lunes, 2 de abril de 2018

EL MAR, LA MAR


Siempre he vivido junto al mar, pero si quisiera ser más estricto, cerca, muy cerca del mar.
No obstante, han pasado días, semanas, e incluso a veces más de un mes, sin que mis ojos se llenaran de su azul, sin oler su humedad salada y huérfanos mis oídos de ese éxtasis tan especial que producen las olas al golpear el litoral rocoso, o de manera más dulce al lamer las arenas de la orilla.
Sonidos ambos de inigualable encanto secreto, del que nos resulta difícil prescindir a los acostumbrados.
Fuere del modo que fuere, yo, como cualquiera que está atrapado por el mar en sus orígenes, solo necesitamos saber que está ahí; y no nos importa el abandono temporal, que no lo es tal, porque ambos sabemos que nos tenemos al alcance de la mano.
Ahora me doy cuenta de que he repetido su nombre en masculino, cosa que hago cuando escribo, a diferencia de cuando hablo que digo la mar.
Ese doble género siempre me ha fascinado, su posibilidad de ser lo uno y lo otro, de serlo todo.
Lo que me lleva a un objetivo nuevo, a aunar una cosa con la otra; por una parte el no tener que estar siempre junto a él, o junto a ella, para sentir que está cerca, y por otra a disfrutar de su riqueza de géneros, de su energía.
Días pasados ha ocurrido algo único y no deseado, aunque inevitable, encuentro el doble sentido entre la mar y el triste acontecimiento.
La vida abandonó a mi madre, a la que tampoco yo llamaba todos los días ni iba a visitarla, pero que ambos sabíamos que estábamos, como lo sabe la mar.
 Aprendiendo a vivir sin ella, asocio a su necesidad la del género femenino de la mar, y me siento a su orilla dejando que la vista se pierda en la fina línea que la separa del cielo. 
Porque todo lo demás está vacío.

Marzo-2018 (c)



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