, hay un puesto en el que están cocinando una paella. Delante tienen un cartel que reza “paella valenciana”. Al ver los ingredientes (allí hay de todo) le pregunto al supuesto cocinero si es realmente valenciana, a lo que me responde con toda seguridad que sí mientras la rocía con vino blanco. No puedo evitar insistir y se reafirma.
Tomo un té, hago unas cuantas fotos y me pongo a dibujar en la plaza mayor. Es de noche y comienza a refrescar bastante. Más que ver lo que dibujo lo adivino.
Repito la ruta solitaria de los soportales al filo de las 10. Compro una botella de agua en un paquistaní, que aquí venden de todo: alcohol, bocadillos, galletas, leche y la consabida fruta. Y me retiro.

22/04/2015
Decido ir a Firenze. Tengo curiosidad por avivar recuerdos, sobre todo la mano del David, la cual me dejó una impresión permanente que quiero comprobar hasta qué punto se ha modificado.
El tren de alta velocidad que me ha de llevar se retrasa. Pregunto a un hombre que mira continuamente el reloj mientras espera y me indica el piso de arriba, que es donde están los paneles de información.
Los paneles me confirman que viene de Roma a Milán con 30 minutos de “retardo”.
De nuevo abajo, el preguntado se interesa por lo que he averiguado; le informo del retraso y exclama: “bienvenido a Italia”.
Hay varios trenes con retrasos: 10, 15 ó 30 minutos, que luego son algo más.
Leo los carteles de aviso y hay cosas “vietatas” como fumar, y otras “severamente vietatas” como cruzar las vías. Lo entiendo cuando observo que algunos incontrolados encienden disimuladamente sus cigarrillos y, tras unas cuantas caladas, lo vuelven a apagar. Con lo de cruzar las vías es claro que sería imposible nada parecido.
La estación tiene una parte completamente nueva, con una veintena de andenes subterráneos, aunque han mantenido la entrada y la parte antigua para los trenes de cercanías.
Las “carrozas” (wagones) son muy largos y espaciosos, y cada tren consta de al menos 10 ó 15 carrozas, interiormente de un blanco impoluto, excepción de la tapicería. Hay grandes espejos y luces de led.
Casi todo el recorrido de Bolonia a Firenze es subterráneo; apenas algunos tramos de pocos metros sale a la superficie.
Vamos a 250 km/h y los oídos se me taponan (la insonorización no es muy buena); pero aún así siguen acumulando retraso.
Los billetes se compran en máquinas y no tienen descuento ni por ida y vuelta ni tampoco por “mayoría de edad”.
Hay al menos dos compañías diferentes que operan los trenes, aunque los coches, wagones o carrozas, qué más da, son idénticos.
Circulan por la izquierda.
Al salir de la estación de Firenze me doy de bruces con un tranvía con las puertas abiertas. En el panel indica T1, así es que no hay duda que es el que necesito. La última vez que estuve no había tranvía, se le nota muy nuevo.
Pregunto por el billete y me indican un kiosko que hay enfrente. Aún me da tiempo a comprar un ida y vuelta; pico en la máquina que hay en el interior y parte.
Cuando han pasado 7 paradas pregunto cuanto falta para el centro pues me parece recordar que estaba muy cerca. Se echan a reír… voy hacia el extrarradio. Bajo y tomo el que va de vuelta. Ya no me sorprende este tipo de errores, son tantas veces las que me ha pasado lo mismo: En Londres-Canterbury, en Nancy-Lyon, en Praga…
De la estación al centro de Firenze hay poco más de 100 metros y se recorre a pie, aunque hay un autobús para quien quiera.
El centro (Uffizi, Duomo, Ponte Vecchio, Pitti) está a rebosar de turistas chinos, europeos y americanos; incluso hay algunos que parecen del planeta. Hacen fotos, toman helados y comen pizzas mientras se abren paso a codazos susurrando “sorrys”.
Yo me propongo no entrar en iglesias ni catedrales, sobre todo si hay que pagar, hacer cola o ambas cosas.
El Duomo está en obras casi en su totalidad por fuera ¡Qué raro!.
Mi objetivo principal es el Museo de BB.AA. y lo dejo para el final.
Después de más de un centenar de fotos y un rissoto que no es tal, me acerco a la “Galleria dell’Accademia”, donde hay una cola enorme que soporta el sol dando la vuelta a la manzana.
Y aquí entra de lleno el funcionamiento del sistema “cazar al turista despistado” con técnicas sicilianas. El resultado en mi caso: éxito total.
Entro en una “billetería” que hay frente a l’Accademia y solicito el ticket. Me preguntan si tengo reserva, digo que no. Hacen una llamada telefónica y me confirman que podré entrar dentro de una hora, advirtiéndome que me va a costar 18,50. No afecta lo de la mayoría de edad (si hago cola son 12,50 y con la mayoría de edad 9). Digo que sí, no quiero tener que quedarme un día más.
Me hacen apuntar mi nombre, sólo el nombre, en un trozo de papel, se lo quedan y me envían al garito de al lado. Ya me han cobrado, eso lo primero.
Llego al garito, doy mi nombre y uno, acto seguido, de ellos me acompaña a la puerta del museo, saluda al portero, pariente lejano de Don Vito, que nos sonríe y, saltándose la cola me introduce sin darme ticket ni billete ni na de na.
En poco más de 5 minutos ha pasado la hora y estoy frente al “rapto de la Sabina”, al “David” y a un montón de figuras y tablas más, acabadas o a medio acabar, de Miguel Ángel, de Jean de Boulogne y de Lorenzo de Bartolini, que es lo que es el museo de l’Accademia. Todo está muy bien, pero con un sello de procedimiento “made in Italy” que merece carcajadas, porque ¿para qué otra cosa?.
Me quedo largo rato observando y dibujando (otros hacen lo mismo), hago fotos y finalmente, sobre las 4, vuelvo a la estación a tomar el alta velocidad para en poco más de media hora estar de nuevo Bolonia.
Cuando llego al hotel echo en falta la botella de agua, el cepillo y mi pasta de dientes de caléndula, sin flúor.
En recepción me piden disculpas, la gobernanta creía que había cambio de huésped. Me dicen que compre de nuevo lo que me falte y me lo pagan.
Salgo a pasear y ceno en un garito mexicano llamado “piedra del sol”, me apetece algo que no sea pizza. Me atiende un personaje sin gracia. Sopa de maíz y un guacamole un tanto particular que no pasará a la historia me quitan el capricho y la ilusión del cambio.
Hago en una plaza un dibujo más, porque la noche solitaria no invita a que la acompañe, y a las 10 vuelvo al hotel con la cremallera subida hasta la barbilla.
Voy pensando y sacando atrevidas conclusiones sobre este pueblo lleno de vida, sobre su bullicio cansino que parece caminar sin saber hacia donde, quizá un objetivo que de poco ilusionante es mejor ignorar. Y aún así, camina alternando la mirada entre la pantalla del móvil y las ropas y zapatos de los escaparates, nunca a los ojos.

