martes, 12 de marzo de 2013

Al Moro Muza



Nos conocimos de niños. Ambos vivíamos en el mismo barrio, en la misma ciudad e incluso en el mismo país, pero realmente nos conocimos en el colegio, a pesar de haber infinidad de estos. Fue fácil porque yo nunca fui al colegio.
Para situarnos, pensad que la isla del archipiélago en el que vivíamos se encuentra en el centro del continente, más o menos entre Filipinas e Irlanda. De modo que se entiende que al hacer mucho frío durante todo el año, pasábamos la vida en la calle, calle que nunca me dejaron que yo pisara.
Se llamaba (y se llama) Ferdinand, nombre de origen quechua que le puso un mendigo que pasaba por allí el día que salió solo de la nada por primera vez. Y era el hermano que ocupaba la posición central entre los 5 ó 9 que eran. Nunca lo recordaré. Él tampoco.
Yo le envidiaba. Sí, le envidié siempre porque era invisible. Fue así durante toda su vida. Hoy todavía es invisible. Cuando no había nadie no se le veía, mucho menos cuando eran multitud. No recuerdo su cara ni su estatura ni nada de nada. Recuerdo su nombre porque lo apunté.
A pesar de todo eso, o posiblemente gracias a, sabía estar. Si necesitabas algo él te ayudaba sin que se notara, y si hacías un esfuerzo y prestabas atención hasta dicen que podía vérsele. Estaba sin estar, hacía las cosas sin hacerlas, pero nunca nada malo, por eso descartó enseguida dedicarse a la vida pública. El mundo perdió su oportunidad y él ni se dio cuenta.
Vivía en un castillo subterráneo y se desplazaba en una vieja locomotora tirada por patos para no contaminar y para que no se le notara. Pero la historia que quiero contar de Ferdinand está muy alejada de la aplastante lógica que le rodeaba, y se relaciona con su último verano.
La familia pasaba los 8 meses de vacaciones en una villa de una sola habitación, sumergida entre nubes, que poseían en otro lejano país apenas distante unos metros del castillo. Allí tenían cada uno una silla de enea y en ella se arrellanaban cómodamente hasta esperar que pasara todo.
Aquel verano, la familia desplumó los patos para que corrieran más y así llegar antes a su destino, y a Ferdinand no le dio tiempo a abrir todas las puertas y ventanas del castillo para que no entrara nadie, antes de que la familia partiera. Él no se percató de tal situación e hizo lo que siempre hacía al acabar, tomar el ascensor y apretar el botón de puesta en marcha. Justo en el momento en el que el jardinero, que era quien conducía los patos, desconectaba la energía. Siempre lo hacía así. Nadie se podía imaginar en un castillo de una sola planta que alguien tomara el ascensor para irse de vacaciones; si hubiera sido para quedarse hubiera tenido sentido, pero así…
Con las prisas, todos partieron a su magna residencia de vacaciones, les encantaba estar allí casi 250 días mirándose los unos a los otros. Y nadie, durante los casi 250 días se percató de que no estaba la mirada de Ferdinand, pensaron que tendría los ojos cerrados.
Todo pasó en un soplo, porque cuando las personas nos miramos a los ojos todo es más rápido. Tanto que llegó el día de la vuelta. A los patos les habían crecido las plumas y el jardinero no se había traído sus útiles de trabajo, de modo que los patos, todos emplumados, tardaron varios días en llegar al castillo. Ya se sabe que ellos vuelan y nadan lentamente, pero tirar del carro con plumas les cuesta menos.
La llegada fue apoteósicamente triste. Tenían que volver a aquel inmenso castillo, cada uno a sus habitaciones, sin apenas poder mirarse a los ojos, pero se resignaron. Y fue el más pequeño el que tuvo la feliz idea de coger el ascensor para tardar más en llegar a su cuarto, con la consiguiente alegría, pues allí se encontró el esqueleto de Ferdinand. Supo que era de él porque el cocinero les había grabado a todos su nombre en el fémur y allí lo ponía bien claro “éste fémur, que no otro, es de Ferdinand”.
Todos celebraron encontrarlo de nuevo, aunque a decir verdad nadie se había dado cuenta de que faltaba. Era tan, tan invisible, insonoro e insípido, que no cabía otra cosa.
Y es por eso que yo, desde que Ferdinand me lo ha contado, me esfuerzo en que se me note. Salgo a la calle con traje, como en las comidas, duermo en la cama y otras muchas barbaridades. Esos comportamientos inhabituales ya me han costado varios arrestos. El último un año de viaje dando la vuelta al mundo por ir por la calle con corbata; bueno, eso es lo que dijo el ujier que había en la puerta, que es quien dictó la sentencia, pero en realidad yo sé que fue por apedrear siete escaparates, y es que el número 7 les sugiere malos presagios: "El Enanito y las 7 Blancas Nieves" (envidia del enano) o cualquier cuento chino a mano.
Pero yo prefiero disfrutar de esos arrestos antes que correr el riesgo de aburrirme durante 8 meses dentro de un ascensor sin tener a nadie a quien mirar a los ojos. No quiero acabar como el pobre Ferdinand, que ya me dijo ayer, mirándome a los ojos, que nunca más subirá a un ascensor.
Me siento muy feliz de haber conocido a Ferdinand, aunque nunca lo haya visto ni sepa si existe. Es lo que tiene pasar tan desapercibido, que reinas en el mundo de la nada, como yo.
[Dedico esta poesía al Moro Muza, por su cumpleaños]