lunes, 27 de mayo de 2013

ARDEARTE

La lluvia jugaba al escondite asustando cuando más confiado estabas. Me quedé de pie bajo la sombrilla de un bar observando los goterones que chorreaban por los cuatro costados y el tiempo se paró.
Frente a mí, un chorro arrancaba música de la bandeja de un camarero dejada caer a la orilla de una mesa. Más allá, por los adoquines que el agua había convertido en espejos, chapoteaba una muchedumbre nerviosa que hacía bailar el reflejo de las luces de los bares. Varios jóvenes abandonaron el Döner Kebab que había a mi izquierda con una algarabía ajena al clima, que anticipaba el festín que les esperaba a juzgar por los envueltos que llevaban entre manos.
Al fondo tres personas se disputaban un taxi agobiadas por la bocina del coche que le seguía. Es en estos momentos cuando más se aprecia la importancia de la sintaxis.
Por la acera más próxima una mujer madura se dejaba cortejar por un joven que le brindaba amable sonrisa y el cobijo de su paraguas; era su segunda pasada en pocos minutos. Las noches de los viernes son prolijas en situaciones.
Un grupo de presuntas Erasmus pasaron ignorándome pisando mis zapatos. Lucían pantalones tan cortos que con esta climatología ponían en contacto todas las humedades hasta fusionarlas en una. Una estampa agradable. Su suerte es que los constipados suelen ser de nariz o garganta.
Tuve la impresión de que nadie me veía en mi privilegiada atalaya y seguí disfrutando de mi sigilosa observación.
Al cabo dejé de estar solo y comencé a recibir valiosas informaciones que trajeron al inevitable presente repleto de WhasApp, out-lock y cosas parecidas.
Por fin, unas piernas decididas me rescataron de aquel horror pasajero y me sumergieron en un arte que queda fuera de mis entendederas, y ante el que me dispuse a metamorfosearme en silencioso observador de nuevo.
No ha pasado mucho tiempo, pero sí suficiente para que no sea capaz de recordar lo que he visto ni tampoco lo que he pensado mientras perdía mi mirada más allá de lo que tenía delante de mí. Sin embargo, tengo la seguridad de que sería capaz de escribir una crítica que muy pocos identificarían como la de un inepto total en el tema. Sólo basta para ello que tuviera al final la firma adecuada.
No más de una hora estuve compartiendo una conversación, ajena totalmente a lo que nos rodeaba, a la sazón plagada de monosílabos.
Subí de nuevo a encontrarme con la lluvia con la sensación de que alguna de las expectativas de la convocatoria no se habían consumado. La calle continuaba destilando reflejos de charol; las velas sobre las mesas vacías habían sido apagadas por la humedad o estaban a punto de consumirse.
Tuve la sensación de que los deambulantes también habían abandonado alguno de sus objetivos e intentaban distraerse hasta encontrar los del sía siguiente.
Una fuerte alegría que me brotaba de no sé dónde me provocó una abierta sonrisa y caminé lentamente hacia un sueño largo y dulce.

17/05/2013.

De cómo un Elfo bueno se deshizo de una bruja buena

No me voy a extender en detalles porque creo que no vale la pena, iré directamente al grano o, como dice un buen amigo mío, a la descripción abreviada.
Digo en el título que es un Elfo bueno. Sí, ya sé que todos los elfos son buenos, pero es que este era muy muy bueno. De la bruja nada que añadir a lo que su nombre indica.
Como el Elfo era bueno, deshacerse de la bruja no fue lo primero que se planteó; por el contrario utilizó otros caminos alternativos. Sin éxito, como se puede suponer, por lo que tuvo que recurrir a lo peor. Quiero decir “a lo mejor”, supongo que se da por supuesto.
Voy un poco al detalle pues. Lo siguiente que hizo el Elfo fue morderse las uñas. Tanto tanto que acabó por comerse hasta el codo (más no pudo).
Ya existen en la historia o en la mitología otros casos similares; véase la Venus de Milo, sin ir más lejos.
A continuación optó por subirse por las paredes, como el tal David Cooperfield (o como quiera que se llame), o el Harold Lloyd. Bueno, éste último se subió a un reloj; el Elfo no tenía reloj ni de pulsera, de los que se llevan al final del brazo, pues recordaremos que no tenía brazo porque se lo había comido. Total que no se subió al reloj. Supongo que esto se entiende.
A continuación hizo muchas más cosas, muchas más. Hasta que finalmente optó por la solución definitiva, que no por deseada le fue fácil y placentera al bueno del Elfo.
NO, el placer vino después. Sí, por fin llegó.

Y así fue como pudo gozar en toda su intensidad de la música del silencio, del canto de los pájaros, del viento meciendo las hojas de los árboles o, en el peor de los casos, del rugido de los motores de los vehículos que pasan bajo su ventana.