23/04/2015 (jueves)
Anoche estaba realmente cansado, y parece que aún me queda.
Me ducho, desayuno y descanso otra hora. Inhabitual en mi.
Luego me dirijo a la Vía Saragossa (cada vez que veo un nombre propio traducido me da por reír. No lo voy a entender nunca); me dispongo a pasar por sus más de 600 arcos para subir al Santuario de San Luca, que pásmome, parece que sea un santo y es una virgen…
Desde arriba se puede distinguir claramente que Bolonia tiene a un lado una geografía montañosa, verde y ondulante, y a la otra una planicie inmensa, probablemente hasta Trieste y la costa del Adriático, también espectacularmente verde.
Si entre arco y arco hay 5 metros, los 658 que hay desde el principio en la mentada calle Saragossa hasta lo alto suponen 3.290 metros, que de ida y vuelta son más de 6.600 porque después del último arco aún queda un trecho.
Hay quien hace el recorrido corriendo, otros lo hacen andando o casi arrastrándose; no sé si por deporte o por devoción. Pero como junto a esto hay una carretera también hay quien lo hace en coche, y unos pocos (muy pocos) en bicicleta.
La mayoría de los arcos tienen el nombre de quienes los han pagado o restaurado, incluso algunos detallan el motivo por el que lo hicieron. Una sanación o una última voluntad.
Parece que la mayoría de las restauraciones de edificios religiosos se hacen por suscripción popular. Un ejemplo a seguir sin duda, de hecho, a pesar de estar Italia tan próxima al Vaticano, dedica la mitad que España a la citada secta, filosofía u organización mediática, que qué más da.
Ya abajo, estoy frente a la “puerta Saragossa” esperando que me de paso un lento semáforo. Miro hacia atrás y me fijo en un restaurante que destaca por su diseño y su extrema blancura. Entro y, como es más de medio día, me tomo la segunda “colazzione”, que no es sino una ensalada con tomate (¿cómo no?) y un bocadillo caliente; aún no he conseguido encontrar comida de cuchara.
Sigo mi camino y me tropiezo con la “biblioteca española” y un par de edificios patrios más. Luego busco el Palazzo Fava para ver la exposición “De Cimabue a Morandi”. Cimabue fue un pintor bolognés más de cuatro siglos anterior al segundo. Casi me tienen que hacer un análisis de ADN para hacerme la tarifa reducida (¿). En la cola observo una seriedad excesiva, parece como si se hubieran tragado el palo de una escoba y no consiguieran vomitarlo.
Realmente Morandi es una excusa para sacar la pintura religiosa que tienen de la media docena de pintores que van del uno al otro. Dada mi ignorancia, sólo puedo disfrutar de mujeres jóvenes con las tetas al aire y de hombres viejos en penosas circunstancias; cuando hay alguno de éstos joven es porque se trata de un ser mitológico (p.e. Cupido). También puedo disfrutar de las diferentes maneras de representar el sufrimiento de dios hecho hombre, que, aunque por las fechas que están pintados no creo que lo conocieran, todos coinciden en lo mal que se lo hicieron pasar y el hambre que debió de pasar porque está en las últimas. El arte es así, qué le vamos a hacer.
Agotadas mis retinas me voy al hotel a cargarlas… son casi las 5 de la tarde y ya toca.
Vuelvo recuperado cuando el ocaso apunta en el horizonte, decidido a tomar una pizza, cosa que no he hecho todavía en toda la semana. Elijo una napolitana bien hecha. Al primer bocado ya me doy cuenta de que va a ser como tomar una paella en la Quinta avenida. Con estas cosas se derrumban los recuerdos… y eso que tanto el cocinero como el camarero hablaban en italiano; nada de ruso, chino ni nada parecido.
Al final vale la pena la elección pues comparto comedor con más de una veintena de adolescentes con las hormonas desbordadas, casi seguro que en viaje de “no estudiar”. Hablan a gritos y todos a la vez, como todos los grupos que se forman en cualquier parte del mundo, aunque me parece que quienes más gritan son las féminas.
Así las cosas me voy a dibujar a la plaza de Neptuno. No hay luz o más bien muy poca; tampoco hay casi gente. Hace frío. Así es que un dibujo y camino del hotel a escribir un ratito. Aunque son poco más de las 9 las calles están vacías, como cada día a estas horas.

