lunes, 14 de junio de 2010

Rosario

Rosario nació en un pequeño pueblo blanco de Al-andalus, clavado en una grieta de la sierra y con la mirada puesta en el cercano mar, esperando ver pasar de nuevo las galeras de Dragut.

Nada fue en su vida diferente hasta que llegó a esa difícil edad en la que, en su tiempo, las mujeres que no se casaban tenían que vestir santos. Y aunque ella piensa que vale más vestir santos que desnudar borrachos, no puede evitar que el trauma se haya adueñado de parte de sus días, y todavía hoy.

Por eso, desde hace años, asiste a todas las ceremonias matrimoniales que se celebran en su pueblo.

Para ellas, Rosario se arregla como si fuera la protagonista, pero con discreción. Consulta con un espejo de cuerpo entero que tiene en el dormitorio, que apenas le devuelve la mitad de su figura porque el tiempo le ha robado el reflejo del fondo.

Pone en su cara la mejor de las alegrías andaluzas y es tempranera en la ceremonia, para coger un sitio preferente.

Rosario sigue con atención todo el rito y, cuando el celebrante pregunta a los contrayentes si se quieren el uno al otro, su corazón se desboca, como si no hubiera aprendido de ocasiones anteriores. Siempre espera que ahora sea diferente. Que esta vez sí.

Toma aire, se concentra y, cuando oye la pregunta de “¿quieres a … por esposo y marido?”, Rosario lanza su frase de siempre. Con fuerza. Sin que suene como un grito, pero todos la oyen y ya no giran la cabeza ni se sobresaltan. Es Rosario, como en cada boda.

Rosario dice “si no lo quiere pa’ mi”. Luego, también como siempre, una lágrima rueda por su cara lentamente, como si no quisiera caer al suelo, arrastrando parte del maquillaje.

Rosario se queda hasta el final, y cuando el lugar queda vacío, va a la trastienda y pregunta si hay que vestir a alguien.

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