24/04/2015 (viernes)
A las 11:28 parto en el tren que me lleva a Ferrara, a 47 km de Bolonia. El recorrido dura casi una hora pues para en Castelmaggiore, Funo Centergross, S.Giorgio di Piano, S.Pietro in Casale, Galliera, Poggio Renatico, Coronella y, por fin, Ferrara (patrimonio de la UNESCO). En total 56 minutos.
Me oriento hacia el centro del casco antiguo que cuenta con un pasado rico, lo que quiere decir que una élite política y religiosa vivía muy bien, dedicada al arte y a conspirar en los centros de poder, a costa de que muchos trabajaran duro para sobrevivir (no quiero ser cruel en mis calificativos).
Pero ahí queda el honor y el orgullo de ser patrimonio de la UNESCO  (de honores y orgullos no se come), de recibir visitantes que dan trabajo a la hostelería y a las tiendas que venden esas cosas que no sirven para nada pero se compran.
Admiro, callejeo y fotografío sus castillos, palacios y catedrales; sus cañones oxidados que fueron defensa de éstos, y, aconsejado por un lugareño, me dirijo a un restaurante en el que ¡por fin! me sirven un pescado (bacalao) bien hecho y comida de cuchara.
Luego un par de exposiciones; una de ellas, llamada “La Rosa di Fuoco” trata de la Barcelona de Picasso y Gaudí ¡qué vecinos más listos!. En ella se incluyen además de algunas obras del malagueño, otras de pintores de la misma época entre las que destacan Anglada Camarasa e Isidre Nanoni. De ese modo amplían sin recato su artístico elenco.
Por lo demás, la misma tónica que los pueblos de la Emilia-Romagna, calles empedradas, edificios de ladrillo cocido y espacios amplios bastante respetados.
Cuando vuelvo a Bolonia son casi las 7 de la tarde.
Al anochecer vuelvo al centro y está a rebosar de gente que tapea, pasea y deambula de aquí para allá. Mañana es el 25 de abril, día de su liberación y fiesta nacional. Además están celebrando también por estas fechas el aniversario de su unidad nacional.
La noche es excelente y más animada que el resto de la semana; aún así, me vuelvo al hotel a descansar. No me quedan ganas ni de dibujar.

25/04/2015 (sábado)
Hace frío, mucho frío, se ven abrigos, anoraks, guantes y bufandas. Está nublado y a veces chispea ligeramente.
Me voy a la calle donde se celebra el “25 de abril” (y no es la batalla de Almansa). Hay tenderetes de recogida de firmas, pancartas, música y tapeo.
Conforme se adentra la mañana todo se hace más denso hasta casi impedir el paso. Se reivindica todo, y aun siendo con razón más que sobrada que hace sentirse solidario, aquí y también en mi país, acaba cansando.
Piden educación pública y de calidad, una nueva constitución, retirar las millonarias ayudas a la iglesia, respeto a los animales y, sobre todo, respeto a la libertad en general. Quizá sean los retrocesos de los últimos años lo que hacen ensombrecer la ilusión de cambiar la tendencia. Es como si estuvieran (nos sintiéramos) incapaces de reaccionar de forma eficaz.
Pasa un grupo de niñas y niños con gorras cantando alegremente. Ya no cabe nadie más así es que decido dejar sitio.
Me dirijo al Mercato di Mezzo que también está a rebosar. El puesto del pescado soporta una larga cola de modo que me voy al otro “piano” (al piso de arriba), y ni allí consigo salvarme de comer pasta, pizza, tortellini o bolognesa. Siempre con fromagio y pomodoro; y es que al final cansa.
Me retiro a descansar un par de horas y ya por la tarde me paso de nuevo por los jardines de arriba, donde está la fiesta de la “unitá”. Más tarde me encamino al sur de la ciudad, casi en el extrarradio, a un lugar llamado “Labas Occupato” en el que me han dicho que a las nueve de la noche hay bailes tradicionales italianos. Tardo en encontrarlo pues está lejos y hay que atravesar una decena de calles solitarias y no demasiado iluminadas. Cuando llego resulta ser una casa okupa que está cerrada a cal y canto.
Vuelvo por la larga calle Stefano y, delante de la iglesia del mismo nombre, originalmente templo laico; una señorita me ofrece una visita guiada gratuita y la rechazo (fue algo automático y no puedo explicar porqué; posteriormente intenté buscar algo que lo justificara sin éxito). Me conformo con entrar y dar una vuelta yo solo. En la misma plaza Stefano, me topo por casualidad con el palazzo Isolani, un palacio renacentista muy bien restaurado y reconvertido en su parte baja en galería de tiendas y restaurantes. Allí me tomo unos aperitivos que me sirven de cena. La noche es buena pero los días se me hacen largos, muy largos, así es que me dejo llevar por los pies que se dirigen al hotel. Esta noche y en la calle hay mucho más bullicio y animación; mañana es domingo y algunos no trabajan, aunque mirando alrededor no creo que sean muchos.

26/05/2015 (la domenica)
Salgo tarde, sobre las diez. Ayer decidí que dibujaría una mujer abrazada a un caballo que hace de separación entre dos escaleras que suben al parque la Montagnola, donde está la feria de la unidad nacional. Se trata de un relieve que hace también de pórtico; de gran tamaño y creo que muy bien ejecutado.
Mientras dibujo me interrumpe una mujer de mediana edad, oriental, acompañada de otra mayor. Me dice que está desorientada. Le muestro el plano y le indico el lugar en el que estamos y hacia donde tiene que ir para llegar al Área Quadrilátero (el centro) y se apresura a fotografiar el mapa con el teléfono. Me dan las gracias y se marchan.
Cuando acabo subo a pasear y vuelvo a encontrarme a las dos mujeres que me saludan de un modo mixto oriental-occidental.
Me voy a la plaza S.Stefano a dibujar a la iglesia dedicada actualmente al citado santo; por el camino, es más de medio día, pienso que si no como ahora se me va a complicar, así es que me incorporo a la cola del único puesto del “mercato di Mezzo” en el que sirven pescado (la cola da la vuelta a la plaza). Como algo “pescatoso” que no sé lo que es. Al salir me encuentro con las orientales y les ayudo a encontrar el pescado (los orientales son de fish), a moverse un poco por el Quadrilátero, que hoy está a rebosar, y poco más. Mientras hablamos y me dicen que son de Singapur; sin duda de la colonia china que en esa ciudad estado es inmensa. Les manifiesto lo que me gusta su país y se les ilumina la cara.
Las dejo en la cola y me marcho.
La calle está imposible, el centro está todo cortado al tráfico (más aún que entre semana) y abundan los malabaristas, vendedores y payasos, que aquí parece que no todos están en el Parlamento; también los de las ong’s y algunos arengando al estilo de High Park Corner. Al final no he ido a S.Stefano, lo haré por la tarde; ahora a descansar.
Me despierta una tormenta que no dura demasiado. Salgo, ahora sí, a dibujar y antes de llegar se cierra el cielo para ofrecer un concierto de truenos acompañados de un agua torrencial que el viento hace bailar caprichosamente hasta adentrarse en los soportales; aún así me resguardo hasta que cesa. Qué remedio.
Mientras me distraigo haciendo fotos porque la lluvia da mucho de si a la hora de conseguir fotos interesantes. Se me escapa una bicicleta con paraguas que se refleja en los adoquinados mojados, y otras muchas interesantes. Soy lento de reflejos.
Dibujo durante un rato aprovechando la tibia luz de atardecer que ha quedado tras la tormenta primaveral; llena de ozono y de olor vida. Vuelvo al palacio renacentista a tomar mi aperitivo-cena; lo tengo enfrente y me dejó buen recuerdo ayer.
Salgo lentamente, doy unas vueltas de despedida cámara en mano y, tras zafarme de una mujer que pide en los soportales de la calle Independencia, y que me sigue intentando abrirme la mochila y quitarme el monedero del bolsillo de atrás, hago por esta vez mi último viaje de regreso al hotel.
Las calles vuelven a estar desiertas a pasar de no ser aún las nueve de la noche. Un bostezo generalizado envuelve Bolonia que se prepara para comenzar otra semana en pocas horas.

27/04/2015
¡Piove, piove, porco governo!
Sí, llueve, y la frase resume bastante bien “nuestra” forma de ser.
Chiao Bolonia, cuna de Marconi. Chiao a sus kilómetros de soportales, a su olor a humo de tabaco, a sus bicicletas casi de época, a Neptuno sostenido por cuatro madonnas que presumen de atributos, chiao al Mercato di Mezzo, a la vía Stefano, a la vía Independenzia, a su pasado comunista con transporte público gratuito, chiao a su universidad fundada en 1088, con Eco en la cátedra de Semiótica (¿qué es la semiótica?), chiao a Bolonia geográficamente cerca de todo pero sin estar en nada (costa, montañas nevadas, campo fértil, chiao a Morandi, ese gran solitario austero.
Chiao Italia.


martes, 5 de mayo de 2015

C'EST LA VIE?

Voy pedaleando contra el viento, un viento suave de principios de abril.
El día es soleado y ahora, a su mitad, se manifiesta con un aspecto amable.
Vengo de hacerle una breve visita a mi madre, una alegre nonagenaria que vive en plenitud. Hace lo que quiere porque no desea hacer otra cosa. Si eso es lo que llaman felicidad, es feliz.
Como no me gusta la carretera voy por caminos solitarios.
En un giro supero a una anciana que empuja un carrito de inválido ayudándose de una muleta. Vuelve la cabeza y me grita pidiendo ayuda. Vuelvo.
Es menuda, de piel oscurecida por el tiempo y arrugada por la vida. Me habla con acento gitano, con una dulzura que implora caridad pero sobre todo atención.
Lleva colgada del carrito de inválido una bolsa de plástico blanco con tomates muy maduros, tantos que la bolsa comienza a desgajarse. De una abertura que tiene el carro en el respaldo asoman cuatro o cinco barras de pan.
Me cuenta, mientras obedece mi orden de sentarse en la silla, que tanto una cosa como la otra, los tomates y el pan, se los han regalado en el pueblo.
Lleva una pierna vendada.
Me ha pedido que le ayude a llegar un poco más adelante señalándome con la mano unas chabolas que hay a poco más de cien metros.
Empujo la silla con la mano izquierda mientras llevo con la derecha la bicicleta a morro.
Cuando estamos a punto de llegar donde me señalaba, le pregunto si es allí y me dice que un poco más adelante.
En todo el tiempo no ha parado de hablar. Me cuenta cosas de su vida. Que se cayó y se hizo daño en la pierna, que fue al hospital, le pusieron una crema y le vendaron la pierna. Nada más.
Que su hijo está en otro hospital ingresado con dos úlceras de estómago. Vomitando sangre.
Entre un relato y otro se deshace en agradecimientos por mi ayuda.
Vuelvo a indagar sobre nuestro destino (el de ahora, claro, que el sol no es tan agresivo y llevo una gorra), me dice que un poco más adelante, pero que la deje y alguien le ayudará, que ya he hecho bastante.
Suelo acabar lo que empiezo, no iba a ser menos ahora.
Se interesa por si me estarán esperando para comer y le cuento algo de mi mida muy superficial, lo demás podría no entenderlo tampoco yo, así es que ¿para qué?.
Continúa diciéndome que tiene una hija que vive en otra ciudad, que de ella tiene una nieta que no quiere comer. Que su madre tiene que subirla y bajarla por la escalera varias veces para conseguir que se tome un potito.
Mientras, nosotros seguimos camino arriba; ella, la silla, la bicicleta y yo empujándolo todo. Ya llevaremos un kilómetro al menos.
Hemos superado las chabolas que me indicó de donde salía una música estridente. Al pasar ha saludado a un hombre y a una mujer que estaban a la puerta.
Sigue hablando. Ahora me repite cosas que ye me ha dicho antes. Sigue deshaciéndose en agradecimientos y deseos de que un tal dios me de mucha salud.
Cuando estamos a punto de llegar donde me señala con la mano lo que dice es su destino final (también se refiere al de ahora), unas chabolas pegadas al terraplén de la autovía; hay dos coches de colores llamativos a la puerta. La calle que forman las dos chabolas da a un pequeño desagüe que atraviesa por debajo la autovía. Al mirar hacia el interior del agujero veo que está lleno de objetos rotos amontonados.
Le pregunto por los coches y me dice que los trajeron unos moros, justo los que viven frente a su casa, que son para el chatarrero. Ya más cerca observo que a éstos les faltan ruedas y otras partes imprescindibles para moverse.
En la puerta que hay frente a la suya hay un foco encendido de por lo menos 500 watios, pegado a la pared. Son poco más de las dos de la tarde y el sol está en lo alto.
Me dice que la otra chabola es de los moros que viven allí. Y a continuación me pide que me pare, que ya hemos llegado.
Busca y rebusca en su refajo y por fin saca una pequeña llave oxidada y me la da para que abra. La puerta es de hierro y tiene un agujero para que pase una cadena que engarza el grueso candado que tengo que abrir.
Abro, deslizo la cadena y empujo la puerta. Allí, en media docena de metros cuadrados sin ventanas hay dos camastros y un sinfín de objetos imposibles de identificar.
Le ayudo a entrar. Me pide que meta dentro el carro para que no se lo quiten los moros. Vuelve a darme las gracias, a desearme salud y todas las bendiciones que es capaz de articular. Casi como si le hubiera salvado la vida. Yo me pregunto ¿qué vida?.
Le digo que necesita que el ayuntamiento o quien sea le proporcione un carro con motor, a lo que me contesta que esos hijos de puta no dan nada, que si no le dan para que coma cómo le van a dar un carro.
Me voy andando hasta el cruce del camino. Sigo con la bicicleta a morro.
Decido subir y me vuelvo a bajar a apartar un gato que hay muerto en el centro del camino. Lo arrastro del rabo hasta la cuneta. Debe de haber sido muerto la noche pasada porque está tieso pero no hay descomposición aún.
Ahora sí, por fin subo a la bicicleta y pedaleo hasta mi casa.
Cuando llego ya han comido todos, así es que, como cada día, me tomo la ensalada, la sopa y un té.
Me siento y me alegro de no tener televisión porque mi madre me ha dicho que están diciendo que los hoteles están llenos por las fiestas, que las playas están a rebosar y que hay atasco de coches por las procesiones de “semana santa” (¡OH!).

Todo un alivio… no tener tele.

domingo, 3 de mayo de 2015

UN GRAN TRABAJO

Aunque no es el objetivo, cuando nos trasladamos fuera de nuestro país hay una cosa que no podemos evitar, y es fijarnos en las entidades financieras.
Buscamos cajeros para sacar dinero, miramos la nota cuando nos pasan la tarjeta al pagar cualquier servicio o compra. Es habitual y llamativo ver y recordar el nombre de una u otra entidad.
En Europa, en la mayoría de los países, nos podemos encontrar con pequeñas entidades, bancos o cajas, que apenas tienen una decena de oficinas y cubren una región, una comarca, incluso a veces una sola ciudad. Y en el conjunto del país con decenas de nombres diferentes de todas ellas.
Y todas tienen locales, empleados, cajeros, hacen publicidad y deben de pagar la luz porque la tienen encendida. O sea que funcionan.
Vuelves tu, al mío, al nuestro, al de origen, y, en los últimos tres o cuatro años, ves que quedan las mismas más o menos que reyes en la baraja [Cuando el último rey de Egipto tuvo que dejar el trono dijo que en pocos años, en Europa quedarían sólo los cuatro reyes de la baraja y la reina de Inglaterra. Se equivocó, de momento].
Ese, el de dejar el negocio en manos de cuatro o cinco, ha sido un gran trabajo que nunca le agradecerán (los 3 ó 4) bastante a los gobernantes de los últimos años.
Hemos pasado de más de un centenar de entidades a poderlas contar con los dedos, y aún no están conformes. Veremos más.
Se ha beneficiado a un grupo limitado de personas a cambio de que  a los autores y coautores se les permitiera dilapidar los más de 100.000 millones de patrimonio de las cajas y casi otro tanto en operaciones tiradas a fallidos de unos y de otros.
Mientras el supervisor de la marcha del sistema financiero más sólido del mundo ejercía su labor solicitando estados de cuenta mediante "power-point" enviados por internet.
Si era de otro modo, dice muy poco en favor de su profesionalidad.
Espero que quienes han participado de este gran trabajo reciban sus compensaciones directa o indirectamente.
De golpe o gota a gota, tengo la impresión de que pronto lo veremos. Claro, siempre que miremos en la dirección adecuada, no donde nos dicen que miremos.

Al tiempo.

¡POBRE... PERRO?

Me gusta viajar. Conocer otras culturas, diferentes países, costumbres, tradiciones. Sobre todo es que no me gusta que me lo cuenten.
Por eso, entre otras cosas, viajo, aunque a veces no resulte especialmente agradable lo que veo o cómo vivo.
Cuando vuelvo me siento más objetivo, dentro de la lógica subjetividad, también más abierto y más seguro de mi criterio, de mis pensamientos, de mis opiniones.
No hace mucho que visité un país muy interesante del que el nombre es lo que menos importa.
De todo lo que vi y viví, recordaré siempre con alegría muchas cosas; pero ahora quiero referirme a una que de forma particular me impactó de forma diferente.
Me invitaron a un espectáculo en el que varios hombres ataviados de forma original encerraban a un perro de raza enorme y comenzaban a jugar con él. A los animales en general les encanta jugar, como a los niños. Pero en éste caso era claramente un animal.
Conforme iba avanzando el juego, se podía observar que crecía la agresividad. Comenzaron por pinchar y marear al animal, jaleados por los espectadores, también comenzó a sonar la música.
Lo citaban y lo esquivaban hasta cansarlo. Ahí ya el maltrato se percibía. Comencé a sentirme molesto, muy molesto.
La gente aplaudía con fuerza.
Habían pasado poco más de 15 ó 20 minutos que me parecieron eternos, y fue cuando el protagonista de todos los que habían participado sacó un enorme pincho y traspasó de lado a lado el animal que cayó sangrando por los cuatro costados mientras el autor recibía una sarta de elogios.
Me volví angustiado a mi acompañante, quien me había invitado con tanto protocolo y entusiasmo, para manifestarle mi malestar; pero éste me contestó que estuviera tranquilo, que no era un perro sino un toro. Y que se trataba de una tradición. Nada menos que la Fiesta Nacional del país.
Aún quedaban 5 espectáculos más similares, pero me disculpé y me marché.
De la justificación que me dio mi anfitrión me he quedado con una palabra: tradición. Tengo que averiguar hasta dónde se puede llegar cuando es una "tradición".

Lástima, porque me pareció un gran país.